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jueves, 13 de febrero de 2020

Gengis Kan


Quien estaba llamado a forjar el más vasto imperio que ha conocido la humanidad nació en las desoladas estepas de Mongolia, allí donde el frío y el viento hacen a los hombres duros como el diamante, insensibles como las piedras y tenaces como la hierba áspera que crece bajo la nieve helada. El pueblo mongol era uno de los pueblos nómadas más pequeños que vagaban con sus rebaños por los confines del desierto de Gobi, en busca de pastos. Cada uno tenía su propio kan o príncipe, encargado de cuidar que en su territorio reinase un cierto orden.
Los kiutes, tribus del suroeste del lago Baikal, habían elegido como jefe a Yesugei, quien había conseguido reunir bajo su mando unas cuarenta mil tiendas. Al volver de una batalla contra los tártaros, el guerrero se encontró con que su favorita, Oelon-Eke (Madre Nube), le había dado un heredero, al que llamaron Temujin. El niño tenía en la muñeca una mancha encarnada, por lo que el chamán pronosticó que sería un famoso guerrero. Años después, en efecto, Temujin se convertiría en Gengis Kan, el célebre conquistador mongol. Su nacimiento figura en los anales chinos en el año 1162, Año del Caballo.
Tenía nueve años cuando su padre, según la costumbre mongólica, lo llevó consigo en una larga marcha para buscarle esposa. Atravesaron las vastas estepas y el desierto de Gobi, y llegaron a la región donde vivían los chungiratos, lindando con la muralla china. Allí encontraron a Burte, una niña de su edad que, según la tradición, sería «la esposa madre que le fue entregada por su noble padre».
El destino de Temujin sufrió un grave revés cuando Yesugei, su padre, murió envenenado por los tártaros. Tenía entonces trece años y tuvo que asistir a la ruina de los suyos, ya que las tribus que se habían reunido alrededor de su padre comenzaron a desertar, pues no querían prestar obediencia a una mujer ni a un muchacho. Pronto Oelon-Eke se vio sola con sus hijos. Tenían que reunir ellos mismos el mermado rebaño que les quedaba, y comer pescado y raíces en lugar de la dieta habitual de carnero y leche de yegua. Fue una época de verdadera penuria en la que un tejón constituía una pieza de enorme valor, por la que los hermanos podían enfrentarse a muerte entre sí.
La situación se agravó aún más cuando la familia se vio atacada por el jefe de la tribu de los taieschutos, Tartugai, quien le condujo a su campamento amordazado por un pesado yugo de madera al cuello y vendado por las muñecas para ser vendido como esclavo. Temujin pudo liberarse una noche: derribó a su guardián y le aplastó el cráneo con el yugo, y se escondió en el cauce seco de un arroyo del que no salió hasta el amanecer. Después de convencer a un cazador errante para que le liberase del yugo y le ocultase por un tiempo prudente, Temujin pudo regresar a su campamento. Esta hazaña le dio gran fama entre los demás clanes, y de todas partes comenzaron a llegar jóvenes mongoles para unirse a él.

Representación de Gengis Kan sobre un tapiz
La vida de Gengis Kan es una serie ininterrumpida de batallas victoriosas: la primera la libró contra los merkitas, en castigo por haber raptado a Burte, su mujer, y el éxito se lo debió a la ayuda que le brindó la tribu de los keraitos, un pueblo turcomongol que contaba con muchos cristianos nestorianos y musulmanes. El jefe de los keraitos, Toghrul, puso a su disposición una tropa numerosa para atacar a los merkitas, y cuenta la «saga mongola» que, como resultado de la expedición punitoria, trescientos hombres fueron pasados a cuchillo y las mujeres fueron convertidas en esclavas.
Después de vencer a los merkitas, el futuro Gengis Kan ya no se encontró solo: tribus enteras se unieron a él. Su campamento crecía día a día y a su alrededor se forjaban ambiciosos planes, como el de hacer la guerra a Tartugai. En 1188 logró reunir un ejército de 13.000 hombres para enfrentarse a los 30.000 guerreros de Tartugai, y los derrotó cómodamente, señalando así el que sería su destino: luchar siempre contra enemigos muy superiores en número y vencerlos. De resultas de esta victoria volvió a establecerse nuevamente en los territorios de su familia, cerca del río Onón, y todas las tribus que a la muerte de su padre le habían abandonado volvieron a reunirse a su alrededor, reconociéndolo como único jefe legítimo.
Rey de los mongoles
Corría el año 1196, y entre los mongoles corrió la voz de que había llegado el momento de elegir un nuevo rey de los mongoles entre los jefes de los campamentos. Cuando el chamán declaró que el Eterno Cielo Azul había destinado a Temujin para tal cargo nadie se opuso, y la elección del nuevo kan, que entonces contaba con veintiocho años de edad, fue celebrada con gran esplendor. Temujin se preocupó ante todo de fortalecer su propia tribu, de constituir un verdadero ejército y también de estar informado de cuanto acaecía en sus tribus vasallas.
Bajo su mandato logró unificar a todas las tribus mongoles para ir a la guerra contra los pueblos nómadas del sur, los tártaros, y les infligió una severa derrota en 1202. En recompensa el emperador chino, enemigo acérrimo de los tártaros, le concedió el título de Tschaochuri, plenipotenciario entre los rebeldes de la frontera. Su alianza con el kan de los keraitos, por otra parte, le daba cada vez mayor poder. Los pueblos que no se le sometían eran derrotados en el campo de batalla y empujados hacia la selva o los desiertos, y sus propiedades repartidas a manos de los vencedores. Así la fama de los mongoles eclipsó la de todas las demás tribus, expandiéndose hasta los confines de las estepas.

