El cristianismo es en la actualidad la religión con mayor número de adeptos en todo el mundo: casi una tercera parte de la humanidad es cristiana (en torno a los dos mil millones de personas) y por su capacidad de adaptación se halla presente en todos los continentes. A lo largo de los dos mil años de su historia, aparecieron en su seno diferencias y escisiones que han dado lugar a una pluralidad de Iglesias. Todas ellas coinciden en unas creencias fundamentales (la unidad de Dios y la mesianidad y divinidad de Jesús), pero difieren en la estructura institucional, la valoración de determinadas tradiciones bíblicas y eclesiásticas y el ordenamiento de los ritos comunitarios.
Pueden establecerse tres grandes bloques a los que, prescindiendo de diferencias menores dentro de cada grupo, podemos denominar cristianismo católico, ortodoxo oriental y reformado o protestante. Esas tres grandes Iglesias (Católica, Ortodoxa y Protestante) comparten esencialmente las mismas escrituras sagradas (la Biblia) y surgen después de un primer milenio de cristianismo indiviso, aunque no exento de herejías que sufrieron marginaciones y persecuciones.
Orígenes del cristianismo
Conocemos los orígenes y formación del cristianismo por, en primer lugar, los libros del Nuevo Testamento, que refieren la vida y muerte de Jesús de Nazaret y algunos hechos relativos al establecimiento de la Iglesia. Aun siendo escritos de creyentes en el mensaje cristiano, y no tratarse, en consecuencia, de testimonios imparciales, muchos de sus informes responden perfectamente a la ideología y las costumbres del medio judío y el mundo helenístico-romano en que se sitúan los hechos. Por otra parte, aunque representen una defensa de la realidad cristiana, constituyen un testimonio palpitante y sincero más que una apología a toda costa. Basta pensar en el papel poco airoso que repetidas veces representan en los evangelios los primeros dirigentes de la comunidad, los apóstoles de Jesús: obtusos, egoístas, cobardes y hasta desleales al Maestro. El retrato del propio Jesús rebosa humanidad incluso en su misma actividad taumatúrgica de curar enfermos y expulsar demonios.
El Evangelio de San Lucas intenta conectar el hecho cristiano con algunos acontecimientos de la historia universal: "En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea..." (Lucas 3, 1) inició San Juan Bautista su actividad de predicador, exhortando al pueblo a la conversión de sus pecados y a recibir un bautismo de penitencia, que él administraba en las aguas del Jordán.
El bautismo de Cristo (1723), de Francesco Trevisani
Allí acudió Jesús para ser bautizado por Juan. Y, tras retirarse al desierto para un período de meditación de cuarenta días, Jesús dio comienzo a su ministerio público, que se prolongaría unos tres años, según el cómputo más probable. De entre los primeros seguidores eligió a doce, a los que llamó "apóstoles" o emisarios, porque pronto los enviaría a predicar su mensaje, que en esencia decía: "Se ha cumplido el tiempo; el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el evangelio" (Marcos 1, 15). Todo en un lenguaje que sólo era accesible a los creyentes de Israel, pues eran expresiones e ideas del Antiguo Testamento.
Jesús enseñaba en las sinagogas, las plazas, los campos y a orillas del lago galileo de Genezaret, comentando pasajes de los profetas y preceptos de la Ley, con gran aceptación del público sencillo y con recelo primero y con hostilidad después por parte de los dirigentes religiosos y del sacerdocio oficial, representados por las sectas de los fariseos y los saduceos. Su mensaje del reino de Dios se envolvía en parábolas o comparaciones tomadas de la vida agraria y doméstica que captaban la atención de los oyentes por su tono vivo y familiar.
Jesús y sus primeros discípulos veían su actividad misionera como el cumplimiento de los vaticinios de los profetas que anunciaban la liberación de los pobres, los oprimidos y los enfermos. Desde el primer momento tomó el partido del pueblo y de los pecadores y marginados con una apertura y humanidad que irritaban la mentalidad legalista de los bienpensantes. La irritación subió de tono ante la autoridad personal con que Jesús exponía sus ideas sin recurrir a la autoridad de los maestros. El clamor de la gente era que nadie había hablado como él ni nadie había tenido sus poderes milagrosos para curar a los enfermos.
