(Patavium, hoy Padua, Italia, h. 64 a.C. - id., 17 d.C.) Historiador latino. Instalado en Roma probablemente a partir del año 30 a.C., se interesó por la retórica y escribió diálogos morales, que después dejó de lado para consagrarse a la redacción de una gran historia de Roma, Ab urbe condita libri (más conocida como las Décadas), que le valió el favor del emperador Octavio Augusto. Sólo se conservan 35 libros de los 142 que componían la obra, que cubre desde la fundación de la ciudad hasta el año 9 a.C. Pieza cumbre de la prosa latina del final del período clásico, para su composición se sirvió de archivos y de historiadores antiguos a los que rara vez cita (por lo que su obra carece de fiabilidad respecto a algunas épocas) e intercaló pequeñas reflexiones en medio de la narración, marcada por un tono épico y dramático. Livio concebía la historia desde un punto de vista moral, y, más que una obra científicamente construida, la suya es la aportación de un poeta que canta con entusiasmo el esplendor del pueblo romano. Muy admirado por sus contemporáneos, sirvió de modelo a historiadores posteriores e influyó en los poetas épicos.
Tito Livio
Descendiente de una familia acomodada, Tito Livio adquirió una buena formación cultural en Grecia, y estudió retórica y filosofía en Padua y más tarde en Roma. Su infancia coincidió con los últimos acontecimientos que precipitaron la crisis republicana hacia la monarquía cesariana; asumió la toga viril cuando Padua, junto con toda la Galia Cisalpina, fue incorporada por Augusto a los dominios de Roma. En adelante, el futuro historiador vería en Roma a la madre común. La "patavinitas" ("paduanidad" o peculiaridades propias de Padua) que en Tito Livio o más probablemente en su lenguaje vislumbraba Asinio Polión permite creer que su cultura debió de formarse sobre todo en la ciudad natal; en ella habría madurado el espíritu conservador debido al cual mantendría ciertas simpatías pompeyanas y afirmaría no saber si el nacimiento del César había de considerarse un bien o un mal para Roma.
Con todo, tal inclinación conservadora, poco personal y todavía menos partidista, no fue sino consecuencia de una ética patriótica que le sitúa en la misma tradición de Horacio y Virgilio, como cantor de las antiguas glorias republicanas y, al mismo tiempo, de la paz restaurada por el príncipe. Livio fue amigo de Octavio Augusto, quien le llamaba "pompeyano" por el espacio que dedicó en su obra a las grandes figuras de la República. De su fama y prestigio dan cuenta Plinio el Joven y Plinio el Viejo, Séneca, Quintiliano, Marcial y Tácito. Se han perdido sus obras filosóficas, recordadas por Séneca, y la carta al hijo donde habla de Cicerón como modelo de oratoria.
En su madurez, Livio vivió al margen de la política, dedicado a redactar, entre el 28 a.C. y el 17 d.C., su extensa obra histórica Ab urbe condita (Desde la fundación de la ciudad). En ella desarrolló la historia de Roma desde su fundación hasta el año 9 a.C. De los 142 libros que originalmente la componían sólo se han conservado los diez primeros, que abarcan desde Rómulo y el período de los siete reyes hasta el año 293 a.C., y los comprendidos entre el libro XXI y el XLV, que tratan sobre las campañas de Aníbal, la segunda guerra púnica, la tercera guerra macedónica y los sucesos ocurridos hasta el año 170 a.C.
Livio ordenó la historia año por año, siguiendo la técnica analítica, y articulando el relato en bloques de cinco libros o "péntadas". Se basó en historiadores como Polibio de Megalópolis, utilizó numerosos recursos formales y de contenido, y usó la lengua latina posterior a Cicerón. Alternó, sin mezclarlos, hechos civiles de carácter político y social con episodios militares o diplomáticos, y aunque a menudo se valió de un estilo propangandístico y moralizante para exaltar el pasado de Roma, logró a lo largo de la obra una admirable unidad y una cuidada organización. Para conseguir viveza en la narración recurrió al relato, a los discursos, a la descripción de personajes y a determinados episodios dramáticos, logrando una magistral exposición de los hechos.
