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martes, 19 de mayo de 2020

Hermanos Lumière

El cine
Aunque se toma como fecha del nacimiento del cine el 28 de diciembre de 1895, cuando los hermanos Louis y Auguste Lumière ofrecen la primera exhibición pública de su cinematógrafo, se sabe que en esas fechas otros muchos pioneros ya estaban proyectando también imágenes por otros sistemas que quizás todavía no tenían la perfección del francés, pero que buscaban el mismo objetivo. Los precursores fueron básicamente fotógrafos que disponían de una mínima infraestructura para poder procesar en sus laboratorios las imágenes obtenidas. La primera proyección de los Lumière se ofreció en el conocido Salon Indien del Gran Café, situado en el número 14 del Boulevard des Capucines parisino. Los despistados que se dejaron atraer por el cartel del espectáculo fueron más notorios que aquellos que habían recibido una invitación personal de los Lumière. Los comentarios de la época señalan que los espectadores quedaron asombrados ante aquellas imágenes que pasaban ante sus ojos.

Los hermanos Lumière
Para hacerse una cabal idea de la impresión recibida por el público es preciso situarse en ese mundo de hace más de un siglo, en el que no existía la imagen en movimiento. Grabados, cuadros, fotografías: reproducir el mundo significaba detenerlo, convertirlo en algo inmóvil, en el recuerdo de un gesto. La estampa otoñal de una calle, un grupo familiar frente a un plácido jardín burgués, un vacío atardecer de estío al borde del mar. Tan sólo cincuenta años antes el hombre había aprendido a reproducir mecánicamente la realidad tal y como la vemos mediante fotografías. El nacimiento de la fotografía había constituido una verdadera revolución para los ojos de la humanidad: lo que una persona había visto en un país muy lejano lo podía ver otra, con absoluta precisión y exactitud, sin necesidad de moverse de su hogar.
El 28 de diciembre de 1895 los hermanos Lumière dieron un paso más. En aquella lujosa avenida de la capital francesa se concentraba esa tarde un pequeño grupo de gente ante la puerta de un local en el que se anunciaba la presentación de un nuevo invento. Su escueto anuncio decía: "Cinematógrafo Lumière. Entrada 1 franco". De entre todos los paseantes, treinta y tres fueron las personas que se dejaron arrastrar por el enigmático cartel. Cuando se sentaron en la sala (unos antiguos billares llenos de asientos, presididos por un mudo rectángulo de tela blanca), se apagaron las luces. Algo ronroneó en el silencio, y apareció una imagen en la tela. Una proyección. La vacilante imagen de una estación de tren.
Por unos breves instantes, nada de lo visto resultó innovador a los ojos de la audiencia: en los últimos años ya se conocían linternas mágicas capaces de proyectar fotografías en las paredes. Pero esta magia nueva escondía otra magia. De repente, ante los ojos atónitos del público, todas las figuras que poblaban la estación no solamente temblaban en la blancura de la pantalla, sino que también se movían. Aquellas figuras fotografiadas miraban a izquierda y derecha esperando la llegada del tren. Llegó entonces el momento cumbre. Del fondo de la imagen surgió una locomotora, avanzando lentamente en dirección a los presentes. Eso ya era demasiado: algunos de ellos, realmente asustados, saltaron de sus asientos y se precipitaron hacia la salida. No volvieron a ellos hasta que se les garantizó que la locomotora se había detenido en la estación. La impresión de realidad de aquellas breves imágenes había sido tan fuerte que salieron del local presos de una nueva excitación: habían asistido al nacimiento de algo nunca visto, un espectáculo singular que no ha dejado de fascinar a sus seguidores desde el mismo día de su nacimiento. Pronto corrió por todo París la noticia, y el Salon Indien se quedó pequeño.

