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miércoles, 8 de abril de 2020

Jesús o Jesucristo

(Jesús de Nazaret, Jesucristo o Cristo; Belén, h. 6 a. C. - Jerusalén, h. 30 d. C.) Predicador judío fundador de la religión cristiana, a quien sus seguidores consideran el hijo de Dios. El nombre de Cristo significa en griego «el ungido» y viene a ser un título equivalente al de Mesías.

El Bautismo de Jesús (1655), de Murillo
La vida de Jesús está narrada en los evangelios redactados por algunos de los primeros cristianos. Establecidos en Nazaret, sus padres, San José y la Virgen María, se encontraban accidentalmente en Belén para inscribirse en un censo de población cuando nació Jesús. El relato evangélico rodea el nacimiento de Jesús de una serie de prodigios que forman parte de la fe cristiana, como la genealogía que le hace descender del rey David, la virginidad de María, la anunciación del acontecimiento por un ángel y la adoración del recién nacido por los pastores y por unos astrónomos de Oriente.
Aunque la civilización cristiana fijó la cuenta de los años a partir del supuesto momento de su nacimiento (con el que daría comienzo el año primero de nuestra era), se sabe que Jesús de Nazaret nació un poco antes, pues fue en tiempos del rey Herodes, que murió en el año 4 a.C. Fueron precisamente las persecuciones de Herodes las que llevaron a la humilde familia, después de la circuncisión de Jesús, a refugiarse temporalmente en Egipto hasta que el fallecimiento del monarca les permitió regresar. Por lo demás, la infancia de Jesucristo transcurrió con normalidad en Nazaret, donde su padre trabajaba de carpintero.
Hacia los treinta años inició Jesucristo su breve actividad pública incorporándose a las predicaciones de su primo Juan el Bautista. Tras escuchar sus sermones, Jesús se hizo bautizar en el río Jordán, momento en que Juan lo señaló como encarnación del Mesías prometido por Dios a Abraham. Juan, que había censurado las escandalosas segundas nupcias de Herodías con Herodes Antipas, hijo y sucesor del rey Herodes, fue pronto detenido y luego decapitado a instigación de Herodías y de su hija Salomé.
Tras el bautismo y un retiro de cuarenta días en el desierto, Jesucristo comenzó su predicación. Se dirigió fundamentalmente a las masas populares, entre las cuales reclutó un grupo de fieles adeptos (los doce apóstoles), con los que recorrió Palestina. Predicaba una revisión de la religión judía basada en el amor al prójimo, el desprendimiento de los bienes materiales, el perdón y la esperanza de vida eterna; el llamado Sermón de la montaña, con sus admirables bienaventuranzas, es la mejor síntesis de su mensaje.

El Sermón de la montaña (1877), de Carl Bloch
Su enseñanza sencilla y poética, salpicada de parábolas y anunciando un futuro de salvación para los humildes, halló un cierto eco entre los pobres. Su popularidad se acrecentó cuando corrieron noticias sobre los milagros que le atribuían sus seguidores, considerados como prueba de los poderes sobrenaturales de Jesucristo. Esta popularidad, unida a sus acusaciones directas contra la hipocresía moral de los fariseos, acabaron por preocupar a los sacerdotes y autoridades judías.
Jesús fue denunciado ante el gobernador romano, Poncio Pilato, por haberse proclamado públicamente Mesías y rey de los judíos; si lo primero era cierto, y reflejaba un conflicto de la nueva fe con las estructuras religiosas tradicionales del judaísmo, lo segundo ignoraba el hecho de que la proclamación de Jesús como rey era metafórica: aludía únicamente al «reino de Dios» y no ponía en cuestión los poderes políticos constituidos.
Consciente de que se acercaba su final, unos días antes de Pascua se dirigió a Jerusalén, donde a su entrada fue aclamado por la multitud, y expulsó a los mercaderes del Templo. Jesús celebró una última cena para despedirse de sus discípulos; luego fue apresado mientras rezaba en el Monte de los Olivos, al parecer debido a la traición de uno de ellos, llamado Judas, que indicó a los sacerdotes del Sanedrín el lugar idóneo para capturarle.
Comenzaba así la Pasión de Cristo, que le llevaría a la muerte tras sufrir múltiples penalidades; con ella daba a sus discípulos un ejemplo de sacrificio en defensa de su fe, que éstos asimilarían exponiéndose al martirio durante la época de persecuciones que siguió. Jesús fue torturado por Pilato, quien, sin embargo, prefirió dejar la suerte del reo en manos de las autoridades religiosas locales; éstas decidieron condenarle a la muerte por crucifixión. La cruz, instrumento de suplicio usual en la época, se convirtió después en símbolo básico de la religión cristiana.

Detalle del Cristo crucificado (c. 1632) de Velázquez
Los evangelios cuentan que Jesucristo resucitó a los tres días de su muerte y se apareció diversas veces a sus discípulos, encomendándoles la difusión de la fe; cuarenta días después, según los Hechos de los Apóstoles, ascendió a los cielos. Judas se suicidó, arrepentido de su traición, mientras los apóstoles restantes se esparcían por el mundo mediterráneo para predicar la nueva religión. Uno de ellos, San Pedro, quedó al frente de la Iglesia o comunidad de los creyentes cristianos, por decisión del propio Jesucristo. Pronto se incorporarían a la predicación nuevos conversos, entre los que destacó San Pablo, que impulsó la difusión del cristianismo más allá de las fronteras del pueblo judío.
La obra de Pablo hizo que el cristianismo dejara de ser una secta judía cismática y se transformara en una religión universal, que se expandió hasta los confines del Imperio Romano hasta convertirse en el siglo IV en la confesión oficial por obra del emperador Constantino. A partir del siglo XV, con la era de los descubrimientos europeos, se difundió por el resto del mundo, siendo en nuestros días la religión más extendida de la humanidad, si bien se encuentra dividida en varias Iglesias, como la católica romana, la ortodoxa griega y las diversas protestantes.