El Sermón de la Montaña (Mateo 5-7; Lucas 6, 20-49) resume el mensaje religioso y ético de Jesús, al paso que define su manera de actuar, que nada tenía que ver con un mesianismo violento y belicoso, como esperaban y anhelaban los zelotas en su odio contra Roma. Después de la que se ha llamado "crisis galilaica", por la cual las gentes desilusionadas de su pacifismo volvieron la espalda a Jesús, no era difícil prever un desenlace trágico. Jesús tuvo conciencia de ello y anunció repetidas veces su pasión y muerte a los discípulos, como testifican al unísono los tres primeros evangelios.
Entrada de Jesús en Jerusalem (c. 1620),
de Pedro Orrente
Con su entrada festiva y pacífica en Jerusalén cabalgando un asno, Jesús defraudó por completo a los violentos, aunque la simpatía del pueblo exacerbó aún más la envidia y los temores de los dirigentes judíos. En vísperas de la gran fiesta religiosa de la primavera, celebró la cena pascual con sus discípulos, dando a su muerte un carácter sacrificial de expiación, que ya anteriormente había sugerido. El rito iba a repetirse con sus elementos esenciales del pan y del vino en la cena del Señor o eucaristía cristiana.
Los criados del sumo sacerdote Caifás y de otros jerarcas lo apresaron en el Monte de los Olivos, al este de Jerusalén. Los dirigentes judíos lo condenaron por blasfemo, señalando que se hacía pasar por Mesías e Hijo de Dios, y lo acusaron ante el procurador romano de rebeldía contra Roma. Y Poncio Pilato lo condenó a muerte de cruz. La sentencia se ejecutó probablemente el 7 de abril del año 30 de la era cristiana.
La expansión del cristianismo
Todo parecía haber acabado de la forma más lastimosa: el héroe clavado en una cruz y sus discípulos desilusionados en sus esperanzas, huidos y escondidos por temor a las represalias de los dirigentes del pueblo. Pero al tercer día algunas mujeres creyentes, con María Magdalena a la cabeza, sobresaltaron a San Pedro y a otros discípulos anunciándoles que el Señor había resucitado y que lo habían visto vivo. Los propios discípulos comprobaron el suceso y pronto se reunieron y salieron a la calle proclamando impávidos el hecho portentoso. Al testimonio de Jesús, que ellos habían aceptado, se sumaba ahora su testimonio personal y decidido, que muchos aceptaron entrando en la nueva comunidad religiosa mediante la confesión de creyente en Jesús y a través del rito del bautismo en su nombre.
Los primeros adeptos eran judíos monoteístas, que no vieron dificultad alguna en conciliar su monoteísmo con la fe en Jesús como Mesías davídico y como Hijo de Dios. Pronto se sumaron al grupo personas procedentes de la gentilidad, a las que el proselitismo judío había acercado a la fe israelita y que se llamaban "prosélitos" o "temerosos de Dios". Por motivos de peregrinación y de comercio había muchos en Jerusalén, y al poco tiempo su número igualaba al de los cristianos descendientes de Abraham.
Jesús había limitado su actividad predicadora y curativa "a las ovejas de la casa de Israel", con apenas alguna breve incursión en el territorio pagano de Fenicia. Sin embargo, su mensaje de amor universal, del reino de Dios que acogía a todos y del Padre celestial que lo era de todos los hombres, rompía cualquier frontera nacionalista. Era el germen minúsculo que acabaría en árbol frondoso para dar sombra a todos. Pero los apóstoles, judíos todos de nacimiento y de mentalidad, tuvieron sus dudas acerca de los destinatarios del mensaje cristiano: si judíos solos o judíos y gentiles, igualados todos por la fe en Jesús y por el bautismo. El llamado "concilio de Jerusalén", celebrado el año 49, se hizo eco del problema buscando una solución consensuada.