Fotograma de La llegada de un tren a la estación
Todo eso no ocurrió, por cierto, en la primera sesión de proyección (La llegada de un tren a la estación es un filme posterior a esa fecha), pero igualmente, para los hermanos Auguste y Louis Lumière, aquel espectáculo no dejaba de ser una mezcla de experimento científico y número de feria, por mucho éxito que tuviera. El inventor estadounidense Thomas Alva Edison ya había desarrollado, antes de la proyección de los Lumière, una película que presentaba imágenes en movimiento. La diferencia residía en que su kinetoscopio era para un solo espectador, un pequeño objeto giratorio cuyo interior podían contemplar los visitantes de las ferias ambulantes tras introducir una moneda. Los Lumière, sin embargo, tuvieron la intuición de pensar que aquello tenía que ser algo colectivo, una ceremonia pública. Si se prescinde de las aspectos técnicos del invento, ésa fue sin duda su mayor aportación. Y así es como ha seguido siendo el cine desde entonces.
Las primeras películas de los Lumière (la ya citada La llegada de un tren a la estación, y otras como La salida de los obreros de la fábrica LumièreLa salida del puertoJuego de cartasEl desayuno con el bebéLa llegada de los congresistas a Neuville-sur-Saône o Los herreros) tenían una duración muy breve (menos de un minuto) y una gran simplicidad formal: una toma desde un solo punto de vista servía ya para despertar el interés y la fantasía de la audiencia. Del mismo modo que había sucedido con la fotografía, pronto se pensó en enviar a los operadores a lugares remotos del mundo para captar realidades poco habituales a los ojos del público. Escenarios exóticos, gentes lejanas, acontecimientos de la vida política y social o escenas deportivas: pequeños documentales en movimiento que cumplían parecida misión que las imágenes fotográficas, pero con mayor espectacularidad.
La ficción: Méliès y Porter
El primero en darse cuenta de que el cine no sólo servía para captar la realidad fue, curiosamente, un mago llamado Georges Méliès, que había sido uno de los primeros espectadores de la proyección de los Lumière. Según la leyenda, se dirigió rápidamente a los hermanos para comprarles uno de sus aparatos tomavistas. Al parecer, éstos intentaron disuadirlo de su propósito, porque estaban convencidos de que la moda de los documentales en movimiento sería efímera y que pasaría tan pronto como se agotara la capacidad de sorpresa del público: el cine, según los hermanos Lumière, no iba a pasar de ser una curiosidad.

Georges Méliès
Sin embargo, Méliès no desistió en su empeño. Construyó su propia cámara y empezó a rodar. Mientras filmaba unas anodinas escenas en la Place de l'Opéra de París, su cámara se quedó bloqueada durante más de un minuto. Transcurrido ese lapso de tiempo, los vehículos y las personas que llenaban la calle habían cambiado, naturalmente, de posición. Cuando Méliès proyectó más tarde el fragmento filmado, comprobó con gran estupor que "un tranvía se había convertido en un coche fúnebre, y los hombres eran ahora mujeres". Había nacido en aquel momento el trucaje cinematográfico, y con él la inmensa capacidad del cine para hacer soñar al espectador.
Méliès aplicó pronto las propiedades ilusionistas y evocadoras del trucaje para crear pequeños fragmentos de ficciones imaginarias, pobladas de seres imposibles, con extravagantes decorados pintados a mano en los que se desarrollaban situaciones totalmente irreales: Viaje a la LunaEl hombre de la cabeza de gomaViaje a través de lo imposible... Recreó también, con actores teatrales, noticias de la actualidad que parodiaban la seriedad de los documentales cinematográficos de su tiempo. Méliès introdujo la ficción en el corazón de aquel invento que hasta entonces tan apegado había estado a la realidad inmediata. Junto a las de Méliès en Francia, serían decisivas las aportaciones de Edwin Stratton Porter en América: películas como Salvamento en un incendio (1902) o el primer western, Asalto y robo a un tren (1903), introducen importantes innovaciones, como las acciones paralelas, el primer plano y el suspense, que permitían crear líneas narrativas más largas en las que la acción se trasladaba de una escena a otra.

