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miércoles, 22 de abril de 2020

Octavio Augusto

(Cayo Julio César Octaviano, también llamado Augusto o César Augusto; Roma, 63 a. C. - Nola, Nápoles, 14 d. C.) Primer emperador romano. Procedía de una rica familia del orden ecuestre de Veletri (su abuelo fue banquero y su padre, pretor de Macedonia). Por parte de madre era sobrino-nieto de Julio César, el cual le adoptó en el 45 a. C. y le designó su heredero.

Estatua de Augusto
Tras la muerte de César (44), entabló la lucha contra el que había sido su lugarteniente, Marco Antonio; para ello contó con el apoyo de Cicerón y de los republicanos del Senado, que esperaban dividir a los cesaristas enfrentándoles entre sí; también contó con el apoyo de los grandes financieros (como Mecenas), lo que le permitió costearse un ejército propio.
Después de derrotar a Marco Antonio en la batalla de Módena, exigió del Senado el nombramiento de cónsul; rechazado por su juventud (tenía sólo 20 años), marchó sobre Roma y tomó el poder sin combatir, ya que las legiones enviadas contra él prefirieron apoyarle.
Desde el año 43 a. C., pues, Octavio Augusto fue cónsul y se hizo otorgar poderes extraordinarios. Enfrentado a las resistencia de los republicanos Bruto y Casio, fuertes en Oriente, Octavio decidió aliarse con sus antiguos enemigos Marco Antonio y Lépido (entrevista de Bolonia, 43) y formar con ellos un triunvirato. Comenzó entonces la persecución de los republicanos (en la cual murió Cicerón), que culminó en la batalla de Filippi en Macedonia (42).
Marginado Lépido, Octavio se repartió el poder de hecho con Marco Antonio, dejando a este último la zona oriental, mientras él permanecía en Roma y controlaba la parte occidental. El enfrentamiento entre ambos condujo a la Guerra de Perugia (41), en la que el jefe militar de Octavio Augusto, Agripa, derrotó a los antonianos. La conferencia de Brindisi (40) estableció un nuevo reparto de zonas de influencia entre los triunviros: Octavio dominaba en Occidente; Marco Antonio en un Oriente restringido, que alcanzaba sólo hasta el río Drin (en Albania); Lépido en África; e Italia se consideraba neutralizada bajo el dominio conjunto de los triunviros. El matrimonio entre la hermana de Octavio y Antonio selló la paz, que se mantuvo durante cuatro años.
Además, en el 39 Sexto Pompeyo recibió Sicilia, Cerdeña, Córcega y Acaya, con el compromiso de mantener a Roma abastecida de grano; pero en el 36 Octavio hubo de enfrentarse a Sexto Pompeyo, a quien derrotó en la batalla de Nauloque (Sicilia). El gobierno de Octavio Augusto se hizo popular en Occidente en virtud de su impulso a la agricultura y de la integración de las provincias con Roma.
Mientras tanto, Marco Antonio había sucumbido a la influencia de Cleopatra VII de Egipto y practicaba una política orientalizante, poco propicia a los intereses romanos; Octavio explotó en su favor esta circunstancia, declarando la guerra a Cleopatra en el 32 («Guerra Ptolemaica»). Tras la victoria naval de Actium (31), entró en Alejandría, donde Marco Antonio y Cleopatra se suicidaron (30). Con la anexión de Egipto, Octavio dio a Roma el control sobre todo el Mediterráneo.
Aprovechando su prestigio, Octavio transformó el régimen político de la República romana en una especie de monarquía que recibe los nombres de Principado Imperio; el nuevo régimen consistía en un equilibrio de poder entre el Senado y el pueblo romano, por un lado, y el emperador y su casa, por otro.
Inicialmente, se hizo renovar cada año el mandato como cónsul en solitario, al cual fue añadiendo nuevos títulos que reafirmaron su poder; princeps senatus (el primero de los senadores) en el 28 a. C.; augustus (título religioso que reflejaba su misión divina) e imperator proconsulare de Galia, Hispania y Siria (lo que le otorgaba el mando militar) en el 27; tribuno vitalicio (con poder de veto sobre las decisiones de los magistrados) en el 23; cónsul vitalicio y prefecto de las costumbres en el 19; gran pontífice (jefe religioso del Imperio) en el 12; y «padre de la patria» en el año 2 a. C.
Si bien rechazó su divinización en vida, Octavio Augusto aprovechó en su favor el culto de los genios, fomentando un culto al emperador que se convirtió en un vínculo adicional entre los habitantes del Imperio. Paralelamente, reformó las instituciones romanas, adaptándolas a la necesidad de gestionar un Imperio tan extenso: creó el Consejo del Príncipe, órgano de gobierno integrado por hombres de su confianza (Agripa, Mecenas); dividió las provincias en senatoriales (confiadas a un gobernador sin mando militar nombrado por el Senado) e imperiales (gobernadas por un legado del emperador); reorganizó la fiscalidad, sometiéndola a su gestión directa y haciéndola menos gravosa; protegió el culto; favoreció al orden ecuestre frente a la aristocracia senatorial; aseguró los límites del Imperio frente a los partos y a los germanos; y continuó la expansión en la zona del Danubio y el mar Negro. Entre las debilidades de su poder destaca el no tener sucesor (no tuvo hijos varones de sus tres matrimonios); acabó por adoptar a su yerno Tiberio, al cual asoció en el poder desde el 13 d. C., y que le sucedería sin dificultad después de su muerte.