El cristianismo

El cristianismo es en la actualidad la religión con mayor número de adeptos en todo el mundo: casi una tercera parte de la humanidad es cristiana (en torno a los dos mil millones de personas) y por su capacidad de adaptación se halla presente en todos los continentes. A lo largo de los dos mil años de su historia, aparecieron en su seno diferencias y escisiones que han dado lugar a una pluralidad de Iglesias. Todas ellas coinciden en unas creencias fundamentales (la unidad de Dios y la mesianidad y divinidad de Jesús), pero difieren en la estructura institucional, la valoración de determinadas tradiciones bíblicas y eclesiásticas y el ordenamiento de los ritos comunitarios.
Pueden establecerse tres grandes bloques a los que, prescindiendo de diferencias menores dentro de cada grupo, podemos denominar cristianismo católico, ortodoxo oriental y reformado o protestante. Esas tres grandes Iglesias (Católica, Ortodoxa y Protestante) comparten esencialmente las mismas escrituras sagradas (la Biblia) y surgen después de un primer milenio de cristianismo indiviso, aunque no exento de herejías que sufrieron marginaciones y persecuciones.
Orígenes del cristianismo
Conocemos los orígenes y formación del cristianismo por, en primer lugar, los libros del Nuevo Testamento, que refieren la vida y muerte de Jesús de Nazaret y algunos hechos relativos al establecimiento de la Iglesia. Aun siendo escritos de creyentes en el mensaje cristiano, y no tratarse, en consecuencia, de testimonios imparciales, muchos de sus informes responden perfectamente a la ideología y las costumbres del medio judío y el mundo helenístico-romano en que se sitúan los hechos. Por otra parte, aunque representen una defensa de la realidad cristiana, constituyen un testimonio palpitante y sincero más que una apología a toda costa. Basta pensar en el papel poco airoso que repetidas veces representan en los evangelios los primeros dirigentes de la comunidad, los apóstoles de Jesús: obtusos, egoístas, cobardes y hasta desleales al Maestro. El retrato del propio Jesús rebosa humanidad incluso en su misma actividad taumatúrgica de curar enfermos y expulsar demonios.
El Evangelio de San Lucas intenta conectar el hecho cristiano con algunos acontecimientos de la historia universal: "En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea..." (Lucas 3, 1) inició San Juan Bautista su actividad de predicador, exhortando al pueblo a la conversión de sus pecados y a recibir un bautismo de penitencia, que él administraba en las aguas del Jordán.

El bautismo de Cristo (1723), de Francesco Trevisani
Allí acudió Jesús para ser bautizado por Juan. Y, tras retirarse al desierto para un período de meditación de cuarenta días, Jesús dio comienzo a su ministerio público, que se prolongaría unos tres años, según el cómputo más probable. De entre los primeros seguidores eligió a doce, a los que llamó "apóstoles" o emisarios, porque pronto los enviaría a predicar su mensaje, que en esencia decía: "Se ha cumplido el tiempo; el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el evangelio" (Marcos 1, 15). Todo en un lenguaje que sólo era accesible a los creyentes de Israel, pues eran expresiones e ideas del Antiguo Testamento.
Jesús enseñaba en las sinagogas, las plazas, los campos y a orillas del lago galileo de Genezaret, comentando pasajes de los profetas y preceptos de la Ley, con gran aceptación del público sencillo y con recelo primero y con hostilidad después por parte de los dirigentes religiosos y del sacerdocio oficial, representados por las sectas de los fariseos y los saduceos. Su mensaje del reino de Dios se envolvía en parábolas o comparaciones tomadas de la vida agraria y doméstica que captaban la atención de los oyentes por su tono vivo y familiar.
Jesús y sus primeros discípulos veían su actividad misionera como el cumplimiento de los vaticinios de los profetas que anunciaban la liberación de los pobres, los oprimidos y los enfermos. Desde el primer momento tomó el partido del pueblo y de los pecadores y marginados con una apertura y humanidad que irritaban la mentalidad legalista de los bienpensantes. La irritación subió de tono ante la autoridad personal con que Jesús exponía sus ideas sin recurrir a la autoridad de los maestros. El clamor de la gente era que nadie había hablado como él ni nadie había tenido sus poderes milagrosos para curar a los enfermos.
El Sermón de la Montaña (Mateo 5-7; Lucas 6, 20-49) resume el mensaje religioso y ético de Jesús, al paso que define su manera de actuar, que nada tenía que ver con un mesianismo violento y belicoso, como esperaban y anhelaban los zelotas en su odio contra Roma. Después de la que se ha llamado "crisis galilaica", por la cual las gentes desilusionadas de su pacifismo volvieron la espalda a Jesús, no era difícil prever un desenlace trágico. Jesús tuvo conciencia de ello y anunció repetidas veces su pasión y muerte a los discípulos, como testifican al unísono los tres primeros evangelios.