San Pedro y San Pablo (c. 1605), de El Greco
Pero el gran paso adelante lo dio un judío llamado Pablo, que había nacido en Tarso (Asia Menor). Ciudadano romano, había estudiado en Jerusalén con el famoso rabino Gamaliel, y desplegó un gran celo en la defensa verbal y armada del judaísmo, llegando a perseguir violentamente a los seguidores de Jesús. Una fuerte vivencia personal cambió por completo su manera de pensar y se hizo cristiano en Damasco, capital de Siria, tomando el nombre romano de Paulus, Pablo. Nadie en la historia, a excepción de Jesús, iba a ser más determinante para el destino del cristianismo.
En sus incansables viajes misioneros por todo el Imperio Romano, San Pablo fundó numerosas iglesias locales, cuya fe alentó con sus cartas, que constituyen el primer testimonio escrito de la nueva religión y una parte sustancial del Nuevo Testamento. Aun siendo santa y santísima la ley de Moisés, afirma Pablo, no justifica ni santifica al hombre: eso lo hace la fe, como lo afirma el texto del Génesis 15, 6, que también aseguraba que todas las naciones serían bendecidas por el gran patriarca Abraham (Génesis 12, 3). La muerte de Jesús, interpretada a la luz de su resurrección, tenía un valor universal de rescate y reconciliación para todas las personas, cualesquiera que fuesen su nacionalidad, estado social y sexo: "Ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni libre; ya no hay varón ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gálatas 3, 28). Quedaba conjurado un cisma o ruptura inicial. No habría más que una Iglesia universal y única, cobijando a judíos y a gentiles, aunados en la única fe en Jesucristo. Ése era el hecho decisivo que borraba todas las desigualdades y diferencias.
La institucionalización
Todas las comunidades cristianas locales compartían la misma fe en Jesús y en la acción misteriosa de su Espíritu; todas practicaban los mismos ritos, que esencialmente consistían en la recepción del bautismo como ceremonia iniciática de admisión y la celebración de la Cena del Señor. Pero hasta finales del siglo I no constituyeron una verdadera sociedad institucionalizada. Antes de ello no hubo propiamente una clase sacerdotal, equivalente por ejemplo a la judía del templo de Jerusalén o a las que pululaban en torno a los cultos helenístico-romanos. La dirección colegiada corría a cargo de los "presbíteros" (ancianos), los "diáconos" (servidores) y los "obispos" (supervisores), hasta que estos últimos aparecen a la cabeza de cada comunidad eclesial. Hasta entonces la dirección de las Iglesias había estado en manos de personajes carismáticos especiales, como eran los apóstoles, los profetas y los doctores, contando las dotes espirituales más que las administrativas. El denominado "episcopado monárquico", con un solo obispo al frente de cada comunidad, se inicia finales del siglo I.
La palabra "obispo" procede del griego epískopos, "inspector", "vigilante". Un texto de los Hechos de los Apóstoles los entiende en el sentido de personas que se mantienen "vigilantes" para pastorear a la Iglesia del Señor. En la literatura neotestamentaria no se definen con claridad ni su estado ni sus funciones. Puede admitirse que en los primeros momentos las comunidades cristianas estuvieran regidas por un consejo de ancianos y que en una segunda etapa hubiera ya un solo anciano como dirigente de cada comunidad. En los últimos años del siglo I o en los primeros años del siglo II estaba ya generalizado el establecimiento de un obispo al frente y como responsable de cada una de las iglesias locales.
En los primeros tiempos, a juzgar por lo que dice Pablo, el gran núcleo de creyentes de las Iglesias lo formaban gentes de baja condición económica y social: "No hay muchos ricos, no hay muchos sabios..." Si para los desheredados el mensaje cristiano representaba una esperanza de salvación (como la habían representado los cultos mistéricos de la Roma helenizada), para los pudientes y "prudentes" los orígenes ignominiosos de una "secta" judía que además era objeto de persecución no podían resultar demasiado atractivos.