Fotogramas de El hombre de la cabeza de goma (1901)
Viaje a la luna (1902), de Georges Méliès
Aunque el kinetoscopio de Edison era ya conocido, el detonante del nacimiento de la industria cinematográfica en Estados Unidos fueron las exhibiciones ofrecidas por el representante de los hermanos franceses. Los empresarios locales pronto decidieron hacer frente común para el desarrollo de una industria propia, y así fueron surgiendo las primeras productoras: Biograph (1897) y Vitagraph (1898) se unieron a la ya implantada Edison Co. (1892). El mercado era prometedor, y para satisfacer sus demandas se disponía no sólo de las películas sobre todo tipo de temas que cada empresa producía, sino que también se comercializaban otras películas llegadas de Europa sin ningún control.
En el resto del mundo las primeras imágenes que se exhiben a partir de 1895 son básicamente las procedentes de la factoría Lumière. En cada país los representantes de la firma ruedan también breves filmes de asuntos convencionales y acontecimientos sin importancia, lo que permite disponer de imágenes autóctonas para programar en las salas locales con el fin de interesar al público por el nuevo espectáculo. En Inglaterra destacó el grupo de fotógrafos de Brighton: James Williamson, George Albert Smith y Alfred Collins aprovecharon las aportaciones de su coetáneo Robert William Paul para rodar escenas que poco se diferenciaban de las filmadas por los franceses y norteamericanos.
El desarrollo de la industria
Entre 1895 y 1902, el pesimismo de los Lumière respecto al cine como negocio fue contrarrestado básicamente por la producción de Méliès y Edison. Edison quiso controlar desde el primer momento el negocio del cine como si fuera patente suya. Su tenaz empeño por reclamar los derechos sobre sus patentes le condujo a estar durante años permanentemente en el juzgado para supervisar los varios centenares de denuncias contra aquellos que querían usurparle sus derechos. Esta primera guerra finalizó en 1908, con la puesta en marcha de la Motion Pictures Patents Company o MPPC, grupo al frente del cual se situaría el mismo Edison.
Durante esos primeros años se diseñaron los primeros pilares de la industria del cine en todo el mundo, en unos países con más fuerza e intención que en otros. El sector de producción se consolidó a partir de algunas empresas que serían motores indiscutibles del negocio en estos años; hablar de las firmas francesas Pathé y Gaumont, de la danesa Nordisk Film y de las norteamericanas ya mencionadas significa hablar de calidad y éxito. El sector de exhibición comenzó a fragmentarse: por un lado continuaron muchos empresarios con sus programas ambulantes, mientras que en las grandes ciudades los barracones dieron paso entre 1903 y 1906 a las salas estables y a los primeros coliseos. La distribución, por su parte, carecía aún del protagonismo que con el tiempo iba a tener. Las películas eran ya más largas y las productoras no podían hacerse cargo de la comercialización de sus títulos; por ello surgieron en este momento los primeros intermediarios.
Entretanto, en el seno de las principales productoras empezó a surgir un plantel de directores, operadores y actores, generando una corriente profesional que se iría ampliando en cuanto a sus facetas a medida que la producción de películas se fuera complicando. Junto a Edwin S. Porter o los franceses Ferdinand Zecca y Louis Feuillade, en todos los países fueron numerosos los directores que llegaron al cine casualmente y que maduraron sobre su propio aprendizaje. Se hablaba ya del cine como Séptimo Arte (a partir del Manifiesto de las siete artes hecho público por Ricciotto Canudo en 1911), surgieron las primeras estrellas de la pantalla, se desarrolló la promoción, se consolidó el lenguaje cinematográfico y se impuso el formato de largometraje como medida estándar para las películas.
En Europa, el cine italiano buscó espectacularidad en sus historias (Los últimos días de Pompeya, 1907) y rodó fastuosas epopeyas clásicas como Quo Vadis? (1913), de Enrico Guazzoni, o Cabiria (1914), de Giovanni Pastrone. El cine francés volvió su mirada sobre la calidad de los textos de los grandes autores y la interpretación de sus actores más consagrados. De impulsar estos proyectos se encargaría la productora Film d'Art, fundada por unos banqueros parisinos, a la que se deben películas como El asesinato del duque de Guisa (1908). En este mismo sentido se movió el cine español, sustentando su producción en comedias y dramas de gran tradición literaria, sorprendiendo que en una cinematografía con escasos recursos económicos, que temáticamente se miraba a sí misma, tuviese la osadía de participar en La vida de Cristóbal Colón y su descubrimiento de América (1916), una coproducción con Francia de presupuesto desmedido (un millón de pesetas de la época).
Mientras en el viejo continente buena parte de la producción miraba hacia el teatro, los norteamericanos consolidaron la rentabilidad de sus empeños económicos estableciendo una oferta de entretenimiento que superaba con creces los trabajos de las cinematografías del resto del mundo. Desde los primeros años del siglo XX, el desarrollo de la industria del cine confirmó la vida efímera de muchas firmas y el crecimiento de aquellas que pensaban seriamente en el presente y el futuro. Los productores norteamericanos se decantaron por las tierras californianas para rodar muchas de sus películas (Hollywood comenzó a funcionar como tal a partir de 1907) y acabaron por deshacerse del control de Edison.
Consolidación y creatividad
Puede afirmarse que hacia 1915 quedaba superada la etapa pionera del cine y se entraba ya de lleno en otra más creativa e industrial, que desarrollaría los aspectos fundamentales del cine como arte y como entretenimiento. Lo que en principio fue un trabajo intuitivo de esfuerzos individuales se convertiría, desde ese momento, en un empeño empresarial en el que los intereses comerciales tendrían el papel protagonista que cabía esperar en un negocio que iba en aumento.
Los años que van de 1915 a 1927, desde El nacimiento de una nación de D. W. Griffith hasta El cantor de jazz, la primera película hablada, constituyen un período extraordinariamente fructífero y decisivo para la historia del cine. En Estados Unidos, surgen los westerns de Thomas Harper Ince, el cine cómico de Mack Sennett con sus tartas voladoras, los dibujos animados de Walt Disney, las grandes epopeyas de Cecil B. DeMille, las inolvidables figuras de Harold LloydBuster Keaton y Charlie Chaplin, y uno de los maestros de la cinematografía mundial, D. W. Griffith. Secuencias, acciones paralelas, variedad de planos, utilización de la luz con efectos dramáticos...: Griffith recoge los descubrimientos anteriores y crea un lenguaje que supone el comienzo de una nueva etapa, la del cine como espectáculo.