Entrada de Jesús en Jerusalem (c. 1620),
de Pedro Orrente
Con su entrada festiva y pacífica en Jerusalén cabalgando un asno, Jesús defraudó por completo a los violentos, aunque la simpatía del pueblo exacerbó aún más la envidia y los temores de los dirigentes judíos. En vísperas de la gran fiesta religiosa de la primavera, celebró la cena pascual con sus discípulos, dando a su muerte un carácter sacrificial de expiación, que ya anteriormente había sugerido. El rito iba a repetirse con sus elementos esenciales del pan y del vino en la cena del Señor o eucaristía cristiana.
Los criados del sumo sacerdote Caifás y de otros jerarcas lo apresaron en el Monte de los Olivos, al este de Jerusalén. Los dirigentes judíos lo condenaron por blasfemo, señalando que se hacía pasar por Mesías e Hijo de Dios, y lo acusaron ante el procurador romano de rebeldía contra Roma. Y Poncio Pilato lo condenó a muerte de cruz. La sentencia se ejecutó probablemente el 7 de abril del año 30 de la era cristiana.
La expansión del cristianismo
Todo parecía haber acabado de la forma más lastimosa: el héroe clavado en una cruz y sus discípulos desilusionados en sus esperanzas, huidos y escondidos por temor a las represalias de los dirigentes del pueblo. Pero al tercer día algunas mujeres creyentes, con María Magdalena a la cabeza, sobresaltaron a San Pedro y a otros discípulos anunciándoles que el Señor había resucitado y que lo habían visto vivo. Los propios discípulos comprobaron el suceso y pronto se reunieron y salieron a la calle proclamando impávidos el hecho portentoso. Al testimonio de Jesús, que ellos habían aceptado, se sumaba ahora su testimonio personal y decidido, que muchos aceptaron entrando en la nueva comunidad religiosa mediante la confesión de creyente en Jesús y a través del rito del bautismo en su nombre.
Los primeros adeptos eran judíos monoteístas, que no vieron dificultad alguna en conciliar su monoteísmo con la fe en Jesús como Mesías davídico y como Hijo de Dios. Pronto se sumaron al grupo personas procedentes de la gentilidad, a las que el proselitismo judío había acercado a la fe israelita y que se llamaban "prosélitos" o "temerosos de Dios". Por motivos de peregrinación y de comercio había muchos en Jerusalén, y al poco tiempo su número igualaba al de los cristianos descendientes de Abraham.
Jesús había limitado su actividad predicadora y curativa "a las ovejas de la casa de Israel", con apenas alguna breve incursión en el territorio pagano de Fenicia. Sin embargo, su mensaje de amor universal, del reino de Dios que acogía a todos y del Padre celestial que lo era de todos los hombres, rompía cualquier frontera nacionalista. Era el germen minúsculo que acabaría en árbol frondoso para dar sombra a todos. Pero los apóstoles, judíos todos de nacimiento y de mentalidad, tuvieron sus dudas acerca de los destinatarios del mensaje cristiano: si judíos solos o judíos y gentiles, igualados todos por la fe en Jesús y por el bautismo. El llamado "concilio de Jerusalén", celebrado el año 49, se hizo eco del problema buscando una solución consensuada.

San Pedro y San Pablo (c. 1605), de El Greco
Pero el gran paso adelante lo dio un judío llamado Pablo, que había nacido en Tarso (Asia Menor). Ciudadano romano, había estudiado en Jerusalén con el famoso rabino Gamaliel, y desplegó un gran celo en la defensa verbal y armada del judaísmo, llegando a perseguir violentamente a los seguidores de Jesús. Una fuerte vivencia personal cambió por completo su manera de pensar y se hizo cristiano en Damasco, capital de Siria, tomando el nombre romano de Paulus, Pablo. Nadie en la historia, a excepción de Jesús, iba a ser más determinante para el destino del cristianismo.
En sus incansables viajes misioneros por todo el Imperio Romano, San Pablo fundó numerosas iglesias locales, cuya fe alentó con sus cartas, que constituyen el primer testimonio escrito de la nueva religión y una parte sustancial del Nuevo Testamento. Aun siendo santa y santísima la ley de Moisés, afirma Pablo, no justifica ni santifica al hombre: eso lo hace la fe, como lo afirma el texto del Génesis 15, 6, que también aseguraba que todas las naciones serían bendecidas por el gran patriarca Abraham (Génesis 12, 3). La muerte de Jesús, interpretada a la luz de su resurrección, tenía un valor universal de rescate y reconciliación para todas las personas, cualesquiera que fuesen su nacionalidad, estado social y sexo: "Ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni libre; ya no hay varón ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gálatas 3, 28). Quedaba conjurado un cisma o ruptura inicial. No habría más que una Iglesia universal y única, cobijando a judíos y a gentiles, aunados en la única fe en Jesucristo. Ése era el hecho decisivo que borraba todas las desigualdades y diferencias.
La institucionalización
Todas las comunidades cristianas locales compartían la misma fe en Jesús y en la acción misteriosa de su Espíritu; todas practicaban los mismos ritos, que esencialmente consistían en la recepción del bautismo como ceremonia iniciática de admisión y la celebración de la Cena del Señor. Pero hasta finales del siglo I no constituyeron una verdadera sociedad institucionalizada. Antes de ello no hubo propiamente una clase sacerdotal, equivalente por ejemplo a la judía del templo de Jerusalén o a las que pululaban en torno a los cultos helenístico-romanos. La dirección colegiada corría a cargo de los "presbíteros" (ancianos), los "diáconos" (servidores) y los "obispos" (supervisores), hasta que estos últimos aparecen a la cabeza de cada comunidad eclesial. Hasta entonces la dirección de las Iglesias había estado en manos de personajes carismáticos especiales, como eran los apóstoles, los profetas y los doctores, contando las dotes espirituales más que las administrativas. El denominado "episcopado monárquico", con un solo obispo al frente de cada comunidad, se inicia finales del siglo I.
La palabra "obispo" procede del griego epískopos, "inspector", "vigilante". Un texto de los Hechos de los Apóstoles los entiende en el sentido de personas que se mantienen "vigilantes" para pastorear a la Iglesia del Señor. En la literatura neotestamentaria no se definen con claridad ni su estado ni sus funciones. Puede admitirse que en los primeros momentos las comunidades cristianas estuvieran regidas por un consejo de ancianos y que en una segunda etapa hubiera ya un solo anciano como dirigente de cada comunidad. En los últimos años del siglo I o en los primeros años del siglo II estaba ya generalizado el establecimiento de un obispo al frente y como responsable de cada una de las iglesias locales.
En los primeros tiempos, a juzgar por lo que dice Pablo, el gran núcleo de creyentes de las Iglesias lo formaban gentes de baja condición económica y social: "No hay muchos ricos, no hay muchos sabios..." Si para los desheredados el mensaje cristiano representaba una esperanza de salvación (como la habían representado los cultos mistéricos de la Roma helenizada), para los pudientes y "prudentes" los orígenes ignominiosos de una "secta" judía que además era objeto de persecución no podían resultar demasiado atractivos.
Desde Nerón hasta Diocleciano hubo dos siglos y medio de persecución sangrienta, motivada por la negativa de los cristianos a dar culto al emperador divinizado: se les veía como rebeldes al Imperio, como traidores de lesa majestad. Pero la abundancia de testigos de sangre, como eran los mártires, dio un tono heroico a la existencia cristiana y avivó su conciencia de identidad: los verdaderos cristianos eran los que sufrían pasión y muerte violentas como su Maestro y Señor. Tertuliano, un teólogo del norte de África, veía en la sangre de los mártires la semilla fecunda de cristianos.