Marco Antonio

Militar y político romano del periodo de las guerras civiles (?, h. 83 - Alejandría, 30 a. C.). Miembro de una familia patricia, era nieto de otro político del mismo nombre, asesinado por Mario en el 87 a. C. Tras una juventud disoluta, entró al servicio de su tío Julio César, a quien ayudó a imponerse sobre la oligarquía romana. Conquistado el poder, desde el 48 gobernó Italia mientras César proseguía la lucha contra Pompeyo en África.

Marco Antonio
En el 44 fue nombrado cónsul y promovió la restauración del poder monárquico en la persona de César. El asesinato de éste en aquel mismo año otorgó a Antonio el control de la ciudad, encargándose de defender su memoria y perseguir a los asesinos. No obstante, César había declarado sucesor a Octavio (el futuro Augusto), por lo que se inició una pugna por el poder entre los dos hombres.
Derrotado en la Guerra de Módena (44-43 a. C.), Antonio aceptó compartir el poder formando un triunvirato con Octavio y Lépido (43), que se encargó de reprimir a los partidarios de la República. Aunque en el reparto territorial le correspondía sólo la Galia Cisalpina, Antonio siguió la lucha contra los asesinos de César, derrotando a dos de ellos -Casio y Bruto- en Filippi (42) y extendiendo así su control hacia Asia, Siria y Egipto.
La nueva situación fue reconocida por el Tratado de Brindisi (40), que otorgaba a Antonio el control de Oriente, dejando Occidente para Octavio Augusto y África para Lépido. En el año 37 estableció una alianza con Octavio para deshacerse de Sexto Pompeyo (que había adquirido el control de Sicilia, Córcega, Cerdeña y Acaya) y de Lépido (eliminado en el 36).
Enfrentados ya sólo Octavio Augusto y Marco Antonio como dominadores de la parte occidental y de la oriental, el segundo se separó de la hermana de Octavio (con quien se había casado para promover la anterior alianza) y trató de establecer un reino helenístico propio en el Mediterráneo oriental. Para ello estableció una alianza con la última reina del Egipto ptolemaico, Cleopatra, a la que cedió territorios romanos y probablemente hizo su amante (36).
Juntos expandieron sus dominios conquistando Armenia en el 34. Pero Octavio, que había ganado la batalla política en Roma explotando la «orientalización» de Antonio, se lanzó a la conquista de Oriente desencadenando la Guerra Ptolemaica (32-30 a. C.). Derrotada la flota egipcia en la batalla de Actium, Marco Antonio no intentó resistir en tierra firme y se suicidó cuando las tropas de Octavio Augusto entraban en Alejandría.