Metrópolis (1926) de Fritz Lang
El acorazado Potemkin (1925) de Eisenstein
Simultáneamente, el cine se convierte en uno de los medios de expresión artística más cultivados por la vanguardia artística europea. En Alemania, la escuela expresionista crea una cinematografía totalmente alejada del realismo del cine americano, con obras de temática fantástica y un lenguaje visual muy particular marcado por una escenografía extraña (ángulos y planos, paredes inclinadas e insólitas arquitecturas), una gestualidad y maquillaje exagerados y violentos contrastes de iluminación, que encuentra su paradigma en El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene (1919), y en la obra alemana de dos grandes directores, Friedrich Wilhelm Murnau con Nosferatu, el vampiro (1922) y Fritz Lang, con Los nibelungos (1923-1924) y Metrópolis (1926).
Tras el triunfo de la revolución soviética, la vanguardia artística rusa utiliza nuevas vías expresivas como el cine para propagar la nueva ideología. Tras una primera etapa marcada por los documentales de estética realista y la producción de Dziga Vertov (creador del "cine-ojo", cuyas obras prescinden del guión, la interpretación y el decorado), a partir de 1921 los cineastas rusos reconstruyen episodios revolucionarios de gran complejidad. La mayor aportación del cine soviético se da en el campo del montaje, con la creación de nuevos espacios, tiempos, relaciones y significados a través de la yuxtaposición audaz de planos. Deben citarse al menos dos grandes nombres: Vsevolod Pudovkin y Serguéi Eisenstein, este último autor de una película mítica, El acorazado Potemkin (1925), en la que destaca especialmente la secuencia de la escalera de Odessa, rodada con 170 planos y un uso magistral del primer plano y del montaje.
Con el estreno de El cantor de jazz de Alan Crossland (el 6 de octubre de 1927) se inicia la era del sonoro en el cine. Esta película cantada dejó al público boquiabierto y provocó una revolución de los modos expresivos cinematográficos: los actores debieron aprender a hablar correctamente, y una grave crisis cayó sobre las figuras del cine mudo. Griffith, Keaton, Von Stroheim y Chaplin, entre otros, firmaron escritos denunciando el nuevo sistema. Pronto, sin embargo, comprendieron que no podían oponerse al progreso: Charles Chaplin y Sergei Eisenstein realizarían películas sonoras, mientras Buster Keaton y Erich von Stroheim se pasaban a la interpretación. A esta primera gran revolución seguirían la aparición del color, el cinemascope y la separación del micrófono de la cámara tomavistas (lo que permite recomponer en el estudio un sonido distinto al de la filmación), que sentarían las bases del cine de nuestro tiempo.

William Shakespeare

En torno a 1860, al tiempo que culminaba su obra Los miserablesVictor Hugo escribió desde el destierro: "Shakespeare no tiene el monumento que Inglaterra le debe". A esas alturas del siglo XIX, la obra del que hoy es considerado el autor dramático más grande de todos los tiempos era ignorada por la mayoría y despreciada por los exquisitos. Las palabras del patriarca francés cayeron como una maza sobre las conciencias patrióticas inglesas; decenas de monumentos a Shakespeare fueron erigidos inmediatamente.

William Shakespeare
En la actualidad, el volumen de sus obras completas es tan indispensable como la Biblia en los hogares anglosajones; HamletOtelo o Macbeth se han convertido en símbolos, y su autor es un clásico sobre el que corren ríos de tinta. A pesar de ello, William Shakespeare sigue siendo, como hombre, una incógnita.
Grandes lagunas, un ramillete de relatos apócrifos y algunos datos dispersos conforman su biografía. Ni siquiera se sabe con exactitud la fecha de su nacimiento. Esto daría pie en el siglo pasado a una extraña labor de aparente erudición, protagonizada por los "antiestratfordianos", tendente a difundir la maligna sospecha de que las obras de Shakespeare no habían sido escritas por el personaje histórico del mismo nombre, sino por otros a los que sirvió de pantalla.
Francis Bacon, Edward de Vere, Walter Raleigh, la reina Isabel I e incluso la misma esposa del bardo, Anne Hathaway, fueron los candidatos propuestos por los especuladores estudiosos a ese ficticio Shakespeare. Según otra teoría, su amigo el dramaturgo Christopher Marlowe habría sido el verdadero autor: no habría muerto a los veintinueve años, en una pelea de taberna como se creía, sino que logró huir al extranjero y desde allí enviaba sus escritos a Shakespeare.
Ciertos aficionados a la criptografía creyeron encontrar, en sus obras, claves que revelaban el nombre de los verdaderos autores. En consonancia con las carátulas teatrales, Shakespeare fue dividido en el Seudo-Shakespeare y en Shakespeare el Bribón. Bajo esta labor de mero entretenimiento alentaba un curioso esnobismo: un hombre de cuna humilde y pocos estudios no podía haber escrito obras de tal grandeza.