Constantino I
La decisión política del emperador Constantino I el Grande de declarar religión lícita el cristianismo mediante el edicto de Milán (313) y convertirla a los pocos años en la religión oficial del Estado supuso un cambio radical para la Iglesia. Los obispos se convirtieron de hecho en funcionarios con poderes espirituales y administrativos, acentuando el carácter piramidal de las comunidades urbanas, a la vez que contribuían al fortalecimiento de las instituciones civiles y, en definitiva, a la estabilidad del Imperio Romano, con un solo Dios, un solo Cristo y un solo emperador.
Las grandes ciudades de Antioquía, Alejandría y Bizancio en el imperio de Oriente, y Roma, en el de Occidente, fueron centros de poder político y económico y sedes episcopales cristianas con autoridad imprecisa pero real sobre las demás. Junto con Jerusalén formaron los cinco patriarcados. Al trasladar Constantino la capital a Bizancio, que desde entonces se llamó Constantinopla, el obispo de Roma gozó de autonomía y poder muy superiores a los de cualquier otro. El prestigio histórico de haber sido Roma evangelizada por Pablo y por Pedro (cuyos cuerpos reposaban allí), reforzó la posición privilegiada de la diócesis romana, sin competencia en Occidente.
La doctrina cristiana
El cese de las persecuciones y el prestigio que representaba su condición de religión oficial facilitaron la expansión del cristianismo hasta los límites del Imperio. Pero al mismo tiempo, al multiplicarse las comunidades con gentes de todos los estratos sociales, resultaba más difícil mantener la unidad de las creencias. Tanto más cuanto que la incorporación al cristianismo de pensadores con personalidad introdujo la reflexión crítica sobre las creencias tradicionales.
Ya desde el siglo II se habían dado desviaciones por obra, sobre todo, de herejías gnósticas. Pero fue en el siglo IV cuando se sintió la necesidad de dar a la institución eclesiástica un depósito bien preciso de verdades indiscutibles, que se apoyaban en la tradición apostólica y que eran aceptadas por la totalidad o la mayoría de las Iglesias locales de más prestigio. Tales verdades se denominaron dogmas, formulados de forma sintética en los símbolos o credos. En principio se pretendió explicar con conceptos de la filosofía griega vigente las realidades que de una manera concreta aparecían en el Nuevo Testamento. Así, se incorporaron conceptos como naturaleza, sustancia, esencia y persona, que no figuraban en la Biblia pero que podían contribuir a su mejor esclarecimiento.
A la fijación de tales postulados fundamentales estaban orientados los concilios y los sínodos eclesiásticos. "Concilio" es palabra latina y "sínodo" vocablo griego, y ambas significan asamblea o reunión. En el lenguaje eclesiástico designan las asambleas de obispos, generalmente convocadas por el emperador, que discutían y definían verdades y fórmulas del credo cristiano. Dentro de ese mismo lenguaje, el concilio pasó a designar las asambleas en teoría ecuménicas (universales), o al menos con participación de obispos de varias regiones, mientras que el sínodo era de carácter más local y reducido.

