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viernes, 10 de abril de 2020

Philippe Pétain

(Henri Philippe Pétain; Cauchy-à-la-Tour, Francia, 1856 - isla de Yeu, id., 1951) Militar y político francés. Realizó sus estudios militares en la Academia de Saint Cyr, en la que se graduó en 1878 como oficial de Infantería. No destacó demasiado en su carrera al principio y estuvo dedicado, desde 1906, a impartir clases en la École de Guerre. A través de sus lecciones se mostró favorable a los despliegues tácticos defensivos y al desarrollo de las líneas fortificadas.

Philippe Pétain
Ascendido a coronel en 1912, poco después de estallar la Primera Guerra Mundial alcanzó el generalato. Al frente del II Ejército francés intervino en la victoria de Champaña, en septiembre de 1915, y al año siguiente en la defensa de Verdún. La forma en que dirigió las operaciones militares de esta larga batalla, que duró diez meses, le granjeó el respeto y la admiración de sus compatriotas.
Merced a ello, cuando meses más tarde el descontento y desánimo de las tropas desembocó en una serie de motines, fue designado comandante en jefe del ejército en sustitución de Robert Nivelle, que había fracasado en la ofensiva del Chemin des Dames. Aunque reprimió con dureza a los amotinados, mejoró las condiciones de vida de los soldados, reorganizó la institución y devolvió la confianza a las tropas.
Hasta el final de la guerra mantuvo este cargo, si bien desde abril de 1918 quedó a las órdenes del general Ferdinand Foch, cuando éste, que era su jefe de Estado Mayor, fue designado por los aliados generalísimo supremo de los ejércitos del frente occidental que detuvieron la última ofensiva alemana y protagonizaron la contraofensiva que llevó al armisticio. A finales de año, Pétain recibió el bastón de mariscal.
No volvió a entrar en acción hasta 1925, cuando fue enviado a Marruecos para combatir al rifeño Abd el-Krim, a quien sometió al año siguiente. En años sucesivos desempeñó los cargos de inspector general del Ejército, ministro de Guerra con el gobierno de Gaston Doumergue y, en 1939, embajador en la España de Francisco Franco.
Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), tras la derrota sufrida en mayo de 1940 por el ejército francés frente al alemán, fue designado ministro de Estado y vicepresidente del consejo de ministros del gobierno de Paul Reynaud. Al dimitir éste se hizo cargo de la presidencia y le correspondió negociar el armisticio con los alemanes. Se reunió asimismo con Hitler en Montoire y acordó con él un régimen de mutua colaboración. Trasladó la capital a Vichy y la Asamblea le dio plenos poderes para gobernar la Francia no ocupada bajo el lema «Trabajo, familia, patria», que expresaba su intención de regenerar el país de su «decadencia moral»; bajo el impacto de aquella aparatosa derrota, contaba con el apoyo de la mayor parte de la población, convencida de que había salvado Francia de la destrucción total.
Sin embargo, los llamamientos de Charles De Gaulle a la resistencia primero y más tarde la ocupación alemana de todo el país lo dejaron en evidencia. Aceptó convertirse en policía de los invasores, adoptó una actitud pasiva frente a las deportaciones de judíos y apoyó la legión antisoviética gala que combatió con uniforme alemán en el frente ruso. Tras el desembarco aliado de Normandía y su posterior ofensiva, siguió al ejército germano en su retirada al otro lado del Rin.
Se refugió en Suiza y permaneció allí hasta que en 1945 se entregó a las autoridades francesas. Acusado de alta traición, fue juzgado y condenado a muerte. Sin embargo, el general De Gaulle, en consideración a su pasado como héroe de la Primera Guerra Mundial y a su avanzada edad, le conmutó la pena por la de cadena perpetua en reclusión en la isla de Yeu.

André Maginot

Político francés conocido por haber dado su nombre a una línea defensiva fortificada frente a Alemania (París, 1877-1932). Comenzó su carrera política como diputado de la izquierda democrática en 1910. Entre 1913 y 1914 fue subsecretario de Guerra, ministerio del que llegaría a ser titular en dos periodos: de 1922 a 1924 y de 1929 a 1932.