Gengis Kan encabezando sus tropas
Pero la ambición de su jefe llegaba más lejos: en 1203 se volvió contra sus antiguos aliados, los keraitos: atacó a Toghrul por sorpresa con el apoyo de las tribus del este y aniquiló al ejército que tantas veces le había ayudado. Al año siguiente dirigió la lucha contra los naimanos, turcos de Mongolia occidental que vivían en las montañas de Altai. Esta vez el jefe mongol dio muestras de una magnanimidad poco habitual en él, esforzándose por favorecer el cruce de ambos pueblos y conseguir que el suyo asimilara la cultura superior de los vencidos. Pero no era ésta su acostumbrada norma de conducta, ya que el jefe mongol reunía todas las características del guerrero despiadado y cruel, afecto a las ejecuciones colectivas y a la destrucción sistemática de los territorios conquistados. Con los suyos, Temujin era también inexorable y despiadado como la estepa y su terrible clima. Invariablemente mataba a cuantos pretendían compartir con él el poder o simplemente le desobedecían.
Tal fue el caso de Yamuga, su primo y compañero de juegos en la infancia, con quien había compartido el lecho en los días de adversidad y repartido fraternalmente los escasos alimentos de que disponían. Disconforme con su papel de subordinado, Yamuga le plantó cara y, tras diversas escaramuzas, se refugió en las montañas seguido únicamente por cinco hombres. Un día, cansados de huir, sus compañeros se arrojaron sobre él, le ataron sólidamente a su caballo y le entregaron a Temujin. Cuando los dos primos se encontraron, Yamuga reprochó a Temujin que tratara con aquellos cinco felones que habían osado alzar la mano contra su señor. Reconociendo la justicia de tales críticas, Temujin ordenó detener a los traidores y decapitarlos. Seguidamente, sin inmutarse, dio orden de que estrangularan a su querido primo.
Emperador universal
En el 1206, Año de la Pantera, cuando ya todas las tribus de la Alta Mongolia estaban bajo su dominio, Temujin se hizo nombrar Gran Kan, o emperador de emperadores, con el hombre de Gengis. En el curso de una importante asamblea de jefes, Temujin expuso su idea de que el interés general exigía nombrar un kan supremo, capaz de reunir toda la fuerza nómada y lanzarla a la conquista de ciudades fabulosas, de llanuras salpicadas de prósperas casas de labranza y de puertos riquísimos donde atracaban los navíos extranjeros. Ante la enumeración de estas posibilidades, los mongoles se estremecieron de codicia. ¿Quién podía ser ese caudillo de caudillos? El nombre de Temujin, que ya había sido aclamado jefe de una importante confederación de tribus y era a la vez respetado y temido, voló de boca en boca. Oponerse a su idea podía ser peligroso, y apoyarla no era sino consagrar un estado de cosas y quizás conseguir grandes botines.
A su lado, en la ceremonia de coronación, estaban su esposa Burte y los cuatro hijos varones que habla tenido con ella: Yuci, Yagatay, Ogodei y Tuli. Eran los únicos de sus descendientes que podían heredar el titulo de Gran Kan, privilegio que no alcanzaba a los que había tenido con sus otras esposas (entre ellas, algunas princesas chinas y persas), ni tampoco a los de su favorita, Chalan, la princesa merkita que solía acompañarlo en sus campañas guerreras. Tras su coronación, se rodeó de una insobornable guardia personal y comenzó a enseñar a sus antiguos camaradas lo que él entendía por disciplina.

La proclamación de Gengis Kan
Gengis Kan dedicó sus esfuerzos a poner orden en las estepas, imponiendo una severa jerarquía en el mosaico de tribus y territorios que se hallaban bajo su dominio. Reinó de acuerdo a las leyes fijas del severo código mongol conocido con el nombre de Yasa, que sirvió de base para las instituciones civiles y militares, y organizó su reino de modo que sirviese exclusivamente para la guerra. Inculcó a sus súbditos la idea de nación y les puso a trabajar en la producción de alimentos y material bélico para su ejército, reduciendo sus necesidades al mínimo exigido por la vida diaria con objeto de que todos los esfuerzos y las riquezas sirviesen para sostener a los combatientes.
Con ellas pudo crear un verdadero estado en armas, en el que cada hombre, tanto en tiempos de paz como de guerra, estaba movilizado desde los quince hasta los setenta años. También las mujeres entraban en la organización con su trabajo, y para ello les concedió derechos desconocidos en otros países orientales, como el de propiedad. El fin de dicho andamiaje social y político estaba destinado a lograr el eterno objetivo de los nómadas: apoderarse del imperio chino, detrás de la Gran Muralla. Antes de cumplir cuarenta y cuatro años, Gengis Kan tenía ya dispuesta su formidable máquina guerrera. No obstante, si en aquella época una flecha enemiga hubiera penetrado por una de las juntas de su armadura, la historia no habría recogido ni siquiera su nombre, pues las mayores proezas de su vida iban a tener lugar a partir de aquel momento.
A los pies de la Gran Muralla
En el año 1211 Gengis Kan reunió todas sus fuerzas. Convocó a los guerreros que vivían desde el Altai hasta la montaña Chinggan para que se presentaran en su campamento a orillas del río Kerulo. Al este de su imperio estaba China, con su antiquísima civilización. Al oeste, el Islam, o el conjunto de naciones que habían surgido tras la estela de Mahoma. Más a occidente se extendía Rusia, que era entonces un conglomerado de pequeños estados, y la Europa central. Gengis Kan decidió atacar primero China. En 1211 atravesó el desierto de Gobi y cruzó la Gran Muralla. La mayor conquista de los mongoles, la que los transformaría en un poder mundial, estaba al caer. Aprovechando que el país se hallaba en guerra civil, se dirigieron contra la China del norte, gobernada por la dinastía de los Kin, en una serie de campañas que terminaron en 1215 con la toma de Pekín.
Gengis Kan dejó en manos de su general Muqali la dominación sistemática de este territorio, y al año siguiente regresó a Mongolia para sofocar algunas rebeliones de tribus mongoles disidentes que se hablan refugiado en los confines occidentales, junto a algunas tribus turcas. Desde allí inició la conquista del gran imperio musulmán del Karhezm, gobernado por el sultán Mohamed, que se extendía desde el mar Caspio hasta la región de Bajará, y desde los Urales hasta la meseta persa. En 1220 el sultán moría destronado a manos de los mongoles, que invadieron entonces Azerbaidyán y penetraron en la Rusia meridional, atravesaron el río Dniéper, bordearon el mar de Azov y llegaron hasta Bulgaria, al mando de Subitai. Cuando ya todo el continente europeo temblaba ante las hordas invasoras, éstas regresaron a Mongolia. Allí Gengis Kan preparaba el último y definitivo ataque contra China. Mientras tanto, otros ejércitos mongoles habían sometido Corea, arrasado el Jurasán y penetrado en los territorios de Afganistán, Gazni, Harat y Merv.
En poco más de diez años, el imperio mongol había crecido hasta abarcar desde las orillas del Pacífico hasta el mismo corazón de Europa, incluyendo casi todo el mundo conocido y más de la mitad de los hombres que lo poblaban. Karakorum, la capital de Mongolia, era el centro del mundo oriental, y los mongoles amenazaban incluso con aniquilar las fuerzas del cristianismo. Gengis Kan no había perdido jamás una batalla, a pesar de enfrentarse a naciones que disponían de fuerzas muy superiores en número. Es probable que jamás lograra poner a más de doscientos mil hombres en pie de guerra; sin embargo, con estas huestes relativamente pequeñas, pulverizó imperios de muchos millones de habitantes.
Un ejército invencible
¿Por qué su ejército era indestructible? La materia prima de Gengis Kan eran los jinetes y los caballos tártaros. Los primeros eran capaces de permanecer sobre sus cabalgaduras un día y una noche enteros, dormían sobre la nieve si era necesario y avanzaban con igual ímpetu tanto cuando comían como cuando no probaban bocado. Los corceles podían pasar hasta tres días sin beber y sabían encontrar alimento en los lugares más inverosímiles. Además, Gengis Kan proveyó a sus soldados de una coraza de cuero endurecido y barnizado y de dos arcos, uno para disparar desde el caballo y otro más pesado, que lanzaba flechas de acero, para combatir a corta distancia. Llevaban también una ración de cuajada seca, cuerdas de repuesto para los arcos y cera y aguja para las reparaciones de urgencia. Todo este equipo lo guardaban en una bolsa de cuero que les servía, hinchándola, para atravesar los ríos.
La táctica desplegada por Gengis Kan era siempre un modelo de precisión. Colocaba a sus tropas en cinco órdenes, con las unidades separadas por anchos espacios. Delante, las tropas de choque, formidablemente armadas con sables, lanzas y mazas. A retaguardia, los arqueros montados. Éstos avanzaban al galope por los espacios que quedaban entre las unidades más adelantadas, disparando una lluvia de flechas. Cuando llegaban cerca del enemigo desmontaban, empuñaban los arcos más pesados y soltaban una granizada de dardos con punta de acero. Luego era el turno de las tropas de asalto. Tras la legión romana y la falange macedónica, la caballería tártara se erigió en ejemplo señero del arte militar.