Shakespeare (derecha) con otros literatos y amigos en la Mermaid Tavern de Londres
Afortunadamente, con el transcurrir de los años, ningún crítico serio, menos dedicado a injuriar que a discernir, más preocupado por el brillo ajeno que por el propio, ha suscrito estas anécdotas ingeniosas. Pero de las muchas refutaciones con que han sido invalidadas, ninguna tan concluyente, aparte de los escasos pero incontrovertibles datos históricos, como el testimonio de la obra misma; porque a través de su estilo y de su talento inconfundibles podemos descubrir al hombre.
Los orígenes
En el sexto año del reinado de Isabel I de Inglaterra, el 26 de abril de 1564, fue bautizado William Shakespeare en Stratford-upon-Avon, un pueblecito del condado de Warwick que no sobrepasaba los dos mil habitantes, orgullosos todos ellos de su iglesia, su escuela y su puente sobre el río. Uno de éstos era John Shakespeare, comerciante en lana, carnicero y arrendatario que llegó a ser concejal, tesorero y alcalde. De su unión con Mary Arden, señorita de distinguida familia, nacieron cinco hijos, el tercero de los cuales recibió el nombre de William. No se tiene constancia del día de su nacimiento, pero tradicionalmente su cumpleaños se festeja el 23 de abril, tal vez para encontrar algún designio o fatalidad en la fecha, ya que la muerte le llegó, cincuenta y dos años más tarde, en ese mismo día.
Así, pues, no fue su cuna tan humilde como asegura la crítica adversa, ni sus estudios tan escasos como se supone. A pesar de que Ben Jonson, comediógrafo y amigo del dramaturgo, afirmase exageradamente que "sabía poco latín y menos griego", lo cierto es que Shakespeare aprendió la lengua de Virgilio en la escuela de Stratford, aunque fuera como alumno poco entusiasta, extremos ambos que sus obras confirman. La madre provenía de una vieja y acomodada familia católica, y es muy posible que el poeta, junto con sus dos hermanos y una hermana, fuese educado en la fe de su madre.

Casa natal de Shakespeare en Stratford-upon-Avon
Sin embargo, no debió de permanecer mucho tiempo en las aulas, pues cuando contaba trece años la fortuna de su padre se esfumó y el joven hubo de ser colocado como dependiente de carnicería. A los quince años, según se afirma, era ya un diestro matarife que degollaba las terneras con pompa, esto es, pronunciando fúnebres y floreados discursos. Se lo pinta también deambulando indolente por las riberas del Avon, emborronando versos, entregado al estudio de nimiedades botánicas o rivalizando con los más duros bebedores y sesteando después al pie de las arboledas de Arden.
A los dieciocho años hubo de casarse con Anne Hathaway, una aldeana nueve años mayor que él cuyo embarazo estaba muy adelantado. Cinco meses después de la boda tuvo de ella una hija, Susan, y luego los gemelos Judith y Hamnet. Pero Shakespeare no iba a resultar un marido ideal, ni ella estaba tan sobrada de prendas como para retenerlo a su lado por mucho tiempo. Los intereses del poeta lo conducían por otros derroteros antes que camino del hogar. Seguía escribiendo versos, asistía hipnotizado a las representaciones que las compañías de cómicos de la legua ofrecían en la Sala de Gremios de Stratford y no se perdía las mascaradas, fuegos artificiales, cabalgatas y funciones teatrales con que se celebraban las visitas de la reina al castillo de Kenilworth, morada de uno de sus favoritos.

Shakespeare ante sir Thomas Lucy (óleo de Thomas Brooks, 1857)
Según la leyenda, en 1586 fue sorprendido in fraganti cazando furtivamente. Nicholas Rowe, su primer biógrafo, escribe: "Por desgracia demasiado frecuente en los jóvenes, Shakespeare se dio a malas compañías, y algunos que robaban ciervos lo indujeron más de una vez a robarlos en un parque perteneciente a sir Thomas Lucy, de Charlecote, cerca de Stratford. En consecuencia, este caballero procesó a Shakespeare, quien, para vengarse, escribió una sátira contra él. Este acaso primer ensayo de su musa resultó tan agresivo que el caballero redobló su persecución, en tales términos que obligó a Shakespeare a dejar sus negocios y su familia y a refugiarse en Londres". Pero es más plausible que el virus del teatro lo impulsara a unirse a alguna farándula de cómicos nómadas de paso por Stratford, abandonando hijos y esposa y trocándolos por la a la vez sombría y espléndida capital del reino.
Shakespeare en la ciudad del teatro
A partir de ese momento hay una laguna en la vida de Shakespeare, un período al que los biógrafos llaman "los años oscuros". No reaparece ante nuestros ojos hasta 1593, cuando es ya un famoso dramaturgo y uno de los personajes más populares de Londres. Entretanto se le atribuyen los siguientes empleos: pasante de abogado, maestro de escuela, soldado de fortuna, tutor de noble familia e incluso guardián de caballos a la puerta de los teatros. Pasarían varios meses hasta que pudiera ingresar en ellos y meterse entre bastidores, primero como traspunte o criado del apuntador, luego como comparsa, más tarde como actor reconocido y, por fin, como autor de gran y merecido prestigio.
Prohibidos por un ayuntamiento puritano que los consideraba semillero de vicios, los teatros se habían instalado al otro lado del Támesis, fuera de la jurisdicción de la ciudad y de la molestia de sus alguaciles. La Cortina, El Globo, El Cisne o Blackfriars no eran muy distintos de los corrales hispanos donde se representaba a Lope de Vega. La escenografía resultaba en extremo sencilla: dos espadas cruzadas al fondo del proscenio significaban una batalla; un actor inmóvil empolvado con yeso era un muro, y, si separaba los dedos, el muro tenía grietas; un hombre cargado de leña, llevando una linterna y seguido por un perro, era la luna.