Julio César (Comentarios a la guerra civil)

En los últimos meses de su vida, Julio César se propuso narrar, como anteriormente había hecho con la conquista de las Galias, la guerra civil. Su propósito era demostrar cómo se había visto forzado por sus adversarios a recurrir a las armas, ya que, al desposeerle de todo poder, dejaban su dignidad y su vida expuestas a la venganza de los privados. La obra debía comprender también las guerras de Egipto, Asia, África y España, o sea, narrar el triunfo íntegro de César. Mas su muerte prematura dejó la obra interrumpida, y el escrito comprende sólo los sucesos de dos años, el 49 y el 48, seguramente distribuidos en dos libros; la actual distribución en tres es posterior. Es probable también que César quisiese unir esta obra con los Comentarios a la guerra de las Galias, que concluían en el año 52, llenando el vacío después de haber escrito la historia de los sucesos recientes, para él mucho más importantes.
Sin ningún tipo de preámbulo, César empieza los Comentarios sobre la guerra civil relatando la reunión del Senado que, el primero de enero del año 49, acordó dar a César la orden de licenciar a su ejército. Las negociaciones sucesivas demostraron la mala fe de sus adversarios. César, después de exhortar a los soldados a que defendieran el honor del general que les habla conducido a pacificar las Galias y la Germania, avanza sobre Rímini, dispuesto todavía a llegar a un acuerdo. Pero Pompeyo sólo procura ganar tiempo, y César prosigue sus operaciones, mientras sus fuerzas, integradas en un principio por una sola legión, se ven engrosadas por la llegada de otras legiones y por la rendición de fuerzas enemigas que tenían la misión de detener su avance.
Su benignidad para con los vencidos le atrae las simpatías de todos, soldados y paisanos: una tras otra las ciudades van pasándose sucesivamente a su bando, mientras él se dirige hacia Brindisi, donde Pompeyo ha concentrado el grueso de su ejército con la intención de pasar a Grecia. César no logra impedírselo, y la falta de naves le impide seguirle. Pero, por el momento, lo más importante para él es asegurarse el Occidente; y, después de mandar tropas a Cerdeña, Sicilia y África y de una breve estancia en Roma, parte hacia la Galia, donde deja un lugarteniente para sitiar a Marsella, y se dirige apresuradamente hacia España, a enfrentarse con los generales de Pompeyo y sus siete legiones. No es cosa fácil batir a tan gran ejército: César lo vence después de varios contratiempos, cercándolo junto a Ilerda (Lérida) al norte del Ebro (Libro I). Más tarde capitula también el último ejército pompeyano, compuesto de dos legiones. Marsella, después de heroica resistencia, se rinde. En todas partes, César se adueña, con su clemencia, del corazón de los vencidos. Finalmente puede regresar a Roma, donde asume el título de dictador para el nuevo año.
Dueño y señor de Occidente, puede ahora pensar en Pompeyo, no sin antes tener que lamentar la derrota y la muerte en África de su legado Curión frente a pompeyanos y númidas (Libro II). Infatigable, en diciembre se halla ya en Brindisi y a primeros de enero, a pesar de que sus tropas se hallan cansadas y diezmadas por las marchas sin precedentes y las batallas, y a pesar de tener una flota insuficiente, con siete legiones pasa el mar y toma por sorpresa Orico y Apolonia, pero no Dirraquión, donde Pompeyo le aguarda prevenido. Aquí, los ejércitos se enfrentan desde lejos: el enemigo, dueño del mar, rehuye el combate. Y cuando en marzo Marco Antonio logra transportar otras cinco legiones y los nuevos intentos de inducir a Pompeyo a la lucha fracasan con gran derramamiento de sangre, César se dirige hacia Oriente. Pompeyo le sigue y, por fin, acepta el combate, arrastrado por la vanidad de los nobles que le rodean: César refiere con sutil ironía cómo éstos, en lugar de pensar en el modo de vencer, discutían sobre lo que habría que hacer después de la victoria. La cual fue, por el contrario, de César: cerca de Farsalia, en Tesalia, el ejército de Pompeyo fue aniquilado.