Gengis Kan en el campo de batalla
Pero Gengis Kan supo también ganar más de una batalla sin enviar ni un solo soldado al frente, valiéndose exclusivamente de la propaganda. Los mercaderes de las caravanas formaban su quinta columna, pues por medio de ellos contrataba los servicios de agentes en los territorios que proyectaba invadir. Así llegaba a conocer al detalle la situación política del país enemigo, se enteraba de cuáles eran las facciones descontentas con los reyes y se las ingeniaba para provocar guerras intestinas. También se servía de la propaganda para sembrar el terror, recordando a sus enemigos los horrores que había desencadenado en las naciones que habían osado enfrentársele. Someterse o perecer, rezaban sus advertencias.
La práctica del terror era para él un eficaz procedimiento político. Si una ciudad le oponía resistencia, la arrasaba y daba muerte a todos sus habitantes. Al continuar la marcha sus huestes, dejaba a un puñado de sus soldados y a unos cuantos prisioneros ocultos entre las ruinas. Los soldados obligaban después a los cautivos a recorrer las calles voceando la retirada del enemigo. Y así, cuando los contados supervivientes de la degollina se aventuraban a salir de sus escondites, hallaban la muerte. Por último, para evitar que ninguno se fingiese muerto, se cortaban las cabezas. Hubo ciudades en que sucumbieron medio millón de personas.
Un imperio en herencia
Tal fue la extraordinaria máquina militar con que Gengis Kan conquistó el mundo. En el invierno de 1227, las tropas mongoles, acompañadas por todos los hijos y nietos de Gengis Kan, emprendieron la marcha hacia el este, para invadir el reino tangut, en China. Cuando ya nada podía salvar a las poblaciones del fuego y de la espada, el viejo Kan se sintió próximo a su fin. Ninguna enfermedad se había manifestado en él, pero su instinto certero para la muerte le advirtió de que estaba cerca, y reunió a sus hijos para repartir los territorios de su vasto imperio: para el mayor, Yuci, fueron las estepas del Aral y del Caspio; a Yagatay le correspondió la región entre Samarcanda y Tufán; a Ogodei le fue otorgada la región situada al este del lago Baikal; para el hijo menor, Tuli, fueron los territorios primitivos, cerca del Onón.
Gengis Kan murió el 18 de agosto de 1227, antes de lograr la rendición china. Su última orden fue no divulgar la noticia de su muerte hasta que todas las guarniciones hubieran llegado a su destino y todos los príncipes se encontraran en sus campamentos. Durante cuarenta años había sido el centro del mundo asiático, al que había transformado con sus guerras y conquistas. Las tribus mongoles eran ahora un pueblo robusto y disciplinado, con generales y estrategas de talento educados en su escuela. Tras su fallecimiento, el enorme rodillo mongol siguió aplastando gentes y naciones. Sus sucesores dominaron toda Asia, penetraron aún más en Europa y derrotaron a húngaros, polacos y alemanes. Después, el imperio decayó hasta desaparecer. Los mongoles son hoy un ramillete insignificante de tribus nómadas, y Karakorum yace sepultada bajo las arenas movedizas del desierto de Gobi. Hasta el nombre de la ciudad se ha borrado de la memoria de las gentes.

Dante Alighieri


Desde el punto de vista literario, la Edad Media fue un periodo oscuro y a la vez de gran importancia para el desarrollo de las literaturas europeas, pues durante ella se gestaron, a partir de la evolución diferenciada del latín en cada área geográfica, buena parte de las lenguas de la Europa occidental, como el español, el francés o el italiano. A finales de la Alta Edad Media, sin embargo, el surgimiento de las literaturas nacionales topaba todavía con el inmenso prestigio del latín y el esplendor literario de la Antigüedad; las lenguas citadas eran lenguas «vulgares», sólo válidas para la comunicación oral.
Es plausible imaginar que esta situación se invertiría por sí sola con el tiempo; y también, que el proceso podía acelerarse si algún notable escritor producía una obra de altísimo nivel que acreditase la idoneidad de las lenguas vulgares para la expresión literaria. En Italia, el protagonista de este giro fue el gran Dante Alighieri (1265-1321). Dante no solamente abogó por el uso de la lengua vernácula en De vulgari eloquentia, sino que mostró su exquisito potencial lírico en los poemas y prosas de La vida nueva. Y, tras ello, consagró los últimos años de su vida a la composición de su Divina Comedia, legando a la entonces balbuciente literatura italiana una de las cumbres de la literatura universal.
Biografía
Dante (o Durante) Alighieri fue hijo del primer matrimonio del prestamista o comerciante Bellincione d'Alighiero con Gabriella o Bella (probablemente perteneciente a la familia Abati). Tenía una hermana mayor y, tras la temprana muerte de su madre (hacia 1270) y las segundas nupcias de su progenitor con Lapa di Chiarissimo Cialuffi, gozó también de la compañía de dos hermanastros, Francesco y Gaetana.
Nació en Florencia bajo el signo de Géminis, entre el 15 de mayo y el 15 de junio de 1265; el propio Dante remontó su linaje hasta su tatarabuelo Cacciaguida, ennoblecido por Conrado III y muerto en la segunda cruzada a Tierra Santa en 1147. Pero se tiene por más seguro que perteneciera a una familia de la nobleza urbana, con pocas propiedades, dedicada desde antiguo al comercio. De hecho, tanto su padre como su abuelo Bellincione tenían fama de usureros.
A finales del siglo XIII, concretamente el mismo año del nacimiento de Dante, Florencia perdió su talante de ciudad liberal, sometida hasta entonces a la égida de los gibelinos (partidarios del poder imperial contra el papado), y comenzó un período de cruentas luchas con los güelfos, a su vez divididos en facciones que, si bien reconocían su sumisión al papado, entablaban entre sí guerras tan abiertas como aquellas que los enfrentaban con el enemigo común. Según algunos cronistas, el padre de Dante había sido gibelino. Otros adscriben la familia a los güelfos. Es seguro, sin embargo, que Dante perteneció al partido güelfo, y, dentro de éste, a la facción de los «blancos» moderados.