André Maginot
Ante la creciente tensión con Alemania, André Maginot obtuvo en 1930 los fondos necesarios para la realización de un magno proyecto defensivo, basado en uno anterior del también ministro francés Paul Painlevé (1925): la construcción de una línea de fortines subterráneos comunicados entre sí que se consideraba inexpugnable para un posible ejército invasor, y que cubriría la frontera este de Francia desde Suiza hasta Luxemburgo. La línea no fue continuada hacia el norte, ya que el gobierno belga estimaba improbable la penetración alemana por la accidentada y boscosa región de las Ardenas.
En consecuencia, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), el ejército alemán pudo esquivar la Línea Maginot invadiendo Bélgica para atacar Francia desde el norte y ocuparla rápidamente: apenas un mes después de iniciarse la ofensiva, los alemanes entraron en París. Esta maniobra de «guerra relámpago» puso en evidencia el anacronismo de la concepción defensiva estática que representaba la Línea Maginot, que había proporcionado a los franceses un infundado sentimiento de seguridad: irónicamente, mientras Francia se veía obligada a firmar el armisticio, la Línea Maginot estaba prácticamente intacta.

Vyacheslav Molotov

(Viacheslav o Vyacheslav Mijailóvich Scriabin, llamado Molotov; Kukarka, Rusia, 1890 - Moscú, 1986) Dirigente de la Unión Soviética. A pesar de que procedía de un medio acomodado, pasó muy joven del movimiento estudiantil a la militancia bolchevique, entrando en el partido de Lenin en 1906. Desde 1912 trabajó en el periódico de los bolcheviques (Pravda) y empezó a vincularse políticamente a Stalin (de esa época de lucha revolucionaria data su apelativo Molotov, que significa martillo).

Vyacheslav Molotov
Tras la Revolución de 1917, fue ascendiendo cargos en el régimen comunista, sobre todo desde el acceso de Stalin al poder. Miembro del Comité Central del Partido Comunista desde 1921, entró en el Politburó (1926) y fue presidente de la Internacional Comunista (1929), presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo o gobierno soviético (1930-1941) y ministro de Asuntos Exteriores (1939-1949).
Desde este último cargo dirigió tres giros diplomáticos radicales impuestos por criterios de realismo político: primero firmó con el ministro de Asuntos Exteriores alemán Joachim von Ribbentrop un pacto de no agresión con la Alemania nazi (el Pacto Ribbentrop-Molotov de 1939); cuando Hitler atacó a la Unión Soviética, organizó la alianza con Estados Unidos y Gran Bretaña en el marco de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945); y, una vez derrotada Alemania, reorientó la política exterior soviética hacia la confrontación con el bloque occidental en los inicios de la «guerra fría».
Al morir Stalin, fue nombrado de nuevo ministro de Exteriores (1953-1956), formando parte del grupo de dirigentes continuistas que permanecieron en el poder hasta ser desplazados por los reformistas de Jruschov en 1957. Acusado por éstos de pertenecer al llamado «grupo antipartido», fue destituido de sus cargos en el Presídium y el Comité Central (1957), confinado en Asia central (1960) y expulsado del partido (1964). No fue rehabilitado hasta veinte años después.

Joachim von Ribbentrop

Ministro de Asuntos Exteriores de la Alemania nazi (Wesel, Renania, 1879 - Núremberg, Baviera, 1946). Era representante de la empresa de vinos de su suegro cuando se afilió al partido nazi (NSDAP) en los años veinte. Tenía cierta experiencia militar (había sido oficial durante la Primera Guerra Mundial de 1914-1918) y diplomática (asistió a la negociación del armisticio), así como un buen conocimiento de diversos idiomas y países extranjeros por sus viajes.