César, Marco Antonio y Calpurnia en la magistral
película de Joseph L. Mankiewicz (1953)
La descripción de la gran batalla, de extraordinario realismo, está entreverada de consideraciones y juicios sobre la táctica de Pompeyo, de inestimable valor bajo el punto de vista militar. Pero si César no ahorra sus críticas al general, tampoco escatima sus elogios a los soldados, cuyo inútil sacrificio aparece más conmovedor cuando refiere las mañas con que los oficiales habían procurado hacer cómoda su vida de campaña. Y la crítica de César se agudiza al hablar de estos cobardes que habían provocado la guerra y rehuían los sufrimientos que acarreaba.
Después de la victoria, César se lanza en persecución de Pompeyo, que se había refugiado en Chipre y luego en Egipto, donde esperaba encontrar protección del rey Ptolomeo Aulete. Pero éste se halla en guerra con su hermana Cleopatra y prefiere granjearse el favor de César vencedor: con traidora perfidia, manda asesinar a Pompeyo. Pero César, a pesar de las escasas huestes con que había llegado y de la hostilidad con que le recibió la población, no duda en imponer a ambos soberanos el cese de las hostilidades y en obligarlos a que sometan a él toda controversia. La insubordinación de los generales egipcios origina la llamada guerra alejandrina (Libro III).
La continuación de las operaciones fue narrada por continuadores de César. A Aulo Hircio, general de César, se le atribuye con cierta base la Guerra Alejandrina, que contiene, además del fin de la guerra con Aulete (el rey fue muerto y sustituido en el trono por su hermano menor y por la célebre Cleopatra), la campaña asiática contra Farnaces, rey del Ponto, arrollado en Zela después de sólo cinco días de operaciones: de aquí envió César a Roma el célebre mensaje: "Veni, vidi, vici". El estilo y la información de Hircio son buenos. Estimable es también la Guerra Africana, sobre la guerra africana del año 46, que terminó con la victoria de Thapso: el autor, desconocido, pudo haber sido un oficial cesariano. La última victoria de César, habida en Munda el año 45 contra los hijos de Pompeyo refugiados en España, está narrada en De la Guerra Española, también anónimo. La obrita, incompleta, está escrita en un estilo mediocre y confuso, y su información es muy deficiente.
Asinio Polión decía acerca de los Comentarios de César que estaban escritos con poco amor a la verdad: probablemente el juicio se refería a los Comentarios sobre la guerra civil. Pero este aserto ha parecido infundado hasta a la crítica más severa. En el mismo estilo adoptado para la narración de la guerra de las Galias, César, que habla de sí mismo en tercera persona, pone al lector ante los hechos, dejando que éstos hablen por sí mismos. Naturalmente, no deja escapar la ocasión, al exponer los motivos de la guerra, de poner de relieve la ilegalidad de los manejos de sus adversarios. Pero el examen de los precedentes históricos y el análisis de las intenciones de Pompeyo son tan justos y libres de todo tono apologético, que no podemos dejar de aceptarlos.
En cuanto a los hechos, si bien las fuentes paralelas son abundantes, no se ha logrado descubrir que César los hubiera alterado de ninguna manera. En realidad, él no había querido la guerra: este genio militar fue uno de los pocos conquistadores que empuñaron las armas sólo por necesidad. Lo demuestran, en esta misma obra, no tanto la narración de los antecedentes inmediatos a la guerra como sus sentimientos para con los inocentes que se veían envueltos en el torbellino de las armas. Para sus soldados, rendidos por las fatigas de marchas increíbles, diezmados por los combates, faltos de todo, César expresa a menudo, en breves anotaciones, su conmovida simpatía. Pero ésta se dirige también hacia sus vencidos adversarios, cuyo trágico valor reconoce. Nadie más que César podía revelar con tanta simplicidad este aspecto de la grandeza cesárea: en este punto, ni la crítica más maliciosa ha podido manchar el valor del testimonio de los Comentarios.