Casa natal de Dante en Florencia
Sus años de infancia y juventud coincidieron con los más pacíficos que conoció Florencia en la época, sobre todo hasta la ascensión en 1295 de Bonifacio VIII al trono de San Pedro. A partir de entonces Dante, que ya había participado como soldado güelfo en el sitio de Poggio di Santa Cecilia contra los aretinos (1285) y había sido jinete en la batalla de Campaldino (1289), también contra los gibelinos, se adhirió abiertamente a los ideales políticos de democracia e independencia comunal de los güelfos.
Vida política
Entre 1295 y 1302 su vida política fue activísima, si bien únicamente se la conoce por fuentes literarias (sus propias alusiones en la Divina Comedia) o por documentos o testimonios no directos. Tras inscribirse en el gremio de médicos y especiales, de 1295 a 1296 fue miembro del Consejo del Capitán del Pueblo, representante de la autoridad popular en paralelo con la autoridad suprema del podestà; de mayo a septiembre de 1296, tras cesar en el cargo anterior, perteneció al Consejo de los Ciento (parlamento de los ciudadanos) y votó las leyes contra los magnates.
Con el advenimiento de Bonifacio VIII como pontífice, la lucha entre las distintas facciones güelfas se agudizó; los «negros», encabezados por los Donati, una familia de magnates, consiguieron el apoyo incondicional del papa e, inmediatamente, lo que había sido un enfrentamiento interno de Florencia se tornó en conflicto entre la ciudad y el papado. Los güelfos «blancos», liderados por los banqueros y comerciantes Cerchi, fueron derrotados en 1301, en una secuencia de dramáticas repercusiones para Dante: en junio dio testimonio de su oposición a que fueran enviados cien hombres que ayudasen a Bonifacio VIII en su guerra en Maremma; en octubre fue nombrado embajador ante el pontífice y al llegar a Roma fue retenido por éste en la ciudad. En noviembre, cuando Dante todavía se encontraba (probablemente) en Roma, Corso Donati, jefe de los «negros», entró en Florencia y llevó a cabo una terrible represalia contra los «blancos». Fueron desterrados seiscientos de entre ellos y el poeta, acusado de baratería, fue condenado a un exilio de dos años y a no intervenir de por vida en los asuntos públicos florentinos.
Beatriz y La vida nueva
En 1274, a los nueve años, Dante había encontrado por primera vez a Beatriz, probablemente hija de Folco Portinari. A los dieciocho tuvo lugar el segundo encuentro; ambos están consignados en La vida nueva, una obra de juventud de originalísima forma, consistente en una colección de treinta y un poemas engarzados por una prosa entre conceptual y autobiográfica. Su argumento recorre los dieciocho años a partir del primer encuentro con Beatriz; los treinta y un poemas constituyen la cumbre del dulce stil nouvo (denominación acuñada por el mismo Dante en un verso del Purgatorio), practicado previamente por los poetas Guido Guinizelli y Guido Cavalcanti bajo la influencia directa de la poesía provenzal de los trovadores.

Dante y Beatriz (detalle de un óleo de Henry Holiday, 1884)
Según costumbre de la época, con once años de edad el joven poeta vio concertado su matrimonio con Gemma Donati, con quien se casó probablemente entre 1285 y 1293, y de la que tuvo al menos cuatro hijos: Giovanni, Pietro, Jacopo y Antonia. Esta última le sobrevivió, y tras la muerte de su insigne padre ingresó en un convento con el nombre de Beatriz. Pero muy poco se sabe de la vida familiar y conyugal de Dante; el poeta se ocupó, en cambio, de consignar para la posteridad los datos fundamentales de su verdadera vida espiritual y amorosa, ligada a Beatriz.
No menos importante que los encuentros con Beatriz fueron los lazos intelectuales con el humanista Brunetto Latini, retornado desde el exilio a Florencia en 1266, y el gran Guido Cavalcanti. Del primero de ellos, Dante aprendió tanto los secretos de la retórica latina como los placeres de la escritura en lengua romance; fue Latini quien le proporcionó los modelos para obras de juventud como ll fiore (1295-1300), en las que Dante adaptó al verso italiano el Roman de la Rose. La poesía en lengua romance contaba con sólo cincuenta años de vida en Italia cuando Guinizelli y Cavalcanti, bajo el influjo un poco más lejano del pionero Guittone d'Arezzo, fundaron la escuela de los fedeli d'amore ('fieles del amor'), inventaron la figura de la «mujer angélica» (en la que se aunaban la belleza física y la pureza celestial) y plasmaron la gran poesía lírica italiana que culminaría en Dante y Petrarca. De allí surgió la imagen de Beatriz, que asumiría en la Divina Comedia dimensiones teológicas y filosóficas impensadas.
Se cree que Beatriz Portinari murió tras un parto en 1290; así pues, tanto el casamiento de Dante como la publicación de La vida nueva son posteriores al hecho. El poeta lo consignaba en esta obra, anunciando a la vez la transformación poética posterior: cuando murió Beatriz, Dante se consoló con una visión en la que la amada aparecía como parte de la corte celestial, y el poeta se propuso volver a hablar de Beatriz sólo para decir aquello que nunca fue escrito de una mujer. Quince años más tarde, en la Divina Comedia, se revelaría el alcance poético de esta promesa.
Entre 1302 y 1307 Dante empezó dos obras de madurez: Il convivio (El convite) y De vulgari eloquentia (Sobre la lengua vulgar). El primero contiene algunos de los temas fundamentales que desarrollaría luego acerca de los cuatro significados de las Escrituras, los dos tipos de alegorías y la necesidad de la existencia del imperio. El segundo es un manifiesto escrito en latín acerca de la legitimidad del uso de la lengua vernácula, en el que defiende la utilización del romance para todos los estilos, incluido el elevado o trágico.