Desde Nerón hasta Diocleciano hubo dos siglos y medio de persecución sangrienta, motivada por la negativa de los cristianos a dar culto al emperador divinizado: se les veía como rebeldes al Imperio, como traidores de lesa majestad. Pero la abundancia de testigos de sangre, como eran los mártires, dio un tono heroico a la existencia cristiana y avivó su conciencia de identidad: los verdaderos cristianos eran los que sufrían pasión y muerte violentas como su Maestro y Señor. Tertuliano, un teólogo del norte de África, veía en la sangre de los mártires la semilla fecunda de cristianos.
Constantino I
La decisión política del emperador Constantino I el Grande de declarar religión lícita el cristianismo mediante el edicto de Milán (313) y convertirla a los pocos años en la religión oficial del Estado supuso un cambio radical para la Iglesia. Los obispos se convirtieron de hecho en funcionarios con poderes espirituales y administrativos, acentuando el carácter piramidal de las comunidades urbanas, a la vez que contribuían al fortalecimiento de las instituciones civiles y, en definitiva, a la estabilidad del Imperio Romano, con un solo Dios, un solo Cristo y un solo emperador.
Las grandes ciudades de Antioquía, Alejandría y Bizancio en el imperio de Oriente, y Roma, en el de Occidente, fueron centros de poder político y económico y sedes episcopales cristianas con autoridad imprecisa pero real sobre las demás. Junto con Jerusalén formaron los cinco patriarcados. Al trasladar Constantino la capital a Bizancio, que desde entonces se llamó Constantinopla, el obispo de Roma gozó de autonomía y poder muy superiores a los de cualquier otro. El prestigio histórico de haber sido Roma evangelizada por Pablo y por Pedro (cuyos cuerpos reposaban allí), reforzó la posición privilegiada de la diócesis romana, sin competencia en Occidente.
La doctrina cristiana
El cese de las persecuciones y el prestigio que representaba su condición de religión oficial facilitaron la expansión del cristianismo hasta los límites del Imperio. Pero al mismo tiempo, al multiplicarse las comunidades con gentes de todos los estratos sociales, resultaba más difícil mantener la unidad de las creencias. Tanto más cuanto que la incorporación al cristianismo de pensadores con personalidad introdujo la reflexión crítica sobre las creencias tradicionales.
Ya desde el siglo II se habían dado desviaciones por obra, sobre todo, de herejías gnósticas. Pero fue en el siglo IV cuando se sintió la necesidad de dar a la institución eclesiástica un depósito bien preciso de verdades indiscutibles, que se apoyaban en la tradición apostólica y que eran aceptadas por la totalidad o la mayoría de las Iglesias locales de más prestigio. Tales verdades se denominaron dogmas, formulados de forma sintética en los símbolos o credos. En principio se pretendió explicar con conceptos de la filosofía griega vigente las realidades que de una manera concreta aparecían en el Nuevo Testamento. Así, se incorporaron conceptos como naturaleza, sustancia, esencia y persona, que no figuraban en la Biblia pero que podían contribuir a su mejor esclarecimiento.
A la fijación de tales postulados fundamentales estaban orientados los concilios y los sínodos eclesiásticos. "Concilio" es palabra latina y "sínodo" vocablo griego, y ambas significan asamblea o reunión. En el lenguaje eclesiástico designan las asambleas de obispos, generalmente convocadas por el emperador, que discutían y definían verdades y fórmulas del credo cristiano. Dentro de ese mismo lenguaje, el concilio pasó a designar las asambleas en teoría ecuménicas (universales), o al menos con participación de obispos de varias regiones, mientras que el sínodo era de carácter más local y reducido.
El emperador Contantino y los
obispos en el concilio de Nicea
El primero de los concilios ecuménicos fue el de Nicea (325), que definió la divinidad del Hijo, poniéndola en el mismo plano que la del Padre, contra la doctrina del sacerdote alejandrino Arrio. Los ocho primeros concilios ecuménicos perseguían aclarar conceptos relativos a la Trinidad de Dios y a la personalidad de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Se celebraron en los nueve primeros siglos y su autoridad sigue siendo reconocida por católicos, ortodoxos y buena parte de las Iglesias reformadas.