El antiguo teatro El Globo (reconstrucción hipotética de C. Walter Hodges)
El vestuario se improvisaba en un rincón de la escena semioculto por cortinas hechas jirones, a través de las que el público veía a los actores pintándose las mejillas con ladrillo en polvo o tiznándose el bigote con corcho carbonizado. Mientras los actores gesticulaban y declamaban, los hidalgos y los oficiales, acomodados a su mismo nivel sobre la plataforma, les desconcertaban con sus risas, sus gritos y sus juegos de cartas, prestos a lucir su ingenio improvisando réplicas y a echar a perder la representación si la obra no les complacía. En torno al patio, las galerías acogían a las damas de alcurnia y los caballeros. Y en el fondo de "la cazuela", envueltos en sombras, sentados en el suelo entre jarras de cerveza y humo de pipas, se veía a "los hediondos", el maloliente pueblo.
En todo caso, se trataba de un público con más imaginación que el actual o, al menos, buen conocedor de las convenciones teatrales impuestas por la penuria o por la ley. Inspirándose en el severo primitivismo del Deuteronomio, los legisladores puritanos prohibían la presencia de mujeres en la escena. Las Julietas, Desdémonas y Ofelias de Shakespeare fueron encarnadas por jovencitos bien parecidos de voz atiplada, ascendidos a Hamlets, Macbeths y Otelos en cuanto les despuntaba la barba y les cambiaba la voz. Tal era el teatro en que Shakespeare empezó su carrera dramática.
La fecundidad
Hacia 1589, Shakespeare comenzó a escribir. Lo hacía en hojas sueltas, como la mayoría de los poetas de entonces. Los actores aprendían y ensayaban sus papeles a toda prisa y leyendo en el original, del que no se sacaban copias por falta de tiempo; de ahí que ya no existan los manuscritos. Como cada tarde se ofrecía una obra diferente, el repertorio había de ser muy variado. Si la obra fracasaba ya no se volvía a escenificar. Si gustaba era repuesta a intervalos de dos o tres días. Una obra de mucho éxito, como todas las de Shakespeare, podía representarse unas diez o doce veces en un mes. Algunos actores eran capaces de improvisar a partir de un somero argumento los diálogos de la obra conforme se iba desarrollando la acción. Shakespeare nunca los necesitó.
Acuciado por este ritmo vertiginoso y espoleado por su genio, Shakespeare empezó a producir dos obras por año. En su primera etapa, Shakespeare siguió la línea de los dramas isabelinos de capa y espada. De estos años (entre 1589 y 1592) son las obras con las que inaugura su crónica nacional, sus dramas históricos: las tres primeras partes de Enrique VI y la historia de quien lo asesinó, Ricardo IIILa comedia de los errores, basada en un tema de Plauto, marca su faceta burlesca, y Tito Andrónico, tragedia bárbara inspirada en Séneca, fue la primera de aquellas obras de tema romano que protagonizarían conocidas figuras de la Antigüedad, desde Julio César hasta la reina Cleopatra .
Durante la peste de Londres de 1592 (que los puritanos aprovecharon para mantener cerrados los teatros hasta 1594), Shakespeare se retiró a Stratford y desarrolló sus dotes poéticas. En 1593 publicó Venus y Adonis y en 1594 La violación de Lucrecia, dos poemas extensos dedicados a su joven protector, Henry Wriothesley, conde de Southampton, a quien se suele asociar con uno de los protagonistas de los afamados sonetos. Según figura en los documentos, en 1594 ya era miembro destacado de la mejor compañía de la época, la Lord Chamberlain's Company of Players (Compañía de Actores de lord Chamberlain), nombre tomado de su protector, y había escrito dos comedias de inspiración italiana (La fierecilla domadaLos dos hidalgos de Verona), y una tercera, Trabajos de amor perdidos, ambientada en una Navarra imaginaria.
Shakespeare empezó de actor en la compañía, y aunque siguió haciéndolo hasta 1603, nunca llegó a interpretar papeles principales. Sin embargo, la experiencia debió serle útil. Como MolièreBrecht o Bulgákov, Shakespeare fue un verdadero hombre de teatro: lo conocía desde dentro, participaba en los ensayos, presenciaba los espectáculos y concebía sus personajes pensando en actores concretos. Paralelamente a su éxito teatral, mejoró su economía. Llegó a ser uno de los accionistas de su teatro, pudo ayudar económicamente a su padre e incluso en 1596 le compró un título nobiliario, cuyo escudo aparece en el monumento al poeta construido poco después de su muerte en la iglesia de Stratford. Entre 1594 y 1597 escribió Romeo y Julieta y El sueño de una noche de verano, dos obras de amor y de juventud, y los dramas históricos Ricardo IIEl rey Juan y El mercader de Venecia.