El emperador Contantino y los
obispos en el concilio de Nicea
El primero de los concilios ecuménicos fue el de Nicea (325), que definió la divinidad del Hijo, poniéndola en el mismo plano que la del Padre, contra la doctrina del sacerdote alejandrino Arrio. Los ocho primeros concilios ecuménicos perseguían aclarar conceptos relativos a la Trinidad de Dios y a la personalidad de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Se celebraron en los nueve primeros siglos y su autoridad sigue siendo reconocida por católicos, ortodoxos y buena parte de las Iglesias reformadas.
Debido a la posición de la Iglesia desde el siglo IV en el Imperio Romano y desde el V en el Imperio Bizantino, los concilios estuvieron supervisados y a veces manipulados por el poder estatal (todos se celebraron en Oriente y cuatro en la capital, Constantinopla) y tuvieron en ocasiones hondas repercusiones de índole política y social. La proclamación de la maternidad divina de la Virgen María en el concilio de Éfeso (431), contra la opinión del patriarca constantinopolitano Nestorio, fue motivo de tumultos populares.
A lo largo de su primer milenio de existencia, el cristianismo fue desarrollándose de forma diferente en los imperios de Occidente y Oriente, y la lucha por el poder entre el Papa de Roma y el Patriarca de Constantinopla condujo al cisma de las dos iglesias (1050). En el imperio de Oriente se constituyó la Iglesia ortodoxa oriental, que se expandió hacia el Norte y evangelizó a los pueblos eslavos. En Roma se constituyó la Iglesia católica y su área de influencia abarcó Europa central y occidental. La Iglesia católica desarrolló un gobierno eclesiástico centralizado y estableció un sistema inmutable de dogmas. En el siglo XVI, la Reforma protestante quebrantó el poderío de la Iglesia y, a pesar de la Contrarreforma, en el norte de Europa florecieron las iglesias reformadas, que se escindieron en numerosas sectas. Hoy el movimiento ecuménico trata de unir de nuevo a todas las iglesias cristianas.
La reflexión teológica y la religiosidad monástica
La primera forma de pensamiento sistematizado la cultivaron los apologistas, con Justino Mártir a la cabeza, ya en los mismos finales del siglo I: se imponía la necesidad de defenderse contra los ataques judíos y paganos y de mejorar la imagen del cristianismo ante la clase pensante del Imperio. El tono polémico no desapareció nunca por completo, habida cuenta de la persistente floración de desviaciones o herejías dentro de la Iglesia; pero el acento cargó en la profundización del misterio cristiano para instrucción de los fieles.
Esa labor la llevaron a término los llamados padres de la Iglesia, con nombres tan ilustres como Orígenes, Tertuliano, San IreneoSan AtanasioSan Cirilo de Alejandría, San Cirilo de Jerusalén, los tres capadocios (Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno y Basilio), el milanés San Ambrosio, el antioqueno Juan Crisóstomo, los papas San León Magno y San Gregorio Magno, que unificaron desde el dogma a la música (canto gregoriano), el políglota San Jerónimo, que trabajó más que ninguno en la Biblia, el hispalense San Isidoro de Sevilla, primer "enciclopedista" de Occidente con sus Etimologías, y, por encima de todos en razón de su profundidad mental, su penetración psicológica y su enorme influencia, San Agustín, obispo de Hipona y autor de obras tan famosas como las Confesiones y La ciudad de Dios.

Agustín de Hipona en un fresco de Botticelli (c. 1480)
Junto a la religión institucionalizada, en las Iglesias egipcias empezó a abrirse paso un anhelo de religiosidad más íntima y alejada de las obligaciones familiares y sociales. Aspiraba a una huida del "mundo" de los hombres, que ya en el Nuevo Testamento (concretamente en Pablo y en Juan) aparecía como un poder contrario a Dios y a Cristo. Así nacieron los monjes, primero en total aislamiento y después en comunidades de anacoretas o retirados, dedicados a la penitencia y el ayuno, al trabajo físico y a la meditación espiritual. En Occidente difundió esa forma de vida ascética San Benito de Nursia (Italia), ordenándola con su Regla sensata y mesurada, que se resume en el binomio ora et labora (reza y trabaja). Fue la norma aceptada por todo el monacato occidental, que, con las ramas de Cluny (siglo X) y el Cister (siglo XV), llegó a ser el principal foco de religiosidad, arte y cultura en la Edad Media cristiana hasta la implantación de las universidades y la aparición de las órdenes mendicantes.

El Corán

El libro sagrado del Islam es el Corán; en él se expresa su credo y se incluye su ley. Su esencia y apariencia improfanables y trascendentales residen, para la fe musulmana, en contener la palabra de Alá revelada a su enviado o mensajero (rasul) Mahoma, quien la iba transmitiendo ("en lengua árabe clara", como dice el mismo Corán) a las personas de su alrededor como mensaje de salvación. Tales revelaciones tuvieron lugar de forma espaciada desde el año 610 de la era cristiana hasta el 632, en que murió. El nombre castellano procede directamente del árabe al-quran, palabra que significa "recitación" o, por extensión, "texto sagrado que se recita". Es un término emparentado con el siríaco, lengua en la que, todavía hoy, se designan las lecturas litúrgicas del rito maronita con la palabra qeryono. También se le conoce como Alkitab (El Libro), Furquan ("liberación", "salvación"), Kitab-ul-lah (Libro de Dios) y Al-tanzil (La Revelación).
Mahoma predicaba los textos que recibía por revelación, recitándolos y haciéndolos recitar a sus fieles, que los retenían de memoria y a veces los copiaban por escrito. Para ello se usaron soportes de toda clase: hojas de palma, fragmentos de hueso, pieles de animales, omóplatos de camellos, ostracas o cualquier otro objeto similar para escribirlas. Pertenecientes a una cultura de tradición oral, no sería difícil para los fieles de la nueva religión memorizar textos breves, bien rimados y rítmicos; sin duda quedarían grabados en la memoria con facilidad.
A la muerte de Mahoma, los musulmanes empezaron a reunir en manuscritos el conjunto de los textos coránicos existentes, suscitándose divergencias que fueron paliadas por la iniciativa del califa Uthman ibn Affan (644-656) de proceder a una redacción oficial, constituida como vulgata, con un texto consonántico característico que, sin embargo, no eliminó la posibilidad de que se produjesen diferentes "lecturas" (qiraat), cuyas variantes (no trascendentales) son compatibles con el texto consonántico de Uthman, y se concretan en ciertas divergencias de puntuación y vocalización. El texto consonántico de Uthman fue refundido en tiempos del califa omeya Abd al-Malik (685-705), y precisado con vocales y signos gráficos auxiliares, posiblemente durante el siglo VIII, pues Malik, el famoso alfaquí de Medina (muerto en el 795), sólo admitía tales signos en los ejemplares utilizados para la enseñanza.
El texto coránico se distribuye en 114 capítulos o azoras (suras), que, a su vez, están formados por versículos o aleyas (al-aya). Cada azora tiene un título, más o menos alusivo; la primera es la Fatiha o "apertura", breve oración, frecuentemente recitada, con tan sólo siete aleyas: "¡En el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso! Alabado sea Dios, señor del universo, el compasivo, el misericordioso, amo del día del juicio. Te adoramos, te pedimos ayuda. Condúcenos por la vía recta, la vía de aquellos a quienes das tu gracia, no la de quienes incurren en tu enfado ni la de quienes yerran". A esta azora inicial siguen las 113 restantes, dispuestas de mayor a menor longitud: así, la segunda azora (titulada "La vaca") tiene 286 aleyas, algunas extensas, y la última azora ("Los hombres") tiene sólo seis breves aleyas.