Debido a la posición de la Iglesia desde el siglo IV en el Imperio Romano y desde el V en el Imperio Bizantino, los concilios estuvieron supervisados y a veces manipulados por el poder estatal (todos se celebraron en Oriente y cuatro en la capital, Constantinopla) y tuvieron en ocasiones hondas repercusiones de índole política y social. La proclamación de la maternidad divina de la Virgen María en el concilio de Éfeso (431), contra la opinión del patriarca constantinopolitano Nestorio, fue motivo de tumultos populares.
A lo largo de su primer milenio de existencia, el cristianismo fue desarrollándose de forma diferente en los imperios de Occidente y Oriente, y la lucha por el poder entre el Papa de Roma y el Patriarca de Constantinopla condujo al cisma de las dos iglesias (1050). En el imperio de Oriente se constituyó la Iglesia ortodoxa oriental, que se expandió hacia el Norte y evangelizó a los pueblos eslavos. En Roma se constituyó la Iglesia católica y su área de influencia abarcó Europa central y occidental. La Iglesia católica desarrolló un gobierno eclesiástico centralizado y estableció un sistema inmutable de dogmas. En el siglo XVI, la Reforma protestante quebrantó el poderío de la Iglesia y, a pesar de la Contrarreforma, en el norte de Europa florecieron las iglesias reformadas, que se escindieron en numerosas sectas. Hoy el movimiento ecuménico trata de unir de nuevo a todas las iglesias cristianas.
La reflexión teológica y la religiosidad monástica
La primera forma de pensamiento sistematizado la cultivaron los apologistas, con Justino Mártir a la cabeza, ya en los mismos finales del siglo I: se imponía la necesidad de defenderse contra los ataques judíos y paganos y de mejorar la imagen del cristianismo ante la clase pensante del Imperio. El tono polémico no desapareció nunca por completo, habida cuenta de la persistente floración de desviaciones o herejías dentro de la Iglesia; pero el acento cargó en la profundización del misterio cristiano para instrucción de los fieles.
Esa labor la llevaron a término los llamados padres de la Iglesia, con nombres tan ilustres como Orígenes, Tertuliano, San Ireneo, San Atanasio, San Cirilo de Alejandría, San Cirilo de Jerusalén, los tres capadocios (Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno y Basilio), el milanés San Ambrosio, el antioqueno Juan Crisóstomo, los papas San León Magno y San Gregorio Magno, que unificaron desde el dogma a la música (canto gregoriano), el políglota San Jerónimo, que trabajó más que ninguno en la Biblia, el hispalense San Isidoro de Sevilla, primer "enciclopedista" de Occidente con sus Etimologías, y, por encima de todos en razón de su profundidad mental, su penetración psicológica y su enorme influencia, San Agustín, obispo de Hipona y autor de obras tan famosas como las Confesiones y La ciudad de Dios.
Agustín de Hipona en un fresco de Botticelli (c. 1480)
Junto a la religión institucionalizada, en las Iglesias egipcias empezó a abrirse paso un anhelo de religiosidad más íntima y alejada de las obligaciones familiares y sociales. Aspiraba a una huida del "mundo" de los hombres, que ya en el Nuevo Testamento (concretamente en Pablo y en Juan) aparecía como un poder contrario a Dios y a Cristo. Así nacieron los monjes, primero en total aislamiento y después en comunidades de anacoretas o retirados, dedicados a la penitencia y el ayuno, al trabajo físico y a la meditación espiritual. En Occidente difundió esa forma de vida ascética San Benito de Nursia (Italia), ordenándola con su Regla sensata y mesurada, que se resume en el binomio ora et labora (reza y trabaja). Fue la norma aceptada por todo el monacato occidental, que, con las ramas de Cluny (siglo X) y el Cister (siglo XV), llegó a ser el principal foco de religiosidad, arte y cultura en la Edad Media cristiana hasta la implantación de las universidades y la aparición de las órdenes mendicantes.