Julio César (Comentarios a la guerra de las Galias)

Julio César compuso esta obra después de la conquista de las Galias (a fines del año 52 o en el 51 antes de Cristo) para dar una relación de sus empresas y, a la vez, justificar su política frente a quienes en Roma le acusaban de haberse ensañado contra pueblos inofensivos por apetito de gloria.
Cada uno de sus siete libros comprende los sucesos de un año a partir del 58 a. de C. El relato de este periodo comienza cuando la trasmigración de los helvecios desde su país hacia el sur, en busca de nuevas tierras, provoca la guerra. César, que tenía el gobierno de la Galia Narbonense (la actual Provenza), después de infructuosas negociaciones, les cierra el paso con las armas, aniquilando una parte de su ejército sobre el Arar (el Saóne) y la otra parte entre el Arar y el Liger (el Loire). De los 368.000 que habían partido, sólo 110.000 regresan a sus tierras.
Luego son los germanos los que, al mando de Ariovisto, cruzan el Rin, someten a los secuanos y a los eduos, y amenazan la provincia romana. Una vez más fracasan las negociaciones y César les hace frente con las armas, si bien los legionarios están aterrorizados por la fama de invencibles de que gozan los combatientes enemigos. Las palabras de César, que declara estar dispuesto a luchar con sólo la décima legión, que le permanece fiel, levantan el ánimo de los romanos: en Vesontio (Besançon), el enemigo es duramente castigado y rechazado más allá el Rin (Libro I).
En el año 57, un nuevo peligro amenaza, debido a la sublevación urdida por los belgas. Pero César, prevenido, acude con dos nuevas legiones y aplasta a cuantos rehúsan rendirse: memorables son las victorias del Axona (Aisne) de Bibrax y del Sabis (Sambre) donde hace estragos entre los nervos, los más fieros guerreros de los belgas; de 60.000 armados sobreviven 500 (Libro II). Luego le toca el turno a la población de Bretaña, entre la que sobresalen los vénetos; ignorantes de los éxitos de los romanos, se atreven a ofender a sus embajadores y a asumir actitudes amenazadoras. César, para sacarlos de las asperezas y riscos de la costa atlántica, donde tienen su asiento seguro, adapta su genio y sus pertrechos a la guerra marítima, y con una flota construida en Provenza con la técnica de las construcciones navales apropiadas al Mediterráneo, logra, a fuerza de ingeniosos ardides, batir a la armada enemiga, mucho mejor experimentada para soportar los caprichos del Atlántico. A fines de la estación, somete a los morinos y a los menapios, en la moderna Flandes (Libro III).