Joachim von Ribbentrop
Por todo ello y por su total sumisión a Hitler, éste le promocionó en el seno del partido y del Estado nazi después de tomar el poder (1933). Como director de un servicio de inteligencia propio y extraoficial, fue el artífice del acuerdo naval anglo-alemán de 1935, que permitió a Alemania iniciar su rearme.
Como embajador en Londres entre 1936 y 1938, minimizó la fuerza del Reino Unido y animó al Führer a seguir sin temor una política expansionista y provocadora; el mismo Ribbentrop fue designado para dirigirla como ministro de Asuntos Exteriores desde 1938. Reforzó la alianza del Tercer Reich con Italia y Japón, y en 1939 negoció con el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Vyacheslav Molotov, el Pacto de no agresión Germano-Soviético (también llamado Pacto Ribbentrop-Molotov), que incluía entre sus cláusulas secretas el reparto de Polonia.
Aquella política, diseñada para reforzar la posición del Reich a costa de Francia y Gran Bretaña, provocó tras la invasión alemana de Polonia la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Durante la misma, Ribbentrop siguió ejerciendo el cargo, aunque quedó en un segundo plano entre los jerarcas del nazismo por la influencia de los militares y el poder personal de Hitler. Después de la derrota fue juzgado como responsable de crímenes de guerra por el Tribunal de Núremberg, condenado a muerte y ejecutado.

Édouard Daladier

Político francés (Carpentras, Vaucluse, 1884 - París, 1970). Este profesor de geografía e historia de origen modesto asumió una actitud republicana militante bajo el impacto del caso Dreyfus, que le llevó a ingresar en el Partido Radical Socialista. En sus listas fue elegido diputado, representando a Vaucluse entre 1919 y 1940. Tras la victoria de la coalición de izquierdas en 1924, entró a formar parte del gobierno presidido por su maestro Herriot.

Édouard Daladier
Durante los años siguientes asumió la presidencia del Consejo de Ministros en dos ocasiones (1933 y 1934); pero destacó sobre todo como ministro de la Guerra (1932-1934 y 1936-1940), cargo que le convirtió en el principal rector de la política de defensa nacional frente al expansionismo de la Alemania nazi y, por tanto, en el responsable parcial de la incapacidad militar francesa frente a la invasión alemana de 1940. Fue uno de los artífices del Frente Popular que se impuso en las elecciones de 1936, agrupando a la izquierda francesa para frenar la amenaza fascista; y sucedió a Léon Blum como presidente del Gobierno en el crucial periodo de 1938-1940.
Como representante de Francia en la Conferencia de Múnich (1938), se dejó arrastrar por la política de «apaciguamiento» del primer ministro británico Neville Chamberlain y accedió a las pretensiones de Hitler sobre Checoslovaquia. Consciente del error cometido, no lo repitió cuando Hitler invadió Polonia: al igual que Inglaterra, Francia declaró la guerra a Alemania, iniciándose así la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El gobierno de Daladier cayó pocos meses después, en marzo de 1940.
Tras la invasión de Francia por los nazis (junio de 1940), Daladier fue detenido por las autoridades colaboracionistas de Vichy y juzgado como responsable de la derrota militar francesa; se defendió con tal empeño que el juicio tuvo que suspenderse (1942). Más tarde fue deportado a Alemania (1943-1945).
Volvió a la política una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, como diputado de la Cuarta República (1946-1958) y presidente del Partido Radical (1957-1958); pero, desprestigiado por sus responsabilidades en el periodo anterior, no consiguió entrar en el gobierno. Tras la instauración de la Quinta República por Charles De Gaulle perdió su escaño de diputado (1958) y se retiró de la política.

Arthur Neville Chamberlain

(Birmingham, 1869 - Heckfield, 1940) Político conservador británico que fue primer ministro entre 1937 y 1940. Era hijo de Joseph Chamberlain (1836-1914), líder de los liberales «unionistas» que se unieron al Partido Conservador y uno de los políticos más influyentes del país a finales del siglo XIX; su hermanastro Joseph Austen Chamberlain (1863-1937) también se dedicó a la política, llegando a ser presidente de la Cámara de los Comunes, ministro en múltiples ocasiones y fugaz jefe del Partido Conservador.