La primera azora del Corán
El título que encabeza cada una de las azoras está tomado o bien de uno de los temas tratados en ella o bien de una palabra u oración que en ella figure. A continuación se indica el lugar en que fue revelada, el número de aleyas o versículos de que consta y, finalmente, el basmalá ("En el nombre de Dios, Clemente y Misericordioso"), fórmula de invocación que inicia todas las azoras, excepto la nueve. Al principio de algunas azoras aparecen unas letra llamadas fawatih ("iniciales") o al-huruf al-muqatta ("letras cortadas"), de las que no se conoce su significado exacto; algunos investigadores, como Loth, consideran que son abreviaturas de apelativos divinos, mientras que otros, como Nöldeke, Hirschfeld y Buhlcreen, creen que se trata de la letra inicial o final del nombre de aquellos compañeros del profeta que todavía en vida de éste constituyeron sus propios corpus, lo que parece poco probable. Otros, como Zaki Mubarak, opinan que puede tratarse de notaciones musicales. Estas letras también se han interpretado desde perspectivas que intentan justificar y probar el carácter milagroso del Corán, como es el caso del erudito musulmán Baydawi.
Al estar colocados los 114 capítulos del Corán según la longitud de los mismos, el libro no sigue en sus materiales un orden temático, de modo que las referencias sobre una misma cuestión o aspecto se encuentran muchas veces dispersas entre varias azoras y aleyas, y ha de recurrirse a todas ellas para calibrar el conjunto de la doctrina coránica al respecto. Los textos del Corán tampoco están ordenados cronológicamente, siguiendo el curso temporal de la vida del Profeta en que se fueron sucediendo las revelaciones, con sus sucesivas estancias en La Meca y Medina. Desde muy pronto se realizaron propuestas de clasificación cronológica de las diversas azoras, sobre todo por el interés de distinguir los textos antiguos de los posteriores, ya que a veces hay desacuerdos entre unos y otros, y el contenido de un pasaje antiguo puede ser cambiado en otro revelado después. Ello dio lugar al procedimiento técnico de fijar los textos abrogados por otros ulteriores abrogantes.
Las azoras o capítulos suelen agruparse en cinco periodos. En el primer periodo mequí, que abarca cuarenta azoras, hay una presencia clara de la rima y del ritmo. En este periodo la presencia de Dios hace desaparecer al hombre. Dios no pretende dar un código de actuación sino restaurar un culto. Se insta a admirar la cosas creadas como signos del poder de Dios y se recuerdan los castigos que recibieron otros pueblos del pasado que no escucharon a sus profetas. El día del Juicio aparece como último argumento. En el segundo periodo, con 21 azoras, se empieza a jurar por el Corán en lugar de hacerlo por el sol, la luna, el cielo y otros entes naturales, y se desarrolla la historia de los antiguos profetas hebreos. A partir de este segundo periodo, también mequí, empiezan a encontrarse influencias judías que entraron por vía directa. En el tercer periodo, con 21 azoras, la argumentación se dirige a la generación que pide milagros para creer, sin saber ver que éstos se encuentran por todas partes.

Páginas de un Corán del siglo XIII
Los textos revelados en el cuarto periodo, considerado ya del periodo mediní, con 24 azoras, difieren en gran medida de los textos del periodo mequí. Mahoma es aquí un hombre de estado que se dirige a un grupo de creyentes. Su función es ahora enseñar y no convencer. El estilo pierde en ligereza y se vuelve difuso a lo largo de versículos muy largos. Por último, las azoras 2, 4, y 5 tratan fundamentalmente de la organización de la nueva sociedad y buena parte de su historia. Es una parte con una clara influencia hebrea.
Tanto en su contenido cuanto en su forma, el Corán, en tanto que palabra divina, es considerado perfecto. Su texto es también apreciado estéticamente, hecho que se manifiesta en el arte de su recitación, con sus diversas y melódicas interpretaciones, que pueden arrebatar al auditorio, y con el arte de su caligrafía, también estimable. Como pieza literaria sublime llegó a constituirse entre los musulmanes el dogma de su inimitabilidad. Para los fieles, el estilo del Corán es milagrosamente bello e imposible de imitar: cualquier traducción del Corán a otra lengua no puede sino desfigurar el texto. Tras largos debates, la mayoría de los teólogos musulmanes terminaron aceptando que las traducciones eran legítimas en la medida en que permitían acercarse a las "ideas" del Corán. Salvo en casos muy especiales, la ley prohíbe el empleo litúrgico de un Corán traducido. El Corán se encuentra así rodeado, en su fondo y en su forma, de un halo de respeto, fervor y esmero extraordinarios, presente siempre en la vida entera del musulmán, que procura preservarlo, centrando en él sus ideales y vivencias, y recurriendo a su lectura tanto de forma cotidiana como en ocasiones solemnes. El Corán aglutina y marca de forma primordial la civilización islámica, como gran eje de la misma.
El credo islámico
El Corán define las creencias del Islam y expresa su marco normativo esencial, siendo base principal de la regulación de la vida del creyente. La fe islámica se centra en creer en Alá, único dios, "sin asociado", todopoderoso, sabio, misericordioso, creador, remunerador en la otra vida y en el juicio final con la resurrección de los muertos. Estas creencias son las que principalmente se contienen y detallan en las azoras de La Meca, mientras que en las del período de Medina los contenidos suelen ser más normativos, dirigidos a la comunidad que allí regía el Profeta.
El Corán recuerda al ser humano su pequeñez frente a las maravillas de la naturaleza, obra de Dios, cuya grandeza y magnanimidad debe ser reconocida y adorada. El mensaje, en esencia, es que hay un solo Dios, creador de todas las cosas, que es el único al que hay que servir practicando un culto y observando una conducta correcta. Dios, siempre misericordioso, se ha dirigido a la humanidad para que le venere a través de múltiples profetas, a los que ha enviado para predicar su mensaje y que han sido rechazados de forma reiterada. El Corán confirma en varios pasajes la existencia de ángeles, demonios y genios (chinn). Junto a ello, el Corán recoge todo un conjunto de preceptos y recomendaciones éticas y morales, advertencias sobre la llegada del último día y del juicio final, historias sobre profetas anteriores a Mahoma y sobre los pueblos a los que fueron enviados, y preceptos relativos a la religión y a otras materias sociales, como el matrimonio, el divorcio o la herencia.