Dante Alighieri (retrato de Luca Signorelli)
Se sabe muy poco de sus actividades políticas y domésticas durante este lustro. En 1303 estuvo en Forli como consejero de Scarpetta Ordelafi, comandante de los «blancos», mientras que al año siguiente, luego de la derrota de sus partidarios en la batalla de Lastra (20 de julio), decidió separarse de su antigua facción. En 1305 posiblemente viviera en Bolonia, un entorno privilegiado desde el punto de vista intelectual, donde continuó la escritura de las dos obras antes mencionadas y de donde fue expulsado el 6 de octubre de 1306, para refugiarse primero en Lunigiana, bajo la protección de los Malaspina; luego, en 1307, en Casentino con el conde de Batifolle; y finalmente, en 1308, en Lucca. Se supone que meses antes Dante había empezado a escribir el Infierno, primera parte de la Divina Comedia.
Durante los primeros años de su exilio Dante meditó largamente sobre la cuestión de las relaciones entre el poder temporal y el religioso; los primeros resultados de estas meditaciones son las dos conocidas cartas (de 1308 y 1310), una de ellas dirigida «a todos los reyes de Italia, a todos los señores de la Urbe Santa, a los duques, condes, marqueses y pueblos», y la otra a «los malvados florentinos que residen en la ciudad»; en esta segunda carta abogaba por el acatamiento al poder imperial. Pero el logro final de estas reflexiones fue el tratado De la monarquía (1318), en donde se afirmaba que el poder espiritual y el temporal emanaban directamente de Dios, por lo que el imperio y el papado eran potestades autónomas.
Si se acepta como fecha de terminación de De la monarquía la de 1318, se comprueba que su gestación fue acompañada del progresivo endurecimiento de las condiciones del exilio de su autor. En 1302, tras la sentencia del exilio, otra le condenó a ser quemado vivo en caso de retorno a Florencia; en 1311 no se le aplicó una amnistía general otorgada a los güelfos «blancos»; finalmente, en 1315, se le condenó a muerte por decapitación en rebeldía, cuando rechazó el ofrecimiento de un perdón bajo condiciones que consideraba deshonrosas.
La Divina Comedia
Resignado a no volver a Florencia, en 1318 abandonó Verona y se reunió con sus hijos en Rávena; allí produjo dos Églogas en latín y un tratado sobre la Cuestión del agua y la tierra. Los años finales de su vida fueron extraordinariamente fecundos: en la dedicatoria del Paraíso en la famosa carta a Cangrande della Scala (1316), Dante fijó grandiosamente los alcances de su incomparable Comedia: «El sentido de esta obra no es único, sino que puede llamársela polisémica, es decir, de muchos sentidos; en efecto, el primer sentido es el que proviene de la letra, el otro es el que se obtiene del significado a través de la letra».

Dividida en tres libros o cantos (Infierno, escrito hacia 1312; Purgatorio, hacia 1315; Paraíso, entre 1316 y 1321), la Comedia está compuesta por 14.233 versos endecasílabos en terza rima, agrupados en 100 cantos, uno de los cuales es el prólogo, por lo que cada una de las tres partes o libros contiene 33 cantos. Narra el viaje del poeta a los reinos de ultratumba, acompañado del poeta latino Virgilio. A los treinta y cinco años, Dante se encuentra perdido en la selva oscura; de allí lo rescata Virgilio, enviado por la Virgen María, Santa Lucía y Beatriz. Ambos descienden al Infierno y recorren sus nueve círculos; luego ascienden la montaña del Purgatorio y allí, en la entrada del Paraíso, Virgilio da paso a la bienaventurada Beatriz, quien lo conduce hasta el Empíreo, donde por un momento el poeta goza de la visión de la divinidad.
La Comedia debe su nombre, según el saber medieval, a su movimiento ascensional: el asunto es horrible en el primer libro, pero esperanzador en el segundo y feliz en el tercero; el adjetivo Divina con que ha llegado hasta nosotros le fue agregado por la posteridad. En efecto, por su inconmensurable valor poético, la ambición y alcance de su perspectiva filosófica, la belleza y precisión de sus imágenes y la perfección de su lengua, la Comedia ha sido considerada como el mayor poema de la cristiandad.
Al terminar la redacción del Paraíso, Dante tenía ya la certeza de que su destierro era definitivo: la imposición de la condena de muerte de 1315, tras su rechazo de la amnistía, se extendía por igual para su descendencia. En 1319, probablemente, el poeta se encontraba al servicio del señor de Rávena Guido da Polenta, quizá con funciones de secretario o preceptor de retórica. A principios de 1321, el dogo de Venecia amenazó con una expedición punitiva contra Rávena, a raíz de un conflicto por la explotación de unas salinas limítrofes entre las dos jurisdicciones, y Dante marchó a Venecia en calidad de embajador del señor Da Polenta con el fin de apaciguar a los regidores venecianos. El largo viaje, hecho en pleno verano, por tierra primero y luego por las lagunas de la costa del Adriático, le fue fatal: a su retorno a Rávena, Dante enfermó gravemente de la malaria contraída durante el trayecto. Murió entre el 13 y el 14 de septiembre de 1321 y fue enterrado, en medio de solemnes homenajes, en la iglesia de San Francisco de Rávena.