Fue al parecer al día siguiente de la batalla de Actium, que devolvió la paz y concordia al imperio romano agitado por un siglo de guerras civiles, cuando Tito Livio concibió el proyecto de narrar la historia de Roma en una obra que por su amplitud de líneas, elevación de miras y nobleza de forma fuese digna de la grandeza del tema; de estas cualidades carecían las narraciones, por lo demás extensas, de los analistas de la época ciceroniana. En el 27 o 26 a. de C., Livio publicaba los primeros libros de su obra, que le granjearon la admiración universal; y ya después consagró a su gigantesco empeño el resto de su vida. Los 142 libros que llegó a componer constituyen la obra más voluminosa de toda la literatura latina. De la parte perdida de la obra se conservan poquísimos fragmentos, y, de todos los libros, los sumarios (Periochae) hechos bastante tarde, quizá sobre un epítome del siglo primero, del que se valieron escritores como Paulo Orosio y Julio Floro.
Livio, que tenía educación de retórico, como la mayoría de los historiadores romanos, estaba lejos de una concepción científica del trabajo historiográfico: su ideal no era la búsqueda ni la crítica de documentos, sino la fusión de la tradición literaria existente en una unidad armónica. Por esto el valor histórico de la narración de Livio depende del valor de las fuentes, que reelaboró libremente según sus exigencias artísticas, sin tener en cuenta su valor intrínseco. Allí donde descubría contradicciones o falsificaciones, indicaba las distintas opiniones ajenas o sus propias dudas, pero no entraba en discusiones, que habrían turbado la unidad artística de su obra o habrían retrasado su continuación. A las obras más antiguas, pero pobres de materiales, prefirió, pues, las producidas por la más reciente analítica, llenas de invenciones pero difusas, y pasó sin entretenerse sobre las épocas arcaicas.
Los diez primeros libros de Ab urbe condita comprenden desde los orígenes hasta el año 293, mientras que los otros que han llegado hasta nosotros (del XXI al XLV, este último incompleto) van desde el 218 hasta 167; la narración va ampliándose más y más a medida que el autor se aproxima a su tiempo. Y esto se verificaba también en la parte ahora perdida, con real ventaja para el valor histórico del relato. Por lo demás, Livio no experimentaba por las edades más remotas la curiosidad del arqueólogo, sino más bien una sensación entre romántica y religiosa de admiración, que le hacía encontrar un arcano significado de amonestación en las leyendas sobre la infancia de un imperio amado por los dioses.
La romántica contraposición de la vida heroica y sencilla de un Lacio remotísimo con las pompas y los vicios de su edad, junto con la firme convicción de un designio divino, infunde a su exposición de la historia arcaica una emoción poética tanto más comunicativa cuanto menos se expresa en efusiones retóricas; puede a lo sumo notarse algún eco de poesía en el léxico o en la gramática. Con sólo su propia emoción, Livio consiguió los medios para infundir una insuperable vitalidad artística a los héroes de la leyenda: Coriolano (Libro II), Cincinato (L. III), Camilo (L. V). Y también a las heroínas en las que se compendiaban las virtudes de una estirpe: Lucrecia (L. I), Clelia (L. II), Virginia (L. III). El autor no quiere recrear a estos y otros personajes prestándoles una individualidad personal, que forzosamente habría sido ficticia y nada convincente (como las prolijas y vacuas prosopopeyas de Dionisio de Halicarnaso), sino que, con el lenguaje que les presta, los reviste de una nobleza de sentimientos toda ella romana que, si bien los hace algo impersonales, los eleva de la realidad cotidiana a la región de la poesía y la leyenda.
Pero la parte más inspirada de toda la obra es la tercera década, dedicada a la guerra de Aníbal. Livio participa con intensa emoción en los dramáticos hechos de esta guerra: el historiador, que por su viva fe en el destino dominador de la ciudad no se para a buscar una causalidad terrena, ve cumplirse más claramente la voluntad divina en la heroica resistencia de Roma. Su lenguaje, siempre elevado, retrata hombres y acontecimientos en toda su grandeza. El paso de Aníbal a través de los Alpes helados, las grandes batallas en las que perecía la flor de la juventud de Italia, y el cambio gradual de las suertes hasta que, gracias al genio de Escipión el Africano, del repentino hundimiento del sueño de Aníbal salió la fortuna imperial de Roma, hallan en Livio un narrador apasionado que sin hechizo de artificios, con su misma sobriedad de expresión, arrastra al lector a compartir su fe en Roma.