Página de un Corán de 1594 (Biblioteca
del Monasterio del Escorial)
Los temas generales del Corán y muchas de las historias ilustrativas comparten elementos y contenidos con las escrituras cristianas (como la leyenda de los siete durmientes) y judías, aunque a menudo se desarrollan de forma diferente. Son numerosos los detalles de las historias sobre los primeros profetas que se asemejan más a las versiones que se encuentran en los apócrifos judíos y cristianos que a las versiones encontradas en la Biblia. El mismo Corán afirma que ha venido a confirmar la aportación de las Sagradas Escrituras anteriores y menciona la Torá, los Salmos y los Evangelios, además de aludir también a unas "Hojas de Abraham". El monoteísmo coránico está en la misma tradición que el del judaísmo, y son muy numerosas las imágenes y expresiones que pueden encontrarse en el Corán y en la tradición bíblica. De hecho, los contemporáneos del Islam primitivo consideraban a éste como una secta más de las derivadas del tronco bíblico.
En general, el Corán se sitúa en el marco de la vida de los beduinos, pero también de los comerciantes, los navegantes y los pescadores, y no faltan, a pesar de la sobriedad y el estilo sucinto del Corán, alusiones a las caravanas de invierno y verano que los caravaneros de La Meca conducían a Adén o a Siria. La atmósfera propiamente árabe se puede identificar en cuestiones como la existencia de seres misteriosos llamados genios o la exaltación de la generosidad, de la bravura y de la solidaridad familiar. Son también características propias de los árabes la alta estima que profesan a la elocuencia y al estilo árabe. Ritos como el de la peregrinación a La Meca y las siete vueltas alrededor de la Kaaba dejan traslucir, igualmente, el aspecto propiamente árabe, dado el singular interés que las piedras y el número siete tienen en los cultos semitas.
Las prohibiciones relativas a territorios sagrados y a los animales que en ellos viven son también aspectos semitas que el Corán ha preservado, purificando los elementos incompatibles con el monoteísmo. Proceden también de la tradición árabe los meses sagrados, durante los cuales no estaban permitidas las hostilidades, así como los fragmentos más antiguos del Corán en los que aparecen pasajes de frases cortas terminadas siempre en la misma sílaba, seguramente una especie de oráculos al estilo árabe, que provocaron que los oponentes de Mahoma le acusaran de mago o adivino.
Excepto para el caso de la guerra santa, el Corán deja a los hombres en el marco de su vida cotidiana, exigiéndoles sólo que obren bien se encuentren donde se encuentren, que no cometan excesos, que utilicen mesuradamente los bienes que Dios les concede, y que sean capaces de desprenderse de su egoísmo para ayudar a los pobres o a la comunidad. Para los musulmanes el Corán, en tanto que palabra de Dios tal como fue revelada al profeta Mahoma para que sirviera de guía a todos los humanos, es la fuente fundamental de toda norma jurídica. Las normas jurídicas contenidas en el Corán son unas doscientas y están expuestas en diversas aleyas. Pese al corto número de normas, la labor de exégesis e inducción metodológica de las cuatro escuelas teológico-jurídicas (hanefí, malikí, chafeí y hambalí) darían lugar durante los siglos VII y VIII al sistema jurídico islámico. Una de las características del Corán que tiene su reflejo en toda la normativa del sistema jurídico islámico es la unicidad entre religión, moral y derecho. Los preceptos religiosos y morales e incluso determinados usos sociales forman una misma norma con el mismo efecto vinculante. Se hace difícil, pues, separar unas de otras.
Exégesis del Corán
El Corán se acepta entre la mayoría de los musulmanes como la palabra literal de Dios, y por eso es el centro en torno al que gravita el mundo islámico; su valor es comparable al que los judíos conceden a la Torá o al que la figura de Jesucristo tiene para el cristianismo. Entre las obligaciones religiosas de todo buen musulmán se incluye, junto a la oración diaria obligatoria, el recitar pasajes completos del Corán; asimismo, la educación seglar exige el aprenderlo de memoria. Los musulmanes consideran el texto del Corán como una de las fuentes principales de la cultura islámica, junto al Hadiz (tradición que recoge el comportamiento y prácticas del Profeta) y, para los chiítas, las enseñanzas de los imanes.
Hay en el Corán pasajes de compleja y divergente interpretación, lo cual se advierte incluso en la azora III, aleya 7: "Él [Alá] es Quien ha revelado la Escritura. Algunas de sus aleyas son unívocas y constituyen la Escritura Matriz; otras son equívocas. Los de corazón extraviado siguen las equívocas, por espíritu de discordia y por ganas de dar su propia interpretación. Pero nadie sino Dios conoce su interpretación". La importancia de la fijación y del correcto entendimiento del texto coránico constituyó la "ciencia del Corán" como materia clave de la cultura islámica, desarrollándose, entre otros aspectos, la disciplina de su interpretación, desde las bases gramaticales y léxicas hasta las dogmáticas y jurídicas. Son numerosos los comentarios del Corán, producidos desde todas las tendencias ortodoxas o sunníes (con sus diversas escuelas), chiíes y jariyíes; las exégesis sufíes toman proyecciones alegóricas. Estas obras de comentario e interpretación (tafsir) pueden ser reducidas o abarcar muchos volúmenes, como la de al-Tabari, que comprende treinta tomos.