Las campañas de la guerra de las Galias
Durante la primavera del 55, usipetes y teucterios de Germania invaden el norte de las Galias. César los vence; pero, como de costumbre, no se resigna a una posición puramente defensiva, y pasa el Rin por un puente, construido sólo en diez días, que es una obra maestra de ingeniería. El enemigo permanece oculto, y César, después de algunas devastaciones, vuelve a las Galias. Visto que los britanos habían prestado apoyo muchas veces a los rebeldes contra Roma, le pareció conveniente ir a castigarles en su propia isla, de todos desconocida, incluso de los galos: al mismo tiempo, podrá conocer a estos pueblos misteriosos, destinados a vivir en los confines del imperio. Pero la expedición no tiene mucho éxito debido a la ineptitud de la flota romana para dominar las iras del Atlántico (Libro IV).
Por este motivo, al siguiente invierno, César manda construir una nueva flota con arreglo a unos planos por él mismo ideados; y en el año 54, con 800 naves y cinco legiones, se traslada de nuevo a Britania, donde, después de varios combates, somete a los catavelaunos y a los trinovantes, remontándose hasta el norte del Támesis. A su regreso a las Galias, se ve forzado a sofocar los primeros síntomas de la rebelión que ha de estallar más tarde (Libro V). Las operaciones, dirigidas con gran energía en el año siguiente (simultaneadas con una nueva expedición transrenana contra los suevos) no logran conjurar la unánime sublevación de los galos, suscitada en el 52 y dirigida por Vercingetórix, rey de los arvernos.
César, llegado rápidamente de Italia en pleno invierno, destruye Cenabum (Orléans) y Avaricum (Bourges) pero es rechazado de Gergovia, capital de Vercingetórix en las proximidades de Clermont-Ferrand. Hasta los leales eduos se sublevan y los ejércitos romanos se hallan en grave trance. Pero al fin, Vercingetórix se deja inducir a batalla en condiciones desfavorables. Derrotado, se encierra en Alesia (Alise St. Reine, en Borgoña). Después de construir excelentes fortificaciones, de las que se han conservado restos, César le asedia y le obliga a rendirse por hambre, tras de haber derrotado a un gran ejército procedente de todas las Galias (Libros VI-VIII). Las operaciones del año 51, de carácter esencialmente policiaco, no son narradas por César; la obra fue continuada por Aulo Hircio, general de César, en un octavo libro de notable valía.
Muchas personalidades de la milicia y de la política, griegos y romanos, habían escrito antes de César su propia apología en libros de memorias (que tal es el significado de la palabra comentarios), pero de esta abundante literatura sólo se han salvado los escritos de César, debido probablemente a su extraordinaria importancia. Como el título indica, César no pretendió, aparentemente, escribir una historia de sus hazañas: para los antiguos una historia de esa índole debía presentarse ataviada con las galas de la retórica. Más bien quiso proporcionar a otros el material para escribirla.
Por esto el relato de César es pobre de ornatos, fríamente objetivo, con todas las apariencias de un documento oficial. De este modo, César logra la finalidad que se propone, que es convencer al lector de su veracidad, ya que la indiferencia del historiador frente a los hechos ahuyenta la desconfianza. César habla, en efecto, de sí mismo en tercera persona, y en su desinterés parece dominar los hechos desde gran altura, dando así aquella impresión de desapasionada serenidad que tanto cautiva al lector. Mas esta aparente frialdad es fruto de un férreo dominio de sus propios sentimientos, natural en un romano y en un patricio; de esta suerte, sus frases sencillas, al parecer exentas de toda emoción, cuando ésta, en realidad, se halla soberbiamente refrenada, tienen una eficacia evocadora y emotiva muy superior a toda declamación.
César no derrocha ni una sola palabra para ensalzar la cruel grandeza de sus victorias o la importancia decisiva de un acontecimiento; con la misma imperturbable simplicidad expone las colosales cifras de enemigos muertos, menciona los actos de heroísmo de sus soldado, o habla de la rendición de Vercingetórix, que le había de dar el dominio de las Galias. Con esa misma simplicidad relatará la llegada de la noticia de la muerte de Pompeyo, que le dará el dominio del mundo, en los Comentarios sobre la guerra civil.
El estilo es perfectamente apropiado, compuesto límpido, exento de todo refinamiento o forma insólita o rebuscada, excelencia formal tanto más notable por cuanto sabemos que la obra fue escrita rápidamente, de un tirón, tomando por base recuerdos personales, apuntes y documentos oficiales. Se comprende que Cicerón reconociera en seguida que César, bajo la apariencia de ofrecer a los demás el material para escribir sus gestas, en realidad había quitado a cualquiera el deseo de medirse con él.