La emoción llega quizás a su punto culminante en la narración del primer gran éxito conseguido en Italia sobre los cartagineses en la batalla del Metauro. Con dramática rapidez, el escritor pasa de la temeraria marcha de Claudio Nerón a la expectación que se apodera de Roma, a la aglomeración del pueblo a lo largo de las calles recorridas en su fantástica marcha por los legionarios: votos, plegarias y loores expresan cuánta esperanza de salvación pone en ellos la patria. Y, después de la batalla, llegan a Roma las primeras noticias. El pueblo, desde la aurora al ocaso, durante días y días había permanecido en el Foro, ansioso de nuevas, y el Senado había aguardado, en sesión permanente en la Curia, el anuncio de la victoria después de tantas derrotas. La noticia del triunfo no fue creída en un primer momento, por lo que más ardientemente estalló luego al confirmarse la alegría y la gratitud hacia los dioses y los hombres que, por fin, recibían con la victoria el premio de tan largos y tenaces sufrimientos.
En el campo enemigo, Aníbal, al serle presentada la cabeza cortada de su hermano Asdrúbal, tiene en su inmenso dolor el presentimiento de la catástrofe y exclama que reconoce el destino de Cartago. Desde aquí empieza, en efecto, el desquite romano, culminado en Zama. Si el relato de esta batalla, al igual que el de las precedentes, carece en Livio de brillantez e interés, debido ya sea a las fuentes, ya a la poca competencia del escritor en temas militares, el arte con que Livio hace sentir al lector la grandeza del momento que decide la historia del Mediterráneo y del mundo alcanza en compensación las más altas cimas de la fuerza dramática.
El relato termina con la contraposición de la risa desesperada de Aníbal ante el ruin egoísmo de sus conciudadanos y el triunfo de Escipión el Africano; pero sobre el consuelo de este instante tan esperado proyectan una sombra las palabras de Aníbal a los cartagineses: "Ninguna gran ciudad puede descansar por mucho tiempo; si no tiene enemigos en el exterior, los encuentra dentro de sí misma, como los cuerpos más robustos, que mientras parecen protegidos contra toda fuerza exterior, son atacados por su propia vitalidad". Tal es el destino que aguarda a Roma cuando haya triunfado de todos los pueblos del Mediterráneo.
La cuarta década comienza con un parangón famoso, en el que Livio se compara a sí mismo con el que, entrando en el mar, va avanzando hacia adentro; a cada paso que da, el agua va subiendo, lo que hace cada vez más difícil su avance. De igual modo para el escritor, el material que le ofrecía la historia de Roma parecía aumentar continuamente, y más ahora que se disponía a narrar la conquista del mundo. En esta parte (en la que Livio, sobre las grandes guerras orientales, reproduce sustancialmente a Polibio, de quien conservamos extensos fragmentos) aparece a lo vivo su método de trabajo. Traduce la fuente con bastante fidelidad, enriqueciendo el relato con un bello ropaje de estilo que en vano había buscado Polibio. Pero es también notoria la preocupación de Livio por no ofuscar la visión de la grandeza romana. En efecto, no sólo omite todo lo que no atañe directamente a Roma, sino también los hechos, a veces bastante importantes para la comprensión histórica, por los que la conducta o los hombres de Roma podrían aparecer, en guerra o en política, mezquinos.
Exceptuadas estas omisiones, la elaboración personal no es profunda. La excelencia de las fuentes disuadía ciertamente a Livio de modificar demasiado sus datos. Pero son excesivamente ligeros los discursos puestos, como en las otras partes de la obra, en boca de hombres de estado, generales, etc. En estos discursos libremente construidos no sólo hace Livio trabajo de retórico, sino que expresa en forma objetiva las condiciones en que se desarrollaron los hechos, ya que hace decir a los personajes aquello que la situación le parece cada vez exigir, con lo que da así a la narración un fundamento pragmático.
Es de observar cómo, al lado de los grandes éxitos de la política y de las guerras externas, aparece siempre en mayor contraste la corrupción de costumbres, consecuencia de la misma prosperidad fruto de las conquistas. Livio, que desde el prólogo ha establecido la comparación entre la grandeza moral antigua y las miserias del presente, en el que los romanos no pueden soportar los males que los afligen ni sus remedios, siente con dolida intensidad, como efecto de su misma elevación moral, la doctrina ni original ni profunda que, indicando la razón de los cambios de los estados en los cambios de las costumbres, anunciaba para Roma una próxima decadencia, puesto que las riquezas de la conquista habían hecho olvidar, junto con la sobriedad, la disciplina y la devoción a la patria, el secreto de la victoria.