Corán del siglo XII hallado en Tombuctú
Aunque algunos creyentes consideren que el Corán resume todo el Islam y que éste no puede encontrarse fuera de este texto sagrado, lo cierto es que la compleja realidad del mundo islámico se extiende más allá de sus páginas. Tampoco es posible afirmar, sin falsear la realidad, que el Corán represente el verdadero Islam sin tener en consideración las numerosas ampliaciones y glosas hechas al margen, juzgadas como corruptas por los más ortodoxos, y que se encuentran contenidas entre las enseñanzas musulmanas tradicionales. No es posible entender el Corán sin tener en cuenta la tradición exegética y de interpretación que se ha desarrollado en torno a él. Esta tradición resuelve y ayuda a comprender las complejas ambigüedades del Corán. Es esta tradición, incluso, la que da cuerpo a la creencia de que el Corán contiene una serie de revelaciones hechas a Mahoma.
La interpretación del Corán (tafsir), campo de investigación dentro del Islam que perdura todavía hoy desde sus inicios ya en la época del establecimiento del texto, en época de Uthman, ha dado a luz numerosos libros y tratados. Los distintos enfoques que se han producido en el intento por desentrañar el verdadero sentido del texto dieron lugar a tratados exegéticos de distinta naturaleza y perspectiva. Así, al-Tabari (muerto en 923) se basó en la tradición; al-Baydawí (muerto hacia 1291) y Nasafí (muerto en 1310) desarrollaron una exégesis lingüística; al-Razi (muerto en 1209) elaboró racionalmente los elementos anteriores. El hispanoárabe Abu Hayyan (muerto en 1345) también redactó un monumental tratado exegético sobre el Corán. Al-Talabí (muerto en 1038) analiza por orden en su obra sobre profetas todos los versículos del Corán que se refieren al tema.
El trabajo de al-Tabari analiza el Corán verso a verso y ofrece las diferentes opiniones que estudiosos de la época daban sobre la vocalización, la gramática, la lexicografía, la interpretación ética y moral, así como las relaciones del texto sagrado con la vida de Mahoma. Los diferentes puntos de vista están recogidos sin ningún tipo de comentario, aunque es frecuente que al-Tabari indique cuál de ellos goza de su predilección. Este exhaustivo procedimiento de al-Tabari ha sido seguido por numerosos comentarios posteriores, aunque otros han preferido seguir criterios de simplicidad y brevedad, escogiendo para comentarlos sólo algunos versos, o eligiendo un único tema para su estudio, como puede ser el vocabulario del Corán, tema de una considerable complejidad y dificultad debido a sus implicaciones de carácter teológico, además de la dificultad que le es propiamente intrínseca. En general, el texto sagrado del islam se considera en relación con el contexto de la vida del Profeta, y se le concede, a partir de esta premisa, un alcance universal y atemporal.
Los pasajes relacionados con la vida de Mahoma se entiende que fueron revelados en conexión con incidentes específicos de su vida o para resolver problemas concretos a los que se enfrentaba. Algunos investigadores fuera del ámbito musulmán han señalado el procedimiento de tipo midrásico conforme al cual determinados aspectos de la vida de Mahoma se han creado a partir de algunos pasajes del texto sagrado. Según esta corriente interpretativa, este procedimiento guarda bastante semejanza con el modo en que la tradición judía fabricó las historias del Midrás a partir de personajes bíblicos, mientras se componía el texto bíblico. De ser así, el explicar el Corán mediante referencias a la biografía del Profeta sería un modo de razonamiento circular, considerado en términos científicos como una seria amenaza a la validez del argumento.

Corán del siglo XI (British Museum, Londres)
Las interpretaciones del Corán reflejan con frecuencia las divergencias y distintas tendencias que se dan en el seno de la comunidad musulmana. Es especialmente llamativa la diferencia entre la interpretación chiíta de algunos versos en concreto y la interpretación sunnita, pues los chiítas encuentran en los versos coránicos referencias al estatuto especial de Alí ibn Abi Talib y los imanes, mientras que los sunnitas no encuentran tales referencias. Según los chiíes, el califa Uthman suprimió del Corán los fragmentos que hacían referencia a Alí y a sus derechos a suceder a Mahoma en sus tareas políticas y religiosas, acusación que no parece fundamentada.
La naturaleza de palabra de Dios increada y eterna que se atribuye al Corán, frente a la consideración del mismo como algo creado en el tiempo, fue uno de los más encendidos temas de discusión en los orígenes del islam. Esta discusión incluía cuestiones de teología con graves y serias consecuencias en el campo político referentes a la autoridad relativa de los califas y los estudiosos de la religión (ulemas). Aunque ha prevalecido la consideración del Corán como algo no creado, los chiítas se han opuesto a ella. Estas divergencias han llevado a que tanto reformistas como fundamentalistas interpreten el texto de manera partidista, de modo que éste se amolde adecuadamente a sus (en muchas ocasiones) contradictorios puntos de vista. Dentro de las corrientes interpretativas no faltan quienes llegan a afirmar que el Corán se ajusta a muchas de las ideas que defiende la ciencia moderna, e incluso a asegurar que en realidad las predice. La misma naturaleza oscura del texto coránico propicia, sin duda, la aparición de este tipo de interpretaciones tan distintas, divergentes y, a menudo, contradictorias.