Julio César

Julio César fue el gran protagonista del último periodo de la historia de la Roma republicana. Espléndido orador y escritor brillante, destacó sobre todo como insigne general y político, genial, ambicioso, generoso, impulsivo y, al mismo tiempo, resuelto y sutil. Poseedor de una vasta y refinada cultura y de una memoria excepcional, conoció tan bien las doctrinas de los filósofos de la política como la historia de los grandes imperios orientales y sintió asimismo afición a los problemas lingüísticos y gramaticales.
Siendo Julio César aún muy joven, Sila reconoció en él "la madera de muchos Mario". En realidad, fue hasta cierto punto el heredero y continuador de la actividad desplegada por aquel antiguo jefe político, tío suyo, como ocurrió con Pompeyo respecto de Sila: también César se apoyó en el pueblo y fundó en el propio prestigio militar la lucha contra la facción senatorial, que procuró siempre debilitar.
La reforma del estado
Las victorias militares de Julio César habían incrementado de forma notable la extensión de los territorios sometidos a Roma, y la conquista del poder enfrentó a César con la difícil tarea de reordenar el Estado, atacando con energía los múltiples problemas que pesaban sobre Roma y su imperio.

Busto de Julio César (Museo Arqueológico de Nápoles)
Con todo el poder de la República en sus manos, César se lanzó a un ambicioso proyecto de reformas y de lucha contra la corrupción administrativa. César definió su programa con la famosa frase "crear tranquilidad para Italia, paz en las provincias y seguridad en el Imperio". Para restaurar la paz en las provincias, César no recurrió a medidas revolucionarias, sino que favoreció a las clases dirigentes al tiempo que realizó algunas concesiones al resto de la sociedad. Esta doble política le provocó la enemistad incluso de sus seguidores, que no llegaron a comprender la labor de César, el cual lentamente se fue aislando.
En contraste con la múltiple actividad del dictador en el campo social y administrativo, no existió una regulación institucional de su papel sobre el estado, que culminó en el ejercicio de un poder totalitario. Precisamente fueron su aislamiento y los indicios de que aspiraba a crear sobre las ruinas del orden tradicional una posición monocrática los que favorecieron la conspiración, hasta el extremo de que el día de su asesinato sólo dos senadores trataron de defenderle, frente a la total pasividad del resto.
El gobierno de César, tras sus campañas militares, fue realmente de breve duración, de apenas dos años. Durante ese tiempo mantuvo nominalmente las instituciones republicanas romanas, pero adaptándolas a sus planteamientos políticos. Su programa, que intentaba abarcar la totalidad de problemas del Estado, consistía en establecer la seguridad en todo el mundo romano bajo su égida, para lo cual procuró garantizar la paz social, eliminando las bandas armadas, que funcionaban como collegia políticos, sin tomar medidas de represalia contra sus enemigos.
Dos de sus grandes logros fueron la política colonizadora (con la creación de colonias fuera de Italia, sobre todo en Hispania, Galia y África, en las que instaló a veteranos del ejército y a muchos plebeyos urbanos) y la concesión de la ciudadanía romana con la que premió a las personas leales a su causa. Muchas ciudades provinciales pasaron a convertirse en municipa de derecho romano o latino, según los casos. Los soldados percibieron como sueldo el doble de lo hasta entonces cobrado, con lo cual se evitaban posibles descontentos. Con ellos estructuró un ejército de 32 legiones.
Entre sus reformas políticas debe señalarse el aumento del número de senadores, que pasó a ser de novecientos (algunos originarios de la Cisalpina y de la Bética), con lo que tal institución perdía parte de su poder. Las asambleas fueron manejadas según su criterio personal, aunque se guardaron las formalidades republicanas, y las magistraturas se convirtieron, en la práctica, en un cuerpo ejecutivo, con magistrados nombrados en parte por el propio César. Modificó los tribunales, ordenando que se endurecieran las penas a los culpables y publicó una lex Iulia de provinciis por la que se acortaba el mandato temporal de los gobernadores provinciales. Acuñó moneda de oro, dejando para el senado la emisión de las piezas de plata y de cobre. Finalmente, es de destacar la reforma del calendario que efectuó en el 46 a.C., acompasándolo al año solar. En el campo cultural, encargó a Varrón la organización de bibliotecas.
Su obra literaria
Como escritor, César está considerado como uno de los pilares fundamentales de la literatura romana. Sus mejores aportaciones son sus famosos Comentarios a la guerra de las Galias y Comentarios sobre la Guerra Civil, escritos durante las pausas invernales de sus campañas militares. En la primera obra, compuesta por siete libros, describió sus guerras anexionistas con descripciones detalladas sobre las expediciones, conquistas, sublevaciones y derrotas que experimentó en las Galias entre los años 58 y la rendición de Ariovisto en el 52; y en la segunda reflejó en tres libros los hechos acontecidos en el 49 y el 48, con la clara intención de justificar la necesidad del enfrentamiento civil que lo llevó a la cima del poder.
El significado de su obra histórica es complejo. Recogió la tradición de los hombres públicos que, para difundir su discurso y afianzar electores, utilizaban la publicación de crónicas bélicas, memorias o panfletos; pero fue original porque añadió el lenguaje técnico y el léxico conciso aprendido de la tradición militar helena. Utilizó un estilo sencillo, y un lenguaje desprovisto de adornos, breve y austero.