Incluso la parte menos feliz de la obra de Livio, la narración de las más antiguas guerras, que las fuentes habían modelado sobre las luchas de los gracos, está animada por el presentimiento de la lejana catástrofe que precipitaría a Roma en las guerras civiles. Del mismo modo que en la parte correspondiente a la guerra de Julio César y Pompeyo, hoy perdida, no temía expresarse en favor del segundo, Livio no podía simpatizar con los demagogos e innovadores al tratar de las luchas de clase. Pero ni aquí ni en ningún otro lugar puede sorprendérsele falseando deliberadamente los hechos; tan profundos y sinceros eran en Livio el entusiasmo y la fe en el destino de Roma.
Su estilo, armonioso y fluido, sabe alejarse sin esfuerzo de toda monotonía, adaptándose mediante imperceptibles transiciones a las más diversas situaciones: ora nervioso y dramático, ora solemne, ora evocativo y escultórico, ora abundante, coloreado y pintoresco. La obra de Livio fue verdaderamente digna de la grandeza de Roma por el sentido religioso y el ethos que la anima, no menos que por sus bellezas artísticas y por su probidad histórica.
Como historiador, Tito Livio aparece inserto hasta cierto punto en la tradición de los antiguos analistas, cuyos procedimientos repite en varias partes sumarias, en la división del relato por años, en la indiferencia respecto a los datos documentales, en la ingenua reconstitución de las fuentes y en su actitud frente a las leyendas; sin embargo, tales principios de cronista, en realidad sólo externos, provienen de una consideración ideal del Imperio romano como fruto de un proceso fatal cuya razón se halla en la religiosidad y el tradicionalismo del pueblo de Roma, fiel a sus dioses y celoso custodio del "mos maiorum", y en la fortaleza de su espíritu, sereno ante las adversidades y generoso en el uso de la buena fortuna.
Así, la distribución por períodos queda superada por la concepción parabólica del curso de la historia de Roma con relación a sus costumbres, el punto culminante de la cual sitúa el autor en las guerras púnicas, en tanto que considera la expansión hacia Oriente como inicio de la decadencia y del relajamiento de la antigua severidad latina. Este lugar común de una tendencia conservadora que evoca la polémica de Catón el Censor no concuerda, en Livio, con el sentimiento nacionalista que, en la tradición de los poetas de Augusto, exalta en los triunfos militares de Roma el cumplimiento de una misión en el mundo.
En Livio se da la contradicción entre el historiador opuesto a las supersticiones del vulgo y el analista que registra escrupulosamente prodigios y acontecimientos maravillosos, hasta el punto de que, si bien el autor reivindica a veces los derechos de la razón y de la realidad, en otras ocasiones confiesa una mentalidad antigua frente a ciertos relatos legendarios y el escrúpulo de callar lo que los antepasados admitieron como verdadero y transformaron en motivo inspirador de un conducto político. Lo maravilloso, sin embargo, es también un elemento poético; y así, conviene recordar que se ha llamado "poeta de la historia" a Livio. Para él, el mito conserva una verdad ideal y perenne en el símbolo, en él encerrado, de la virtud romana personificada en las distintas figuras legendarias. El mito, en definitiva, adquiere en este autor un valor normativo y educativo, adecuado al concepto de la historia como "magistra vitae" y a la misión del historiador antiguo, que, según Cicerón, consistía en dar color "rhetorice et tragice" a los hechos para la mejor consecución de tal objetivo.
Con todo, Tito Livio es un historiador esencialmente honrado y ajeno a las audaces exageraciones de ciertos analistas; su imparcialidad sólo cede al sentimiento cuando aparecen enfrentados romanos y extranjeros. En vano se ha intentado hallar en él a un filósofo de la historia; se halla demasiado envuelto en el fatalismo del Imperio de Roma para profundizar en las causas humanas y en las conexiones de los acontecimientos a la manera de Polibio, quien, no obstante, fue una de sus fuentes. Más que razonados, Livio ofrece los hechos dramatizados y bajo tonos patéticos; o, también, nos introduce en la psicología de los personajes a través de sus mismas palabras y actuaciones. En él, pues, hay que buscar no crítica histórica o política, sino la evidencia del relato y el noble idealismo animador de la obra.