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lunes, 20 de abril de 2020

Ezequiel

(Siglo VI a.C.) Profeta hebreo al que se atribuye la redacción del libro homónimo del Antiguo Testamento (Libro de Ezequiel), o al menos de gran parte de él. Según la tradición bíblica, era hijo de Buzzi, un sacerdote de Jerusalén. Cuando el rey babilónico Nabucodonosor destruyó Jerusalén, Ezequiel siguió a sus habitantes en su exilio a Babilonia.

Ezequiel (fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina)
Según la cronología comúnmente aceptada, el primer período de profecía de Ezequiel se sitúa entre el año 592 a.C. y el 585 a.C., y el segundo período a partir de 572 a.C. En la primera de dichas etapas anunció la pronta destrucción de Jerusalén, debido a la proliferación de la injusticia y el aumento de los ritos paganos; en la segunda, anunció la restauración de la casa de Israel por intermediación de la gracia divina y aconsejó a los exiliados que abandonaran la diáspora y regresaran a la tierra de la cual procedían.
Compuesto por 48 capítulos, el Libro de Ezequiel comienza con una visión gigantesca de animales, de querubines fulgurantes, que guían el carro en que se apoya el altísimo trono de Dios. Esta teofanía grandiosa, no fácil de entender, fue repetida por San Juan Evangelista en su Apocalipsis. El elegido, amedrentado, cae al suelo y en esta posición recibe la orden de ir "en busca de los hijos de Israel, hipócritas y verdaderos escorpiones que inoculan veneno a los demás, tardos de mente y duros de corazón" (II).
Ezequiel durante siete días permanece silencioso en su casa. Transcurrido este tiempo oye una voz interior que le expone la responsabilidad de vida y de muerte que pesa sobre él desde que recibió la misión (III). Y helo aquí convertido en centinela de su pueblo, fiador de Israel para con Dios. Ante el asombro de los hebreos desterrados en Babilonia, él cumple con silencio expresivo estos actos originales que han de simbolizar las terribles calamidades que abruman al pueblo quebrantador de la fe (IV-V).
El profeta habla por fin, pero para vituperar la maldad de los idólatras y de los deshonestos, y para anunciar que el Señor hará cosas como no se han visto semejantes desde que el Templo existe (VI-VII). No hay que mecerse en vanas esperanzas. Israel y Judá serán exterminados con la espada, con el fuego, con bestias feroces, con hambre; los montes de la querida patria quedarán cubiertos de las ruinas de los altares de los ídolos rotos, y de los huesos de los que los adoran.
Los ancianos de Judá van a su encuentro y Ezequiel es arrebatado en éxtasis ante sus huéspedes; considera el pecado capital de Israel y el ineluctable castigo que se aproxima. Visión dramática por la cual, viendo en el Templo el sagrado carro de Yahvé, asiste espiritualmente a los actos idólatras que allí se perpetran y a las escenas de exterminio inminentes. Sigue el anuncio de la conversión y la futura renovación de Israel (VIII-XI). Otras acciones simbólicas son realizadas, otras impresionantes parábolas, otros apólogos son pronunciados, para iluminar a sus hermanos y llamarlos a Israel (XII-XIII; XIV-XIX).
Hasta aquí el profeta ha insistido casi exclusivamente en la catástrofe final de su patria. En la segunda parte (XXXII y siguientes) aparece un motivo más consolador: Israel será restaurado, tendrá un porvenir glorioso. Y Ezequiel expone la naturaleza de esta renovación y traza su historia con los grandes rasgos de una visión mesiánica. El profeta Isaías había sido el de la misericordia divina; el profeta Jeremías, el de la venganza; Ezequiel es al mismo tiempo el profeta de la venganza y de la misericordia de Yahvé. La reorganización de los hijos de Judá en tiempos de Ciro y la aflicción de los hijos de Judá en tiempos de Nabucodonosor, que constituyen los temas preferidos de Isaías y de Jeremías, constituyen el fondo de la profecía de Ezequiel, y sus promesas alcanzan tiempos lejanísimos, girando señaladamente en torno al misterio de Jesucristo y de su Iglesia.
El estilo de Ezequiel es personal y original: siente predilección por las imágenes, las figuras, los símbolos. Si es inferior en elegancia estilística a Jeremías, emula casi a Isaías en la elevación. Terrible y vehemente, siempre severo y enojado, a menudo revolucionario, Ezequiel emprende los temas con un estilo a veces solemne y a veces descuidado, y los prosigue con la perseverancia de un riguroso encadenamiento de ideas. Ningún escritor del Antiguo Testamento es más enérgico, más combativo, ni más majestuoso.

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