Galileo Galilei


La revolución científica del Renacimiento tuvo su arranque en el heliocentrismo de Copérnico y su culminación, un siglo después, en la mecánica de Newton. Su más eximio representante, sin embargo, fue el científico italiano Galileo Galilei. En el campo de la física, Galileo formuló las primeras leyes sobre el movimiento; en el de la astronomía, confirmó la teoría copernicana con sus observaciones telescópicas. Pero ninguna de estas valiosas aportaciones tendría tan trascendentales consecuencias como la introducción de la metodología experimental, logro que le ha valido la consideración de padre de la ciencia moderna.
Por otra parte, el proceso inquisitorial a que fue sometido Galileo por defender el heliocentrismo acabaría elevando su figura a la condición de símbolo: en el craso error cometido por las autoridades eclesiásticas se ha querido ver la ruptura definitiva entre ciencia y religión y, pese al desenlace del proceso, el triunfo de la razón sobre el oscurantismo medieval. De forma análoga, la célebre frase que se le atribuye tras la forzosa retractación (Eppur si muove, 'Y sin embargo, la Tierra se mueve') se ha convertido en el emblema del poder incontenible de la verdad frente a cualquier forma de dogmatismo establecido.
Galileo Galilei nació en Pisa el 15 de febrero de 1564. Lo poco que, a través de algunas cartas, se conoce de su madre, Giulia Ammannati di Pescia, no compone de ella una figura demasiado halagüeña. Su padre, Vincenzo Galilei, era florentino y procedía de una familia que tiempo atrás había sido ilustre; músico de vocación, las dificultades económicas lo habían obligado a dedicarse al comercio, profesión que lo llevó a instalarse en Pisa. Hombre de amplia cultura humanista, fue un intérprete consumado y un compositor y teórico de la música; sus obras sobre teoría musical gozaron de una cierta fama en la época.
De él hubo de heredar Galileo no sólo el gusto por la música (tocaba el laúd), sino también el carácter independiente y el espíritu combativo, y hasta puede que el desprecio por la confianza ciega en la autoridad y el gusto por combinar la teoría con la práctica. Galileo fue el primogénito de siete hermanos de los que tres (Virginia, Michelangelo y Livia) acabarían contribuyendo, con el tiempo, a incrementar sus problemas económicos. En 1574 la familia se trasladó a Florencia, y Galileo fue enviado un tiempo al monasterio de Santa Maria di Vallombrosa, como alumno o quizá como novicio.
Juventud académica
En 1581 Galileo ingresó en la Universidad de Pisa, donde se matriculó como estudiante de medicina por voluntad de su padre. Cuatro años más tarde, sin embargo, abandonó la universidad sin haber obtenido ningún título, aunque con un buen conocimiento de Aristóteles. Entretanto, se había producido un hecho determinante en su vida: su iniciación en las matemáticas (al margen de sus estudios universitarios) y la consiguiente pérdida de interés por su carrera como médico.
De vuelta en Florencia en 1585, Galileo pasó unos años dedicado al estudio de las matemáticas, aunque interesado también por la filosofía y la literatura, en la que mostraba sus preferencias por Ariosto frente a Tasso; de esa época data su primer trabajo sobre el baricentro de los cuerpos (que luego recuperaría, en 1638, como apéndice de la que habría de ser su obra científica principal) y la invención de una balanza hidrostática para la determinación de pesos específicos, dos contribuciones situadas en la línea de Arquímedes, a quien Galileo no dudaría en calificar de «sobrehumano».
Tras dar algunas clases particulares de matemáticas en Florencia y en Siena, trató de obtener un empleo regular en las universidades de Bolonia, Padua y en la propia Florencia. En 1589 consiguió por fin una plaza en el Estudio de Pisa, donde su descontento por el paupérrimo sueldo percibido no pudo menos que ponerse de manifiesto en un poema satírico contra la vestimenta académica. En Pisa compuso Galileo un texto sobre el movimiento que mantuvo inédito, en el cual, dentro aún del marco de la mecánica medieval, criticó las explicaciones aristotélicas de la caída de los cuerpos y del movimiento de los proyectiles.
El método experimental
En continuidad con esa crítica, una cierta tradición historiográfica ha forjado la anécdota (hoy generalmente considerada como inverosímil) de Galileo refutando materialmente a Aristóteles mediante el procedimiento de lanzar distintos pesos desde lo alto del Campanile de Pisa, ante las miradas contrariadas de los peripatéticos. Casi dos mil años antes, Aristóteles había afirmado que los cuerpos más pesados caen más deprisa; según esta leyenda, Galileo habría demostrado la falsedad de este concepto con el simple procedimiento de dejar caer simultáneamente cuerpos de distinto peso desde lo alto de la torre y constatar que todos llegaban al suelo al mismo tiempo.

Recreación del plano inclinado de Galileo (Museo Galileo, Florencia)
De ser cierto, podría fecharse en el episodio de la torre de Pisa el nacimiento de la metodología científica moderna. Y es que, en tiempos de Galileo, la ciencia era fundamentalmente especulativa. Las ideas y teorías de los grandes sabios de la Antigüedad y de los padres de la Iglesia, así como cualquier concepto mencionado en las Sagradas Escrituras, eran venerados como verdades indudables e inmutables a las que podían añadirse poco más que glosas y comentarios, o abstractas especulaciones que no alteraban su sustancia. Aristóteles, por ejemplo, había distinguido entre movimientos naturales (las piedras caen al suelo porque es su lugar natural, y el humo, por ser caliente, asciende hacia el Sol) y violentos (como el de una flecha lanzada al cielo, que no es su lugar natural); los estudiosos de los tiempos de Galileo se dedicaban a razonar en torno a clasificaciones tan estériles como ésta, buscando un inútil refinamiento conceptual.
En lugar de ello, Galileo partía de la observación de los hechos, sometiéndolos a condiciones controladas y mesurables en experimentos. Probablemente es falso que dejase caer pesos desde la torre de Pisa; pero es del todo cierto que construyó un plano inclinado de seis metros de largo (alisado para reducir la fricción) y un reloj de agua con el que midió la velocidad de descenso de las bolas. De la observación surgían hipótesis que habían de corroborarse en nuevos experimentos y formularse matemáticamente como leyes universalmente válidas, pues, según un célebre concepto suyo, «el Libro de la Naturaleza está escrito en lenguaje matemático». Con este modo de proceder, hoy natural y en aquel tiempo nuevo y escandaloso (por cuestionar ideas universalmente admitidas y la autoridad de los sabios y doctores), Galileo inauguraba la revolución metodológica que le ha valido el título de «padre de la ciencia moderna».
Los años fecundos en Padua (1592-1610)
La muerte de su padre en 1591 significó para Galileo la obligación de responsabilizarse de su familia y atender a la dote de su hermana Virginia. Comenzaron así una serie de dificultades económicas que no harían más que agravarse en los años siguientes; en 1601 hubo de proveer a la dote de su hermana Livia sin la colaboración de su hermano Michelangelo, quien había marchado a Polonia con dinero que Galileo le había prestado y que nunca le devolvió (más tarde, Michelangelo se estableció en Alemania gracias de nuevo a la ayuda de su hermano, y envió luego a vivir con él a toda su familia).
La necesidad de dinero en esa época se vio aumentada por el nacimiento de los tres hijos del propio Galileo: Virginia (1600), Livia (1601) y Vincenzo (1606), habidos de su unión con Marina Gamba, que duró de 1599 a 1610 y con quien no llegó a casarse. Todo ello hizo insuficiente la pequeña mejora conseguida por Galileo en su remuneración al ser elegido, en 1592, para la cátedra de matemáticas de la Universidad de Padua por las autoridades venecianas que la regentaban. Hubo de recurrir a las clases particulares, a los anticipos e incluso a los préstamos. Pese a todo, la estancia de Galileo en Padua, que se prolongó hasta 1610, constituyó el período más creativo, intenso y hasta feliz de su vida.