Lawrence Olivier en Hamlet (1948)
En 1598 la compañía de Chamberlain se instaló en el nuevo teatro The Globe (El Globo), cuyo nombre se uniría al de Shakespeare para siempre. Ésta parece que fue la etapa más feliz del escritor, la época de las comedias Mucho ruido y pocas nuecesComo gustéisLas alegres comadres de Windsor (que según la leyenda fue escrita en quince días por encargo urgente de la reina), Noche de Reyes Bien está lo que bien acaba, escritas todas entre 1598 y 1603. De estos años son también (como anticipando su próxima etapa) Julio CésarTroilo y Crésida y su obra más famosa y perdurable, Hamlet.
A la muerte de Isabel I en 1603, Jacobo I, hijo de María Estuardo y rey de Escocia desde 1567, se convirtió también en rey de Inglaterra y la compañía de Chamberlain se acogió a su protección con el nombre de King's Men (Hombres del Rey). A pesar del cambio de nombre y de protector, el teatro mantuvo su carácter público: hicieron representaciones para todo el mundo, incluso para la corte.
Ante tal éxito, la compañía inauguró una pequeña sala cubierta en 1608, la Blackfriars, con una entrada más elevada y para un público más selecto. Financieramente, la compañía funcionaba como una sociedad anónima de la que Shakespeare era uno de sus más importantes accionistas. Debido a la buena administración, su posición económica se afirmó aún más: compró varias propiedades en Londres y en Stratford, hizo distintas inversiones, entre ellas algunas agrícolas, y en 1605 compró una participación de los diezmos de la parroquia de Stratford, gracias a lo cual (y no a su gloria literaria) sería enterrado en el presbiterio de la iglesia.
El último acto
Shakespeare tuvo siempre obras en escena, pero nunca aburrió. Entre 1600 y 1610 no dejó de estar en el candelero con sus príncipes impelidos a acometer lo imposible, sus monarcas de ampuloso discurso, sus cortesanos vengativos y lúgubres, sus tipos cuerdos que se fingen locos y sus tipos locos que pretenden llegar a lo más negro de su locura, sus hadas y geniecillos vivaces, sus bufones, sus monstruos, sus usureros y sus perfectos estúpidos. Esta pléyade de criaturas capaces de abarrotar cielo e infierno le llenaron la bolsa.

Orson Welles en Macbeth (1948)
A fines de siglo ya era bastante rico y compró o hizo edificar una casa en Stratford, que llamó New-Place. En 1597 había muerto su hijo, dejando como única y escueta señal de su paso por la tierra una línea en el registro mortuorio de la parroquia de su pueblo. Susan y Judith se casaron, la primera con un médico y la segunda con un comerciante. Susan tenía talento; Judith no sabía leer ni escribir y firmaba con una cruz.
En 1611, cuando Shakespeare se encontraba en la cúspide de su fama, se despidió de la escena con La tempestad y, cansado y quizás enfermo, se retiró a su casa de New-Place dispuesto a entregarse en cuerpo y alma a su jardín y resignado a ver junto a él cada mañana el adusto rostro de su mujer. En el jardín plantó la primera morera cultivada en Stratford. Murió el 23 de abril de 1616 a los cincuenta y dos años, en una fecha que quedó marcada en negro en la historia de la literatura universal por la luctuosa coincidencia con la muerte de Miguel de Cervantes. En realidad, fue una coincidencia de fechas, no de días: el 23 de abril de 1616 del calendario juliano, que se empleaba todavía en Inglaterra, corresponde al 3 de mayo de 1616 del actual calendario gregoriano, ya adoptado por aquel entonces en España.
Los misterios de Shakespeare
Es cierto que la juventud del poeta ofrece los pasajes más desconocidos para el biógrafo. Sin embargo, los verdaderos misterios de su vida pertenecen a aquellos años en que su carrera puede ser reconstruida con bastante fidelidad. El más conocido de estos enigmas está relacionado con sus Sonetos, publicados en 1609, pero escritos en su mayor parte unos diez o quince años antes. Uno de los protagonistas de los 154 sonetos es un apuesto joven a quien el poeta admira mucho, y el otro es la famosa dark lady, "dama morena", que le fue infiel con el anterior.
Muchos intentaron encontrar en estos poemas claves de la vida interior de Shakespeare, pruebas de su presunta homosexualidad, afirmando que el joven galán de los sonetos, o tal vez la "dama morena", no era otro que el conde de Southampton, mecenas del debutante autor, a quien le había dedicado sus dos primeras obras poéticas. No se sabe con certeza quién era el objeto de la adoración secreta del poeta. Sus únicas referencias personales comprensibles y claras son menudencias: que sufría de insomnio, que le gustaba la música, que reprobaba las mejillas pintadas y el uso de las pelucas.