Una edición de 1783 de los Comentarios
En los Comentarios a la guerra de las Galias difundió su papel de estratega y líder militar, y no necesitó tanto justificar sus acciones porque los romanos le apoyaban. Se trataba de mostrar, en una versión oficial dirigida contra las interpretaciones hostiles, que la conquista de la Galia (con la cual, en realidad, Julio César había rebasado los límites de su cargo de gobernador de la provincia Narbonense) fue provocada por la actitud amenazadora de los mismos galos. Sin embargo, en los Comentarios sobre la Guerra Civil cambió de objetivos y elaboró un conjunto de sutiles justificaciones para ocultar su responsabilidad en los inicios del conflicto que dividió a Roma y achacar al Senado la responsabilidad de la guerra civil; y utilizó todos sus recursos narrativos y retóricos para consolidar el poder y honor conseguidos.
Ya los propios coetáneos alabaron la claridad y precisión de los Comentarios, así como su estilo, "sermo imperatorius", que tiende directamente a su objeto con la rapidez propia del hombre de acción. El estilo de los Comentarios a la guerra de las Galias fue elogiado por Cicerón como "sobrio, sin artificio, elegante", "como un cuerpo que se hubiera despojado de su vestidura". Sin embargo, no puede tampoco negarse a ambos textos el espíritu polémico y el carácter tendencioso que, hábilmente disimulados mediante el silencio guardado acerca de algunos detalles y la presentación de otros bajo la luz más favorable al autor, perjudican su objetividad, por lo demás desacostumbrada en las memorias de personajes políticos. Con todo, las dos obras constituyen una valiosa fuente de información respecto a acontecimientos decisivos para la historia de Roma. Su prosa resulta sugestiva, a pesar de cierta monotonía debida al empleo de los discursos indirectos en un tono propio de parte de guerra, generalmente indiferente (aunque no siempre) a los pasajes oratorios propios de lo escrito con intenciones artísticas.
También escribió otros textos de los cuales se conservan sólo fragmentos, como algunos discursos y poemas, y De analogía, obra compuesta originalmente por dos libros dedicados a Cicerón, a quien pese a las diferencias políticas consideró como una figura fundamental de la elocuencia latina. Los dos Anticatones, obras propagandísticas de finales de la República, fueron muy conocidos en su época pero no se conservaron y sólo se les conoce por las citas de sus contemporáneos.