Galileo Galilei (detalle de un retrato de Domenico Tintoretto, c. 1606)
En Padua tuvo ocasión Galileo de ocuparse de cuestiones técnicas como la arquitectura militar, la castrametación, la topografía y otros temas afines de los que trató en sus clases particulares. De entonces datan también diversas invenciones, como la de una máquina para elevar agua, un termoscopio y un procedimiento mecánico de cálculo que expuso en su primera obra impresa: Operaciones del compás geométrico y militar (1606). Diseñado en un principio para resolver un problema práctico de artillería, el instrumento no tardó en ser perfeccionado por Galileo, que amplió su uso en la solución de muchos otros problemas. La utilidad del dispositivo, en un momento en que no se habían introducido todavía los logaritmos, le permitió obtener algunos ingresos mediante su fabricación y comercialización.
En 1602 Galileo reemprendió sus estudios sobre el movimiento, ocupándose del isocronismo del péndulo y del desplazamiento a lo largo de un plano inclinado, con el objeto de establecer cuál era la ley de caída de los graves. Fue entonces, y hasta 1609, cuando desarrolló las ideas que treinta años más tarde constituirían el núcleo de sus Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias (1638), obra que compendia su espléndida contribución a la física.
Los descubrimientos astronómicos
En julio de 1609, de visita en Venecia (para solicitar un aumento de sueldo), Galileo tuvo noticia de un nuevo instrumento óptico que un holandés había presentado al príncipe Mauricio de Nassau; se trataba del anteojo, cuya importancia práctica captó Galileo inmediatamente, dedicando sus esfuerzos a mejorarlo hasta hacer de él un verdadero telescopio. Aunque declaró haber conseguido perfeccionar el aparato merced a consideraciones teóricas sobre los principios ópticos que eran su fundamento, lo más probable es que lo hiciera mediante sucesivas tentativas prácticas que, a lo sumo, se apoyaron en algunos razonamientos muy sumarios.

Galileo muestra el telescopio al dux de Venecia (fresco de Giuseppe Bertini)
Sea como fuere, su mérito innegable residió en que fue el primero que acertó en extraer del instrumento un provecho científico decisivo. Entre diciembre de 1609 y enero de 1610, Galileo realizó con su telescopio las primeras observaciones de la Luna, interpretando lo que veía como prueba de la existencia en nuestro satélite de montañas y cráteres que demostraban su comunidad de naturaleza con la Tierra; las tesis aristotélicas tradicionales acerca de la perfección del mundo celeste, que exigían la completa esfericidad de los astros, quedaban puestas en entredicho.
El descubrimiento de cuatro satélites de Júpiter contradecía, por su parte, el principio de que la Tierra tuviera que ser el centro de todos los movimientos que se produjeran en el cielo. A finales de 1610, Galileo observó que Venus presentaba fases semejantes a las lunares, hecho que interpretó como una confirmación empírica al sistema heliocéntrico de Copérnico, ya que éste, y no el geocéntrico de Tolomeo, estaba en condiciones de proporcionar una explicación para el fenómeno.
Ansioso de dar a conocer sus descubrimientos, Galileo redactó a toda prisa un breve texto que se publicó en marzo de 1610 y que no tardó en hacerle famoso en toda Europa: El mensajero sideral. Su título original, Sidereus Nuncius, significa 'el nuncio sideral' o 'el mensajero de los astros', aunque también admite la traducción 'el mensaje sideral'. Éste último es el sentido que Galileo, años más tarde, dijo haber tenido en mente cuando se le criticó la arrogancia de atribuirse la condición de embajador celestial. Elogios en italiano y en dialecto veneciano celebraron la obra. Tommaso Campanella escribía desde su cárcel de Nápoles: «Después de tu Nuncio, oh Galileo, debe renovarse toda la ciencia». Kepler, desconfiado al principio, comprendió después todas las ventajas que se derivaban de usar un buen telescopio, y también se entusiasmó ante las maravillosas novedades.

El libro estaba dedicado al gran duque de Toscana Cosme II de Médicis y, en su honor, los satélites de Júpiter recibían allí el nombre de «planetas Mediceos». Con ello se aseguró Galileo su nombramiento como matemático y filósofo de la corte toscana y la posibilidad de regresar a Florencia, por la que venía luchando desde hacía ya varios años. El empleo incluía una cátedra honoraria en Pisa, sin obligaciones docentes, con lo que se cumplía una esperanza largamente abrigada y que le hizo preferir un monarca absoluto a una república como la veneciana, ya que, como él mismo escribió, «es imposible obtener ningún pago de una república, por espléndida y generosa que pueda ser, que no comporte alguna obligación; ya que, para conseguir algo de lo público, hay que satisfacer al público».
No obstante, aceptar estas prebendas no era una decisión exenta de riesgos, pues Galileo sabía bien que el poder de la Inquisición, escaso en la República de Venecia, era notoriamente superior en su patria toscana. Ya en diversas cartas había dejado constancia inequívoca de que su revisión de la estructura general del firmamento lo habían llevado a las mismas conclusiones que a Copérnico y a rechazar frontalmente el sistema de Tolomeo, o sea a preconizar el heliocentrismo frente al geocentrismo vigente. Desgraciadamente, por esas mismas fechas tales ideas interesaban igualmente a los inquisidores, pero éstos abogaban por la solución contraria y comenzaban a hallar a Copérnico sospechoso de herejía.
La batalla del copernicanismo
En septiembre de 1610, Galileo se estableció en Florencia, donde, salvo breves estancias en otras ciudades italianas, había de transcurrir la última etapa de su vida. En 1611 un jesuita alemán, Christof Scheiner, publicó bajo seudónimo un libro acerca de las manchas solares que había descubierto en sus observaciones. Por las mismas fechas Galileo, que ya las había observado con anterioridad, las hizo ver a diversos personajes durante su estancia en Roma, con ocasión de un viaje que se calificó de triunfal y que sirvió, entre otras cosas, para que Federico Cesi le hiciera miembro de la Accademia dei Lincei, que el propio Cesi había fundado en 1603 y que fue la primera sociedad científica de una importancia perdurable.