El conde Henry Wriothesley de Southampton, protector de Shakespeare
Otra de las incógnitas es que sus años de más éxito social, económico y profesional, entre 1603 y 1612, coinciden con la época de sus grandes tragedias, sus obras más amargas y desilusionadas, como OteloEl rey LearMacbethAntonio y CleopatraCoriolano y Timón de Atenas. Incluso la última comedia de estos años, Medida por medida, es más sombría que muchos de sus dramas. Además, sus últimas cuatro obras, PericlesCimbelinoEl cuento de invierno y La tempestad, su maravillosa despedida del teatro y del mundo, muestran una curiosa incursión de elementos novelescos y pastoriles en su teatro, sin duda bajo la influencia de la nueva generación de dramaturgos como Francis Beaumont o John Fletcher. Hay otras dos obras, Enrique VIII y Los dos nobles parientes, ambas de 1612-1613, cuya autoría parcial suelen atribuírsele, ya que según todos los indicios fueron escritas en colaboración con el joven Fletcher, con las que el número de sus piezas teatrales llegaría a treinta y ocho. Pero La tempestad es considerada universalmente como su última obra.
Sea como fuere, lo cierto es que alrededor de 1613, es decir, a los cuarenta y ocho años de edad, en pleno poder de sus facultades mentales y en el cenit de su carrera, Shakespeare rompió abruptamente con el teatro y se retiró a su ciudad natal como podría hacerlo un pequeño burgués que después de una vida de trabajo quisiera gozar de sus bienes en la quietud campestre. Sus últimos años transcurrieron como los de un respetado hidalgo rural: participaba en la vida social de Stratford, administraba sus propiedades y compartía sus días con sus familiares y vecinos.
Sus obras siguieron en cartelera hasta después de su muerte, y debió conservar algún contacto, aunque sólo amistoso, con el teatro. Incluso se dijo, según una leyenda registrada casi medio siglo después, que murió a consecuencia de un banquete celebrado en compañía de su colega Ben Jonson. Contradice a esta historia el hecho de que un mes antes de su muerte dictara su testamento rubricándolo con una firma temblorosa que permite imaginar que ya se encontraba enfermo.

Shakespeare con su familia
El testamento, extenso y minucioso, está relacionado con el último misterio de la vida de Shakespeare, aunque sea sólo menor y de orden anecdótico: después de nombrar como heredero principal al marido de su hija mayor, Susan, y de legar valiosos objetos de oro y de plata a su otra hija, Judith, dejó a su mujer su «segunda mejor cama». Nadie ha podido descifrar el significado verdadero de tan extraño legado, que, a su vez, dice mucho del cariz del matrimonio del poeta.
La posteridad se ha ocupado de Shakespeare más que de cualquier otro autor, y no sólo en el sentido positivo. Muchos querían negarle la autoría de su obra atribuyéndosela a espíritus más elevados, preferiblemente de origen ilustre. A Voltaire y a Tolstói, por ejemplo, les irritaba no la persona del poeta (o su origen plebeyo), sino su obra, que es lo contrario a todo orden clásico, regla artística o realismo formal. Es la misma libertad: verbal, dramática, emocional. Se expresa con veloces imágenes, en una misma obra salta años, países y mares, cambia azarosamente los hilos de la trama y alterna el tono cómico con el trágico. Su obra es la perenne inquietud y su perspectiva, el infinito. Hace caso omiso de los cánones de la composición porque obedece a unas leyes más importantes y atávicas que las de la unidad de tiempo o de lugar. Nadie logró inmortalizar a tantos personajes como este dramaturgo que prácticamente no llegó a inventar ni una sola historia propia.
En una de esas metáforas asombrosamente plásticas que tanto abundan en su obra, Shakespeare define la gloria como «un círculo en el agua / que nunca cesa de agrandarse / hasta llegar a ser tan ancho / que se disipa en la nada...». Pero la suya no fue así. No tendió a desvanecerse, ni siquiera a languidecer: después del relativo desinterés por su obra en los tiempos de moral puritana y de gusto neoclásico, a partir del prerromanticismo se le volvió a descubrir de modo universal. Desde entonces todas las épocas y estilos tienen su propio Shakespeare, corroborando la predicción de su amigo y rival, Ben Jonson: «Él no era de una época sino para todos los tiempos».