Galileo Galilei (retrato de Justus Sustermans, 1636)
Bajo sus auspicios se publicó en 1613 la Historia y demostraciones sobre las manchas solares y sus accidentes, donde Galileo salía al paso de la interpretación de Scheiner, quien pretendía que las manchas eran un fenómeno extrasolar («estrellas» próximas al Sol que se interponían entre éste y la Tierra). El texto desencadenó una polémica acerca de la prioridad en el descubrimiento que se prolongó durante años e hizo del jesuita uno de los más encarnizados enemigos de Galileo, lo cual no dejaría de tener consecuencias en el proceso que había de seguirle la Inquisición. Por lo demás, fue allí donde, por primera y única vez, Galileo dio a la imprenta una prueba inequívoca de su adhesión a la astronomía copernicana, que ya había comunicado en una carta a Kepler en 1597.
Ante los ataques de sus adversarios académicos y las primeras muestras de que sus opiniones podían tener consecuencias conflictivas con la autoridad eclesiástica, la postura adoptada por Galileo fue la de defender (en diversos escritos entre los que destaca la Carta a la señora Cristina de Lorena, gran duquesa de Toscana, 1615) que, aun admitiendo que no podía existir ninguna contradicción entre las Sagradas Escrituras y la ciencia, era preciso establecer la absoluta independencia entre la fe católica y los hechos científicos. Ahora bien, como hizo notar el cardenal Roberto Belarmino, no podía decirse que se dispusiera de una prueba científica concluyente en favor del movimiento de la Tierra, el cual, por otra parte, estaba en contradicción con las enseñanzas bíblicas; en consecuencia, no cabía sino entender el sistema copernicano como hipotético.
Galileo ante la Inquisición
En 1616 Galileo fue reclamado por primera vez en Roma para responder a las acusaciones esgrimidas contra él, batalla a la que se aprestó sin temor alguno, presumiendo una resolución favorable de la Iglesia. El astrónomo fue en un primer momento recibido con grandes muestras de respeto en la ciudad; pero, a medida que el debate se desarrollaba, fue quedando claro que los inquisidores no darían su brazo a torcer ni seguirían de buen grado las brillantes argumentaciones del pisano. Muy al contrario, este episodio pareció convencerles definitivamente de la urgencia de incluir la obra de Copérnico en el Índice de obras proscritas: el 23 de febrero de 1616 el Santo Oficio condenó al sistema copernicano como «falso y opuesto a las Sagradas Escrituras», y Galileo recibió la admonición de no enseñar públicamente las teorías de Copérnico.
Consciente de que no poseía la prueba que Belarmino reclamaba, por más que sus descubrimientos astronómicos no le dejaran lugar a dudas sobre la verdad del copernicanismo, Galileo se refugió durante unos años en Florencia en el cálculo de unas tablas de los movimientos de los satélites de Júpiter, con el objeto de establecer un nuevo método para el cálculo de las longitudes en alta mar, método que trató en vano de vender al gobierno español y al holandés.
En 1618 se vio envuelto en una nueva polémica con otro jesuita, Orazio Grassi, a propósito de la naturaleza de los cometas y la inalterabilidad del cielo. Tal controversia dio como resultado un texto, El ensayador (1623), rico en reflexiones acerca de la naturaleza de la ciencia y el método científico, que contiene su famosa idea de que «el Libro de la Naturaleza está escrito en lenguaje matemático». La obra, editada por la Accademia dei Lincei, venía dedicada por ésta al nuevo papa Urbano VIII, es decir, al cardenal Maffeo Barberini, cuya elección como pontífice llenó de júbilo al mundo culto en general, y en particular a Galileo, a quien el cardenal había ya mostrado su afecto.

Primera edición del Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (1632)
La nueva situación animó a Galileo a redactar la gran obra de exposición de la cosmología copernicana que había ya anunciado muchos años antes: el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (1632); en ella, los puntos de vista aristotélicos defendidos por Simplicio se confrontaban con los de la nueva astronomía abogados por Salviati, en forma de diálogo moderado por la bona mens de Sagredo, que deseaba formarse un juicio exacto de los términos precisos en los que se desenvolvía la controversia.
La obra fracasó en su intento de estar a la altura de las exigencias expresadas por Belarmino, ya que aportaba, como prueba del movimiento de la Tierra, una explicación falsa de las mareas, y aunque fingía mediante el recurso al diálogo adoptar un punto de vista aparentemente neutral, la inferioridad de Simplicio ante Salviati (y por tanto del sistema tolemaico frente al copernicano) era tan manifiesta que el Santo Oficio no dudó en abrirle un proceso a Galileo, pese a que éste había conseguido un imprimatur para publicar el libro en 1632.
La sentencia definitiva
Interpretando la publicación del Diálogo como un acto de desacato a la prohibición de divulgar el copernicanismo, sus inveterados enemigos lo reclamaron de nuevo en Roma, ahora en términos menos diplomáticos, para que respondiera de sus ideas ante el Santo Oficio en un proceso que se inició el 12 de abril de 1633. El anciano y sabio Galileo, a sus casi setenta años de edad, se vio sometido a un humillante y fatigoso interrogatorio que duró veinte días, enfrentado inútilmente a unos inquisidores que de manera cerril, ensañada y sin posible apelación calificaban su libro de «execrable y más pernicioso para la Iglesia que los escritos de Lutero y Calvino».

Galileo ante el Santo Oficio (Óleo de Robert-Fleury)
Encontrado culpable pese a la renuncia de Galileo a defenderse y a su retractación formal, fue obligado a pronunciar de rodillas la abjuración de su doctrina y condenado a prisión perpetua. El Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ingresó en el Índice de libros prohibidos y no salió de él hasta 1728. Según una piadosa tradición, tan conocida como dudosa, el orgullo y la terquedad del astrónomo lo llevaron, tras su vejatoria renuncia a creer en lo que creía, a golpear enérgicamente con el pie en el suelo y a proferir delante de sus perseguidores: «¡Y sin embargo se mueve!» (Eppur si muove, refiriéndose a la Tierra). No obstante, muchos de sus correligionarios no le perdonaron la cobardía de su abjuración, actitud que amargó los últimos años de su vida, junto con el ostracismo al que se vio abocado de forma injusta.
La pena fue suavizada al permitírsele que la cumpliera en su quinta de Arcetri, cercana al convento donde en 1616 y con el nombre de sor Maria Celeste había ingresado su hija más querida, Virginia, que falleció en 1634. En su retiro, donde a la aflicción moral se sumaron las del artritismo y la ceguera, Galileo consiguió completar la última y más importante de sus obras: Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias, publicada en Leiden por Luis Elzevir en 1638.
En ella, partiendo de la discusión sobre la estructura y la resistencia de los materiales, Galileo sentó las bases físicas y matemáticas para un análisis del movimiento que le permitió demostrar las leyes de caída de los graves en el vacío y elaborar una teoría completa del disparo de proyectiles. La obra estaba destinada a convertirse en la piedra angular de la ciencia de la mecánica construida por los científicos de la siguiente generación, cuyos esfuerzos culminarían en el establecimiento de las leyes de la dinámica (leyes de Newton) por obra del genial fundador de la física clásica, Isaac Newton. En la madrugada del 8 al 9 de enero de 1642, Galileo falleció en Arcetri confortado por dos de sus discípulos, Vincenzo Viviani y Evangelista Torricelli, a los cuales se les había permitido convivir con él los últimos años.
Casi trescientos años después, en 1939, el dramaturgo alemán Bertold Brecht escribió una pieza teatral basada en la vida del astrónomo pisano en la que se discurre sobre la interrelación de la ciencia, la política y la revolución social. Aunque en ella Galileo termina diciendo «Yo traicioné mi profesión», el célebre dramaturgo opina, cargado de melancólica razón, que «desgraciada es la tierra que necesita héroes». En 1992, exactamente tres siglos y medio después del fallecimiento de Galileo, la comisión papal a la que Juan Pablo II había encargado la revisión del proceso inquisitorial reconoció el error cometido por la Iglesia católica.