Neville Chamberlain
Neville Chamberlain, en cambio, pasó tardíamente a la política, tras haberse dedicado a los negocios. Fue elegido alcalde de Birmingham en 1915 (su padre ya había destacado en ese cargo en 1873-1876). Su prestigio político se labró al frente del Ministerio de la Salud (1924-1929); la reforma social que introdujo en la sanidad británica consolidó la nueva imagen populista del Partido Conservador, que había empezado a construirse con el ingreso en el mismo de su padre. Luego fue ministro de Hacienda en plena depresión económica mundial (1931-1937), a la que respondió adoptando medidas proteccionistas.
Finalmente, en 1937 consiguió el puesto de primer ministro, que conservaría hasta 1940. Llevó personalmente los asuntos de política exterior, en una línea de apaciguamiento (appeasement) con la que esperaba salvaguardar la paz ofreciendo algunas concesiones a las ambiciones expansionistas de Hitler; dicha política culminó con la Conferencia de Múnich de 1938, que permitió a Alemania anexionarse los Sudetes.
Sólo tras la ocupación alemana de Checoslovaquia comprendió Chamberlain su error y rectificó apresuradamente, acelerando el rearme británico para la guerra que se avecinaba. Acordó entonces con Francia garantizar la integridad de Polonia y, consecuente con dicho compromiso, declaró la guerra a Alemania cuando Hitler ordenó la invasión de Polonia (septiembre de 1939).
Iniciada así la Segunda Guerra Mundial, Chamberlain se mostró tan torpe en la dirección de las operaciones militares como lo había sido en las relaciones diplomáticas anteriores; su propio partido le sustituyó por Winston Churchill, a quien Chamberlain mantuvo su apoyo desde la presidencia del Consejo de Estado.

La democracia

En nuestros días existe cierta unanimidad a la hora de considerar la democracia como, al menos, la menos mala de las posibles formas de gobierno; al mismo tiempo, sin embargo, se reclama una profundización en la misma que depure y aparte de sus teóricas virtudes todos los males que padece: la ominosa influencia de los lobbies y del poder económico sobre los estados, la manipulación de la opinión pública por parte de todopoderosos grupos mediáticos o la escasa honradez de la clase política. Estas deficiencias acaban desvirtuando la democracia como «gobierno del pueblo» (tal es el sentido etimológico del vocablo griego demokratía, formado a partir de las raíces demos, «pueblo», y kratos, «autoridad») para convertirla en algo tan alejado de su sentido original que, muchas veces, merece designaciones burlescas o tristemente rigurosas como platocracia (gobierno de los platós televisivos) o plutocracia (gobierno de los ricos).
Tales críticas son casi tan antiguas como la democracia misma. Para Platón, que soñaba con una república dirigida por filósofos, la democracia era casi el peor de los sistemas: la elección de ineptos para las tareas de gobierno conducía forzosamente al caos, que era aprovechado por algún demagogo para instaurar la tiranía. A mediados del siglo XIX, apenas iniciado su tortuoso camino, las incipientes democracias liberales fueron calificadas por Marx y por la nuevas ideologías obreras de «democracias burguesas», es decir, de refinados instrumentos al servicio de los intereses de la burguesía capitalista, a la que daban la misma cobertura legal que el absolutismo monárquico había dado a la nobleza del Antiguo Régimen.
Con la caída del muro en 1989 y el panorama de atraso y pobreza que habían dejado tras de sí los regímenes comunistas, las virtudes de la democracia parecieron volver a brillar en todo su esplendor. Se llegó a hablar incluso del «fin de la historia», y a concebir el binomio democracia-economía de mercado como el modelo social óptimo al que naturalmente tendía la humanidad. Pero el derrumbamiento del bloque comunista significó también el triunfo del neoliberalismo económico como «pensamiento único» (con toda su carga desreguladora) y la aceleración hasta niveles insospechados de la globalización, cuyas imprevistas consecuencias quedaron al descubierto en el «crack» de 2008.
Para los más apocalípticos, la crisis griega y el desenlace que tuvo en 2015 un referéndum sobre la deuda celebrado en este país es la mejor ilustración de la verdadera situación de las democracias actuales. El problema, afirman, no es que el poder emanado del pueblo se ejerza de forma pérfida, sino que ese poder ha dejado de existir, porque, como consecuencia de la globalización, el mundo está en manos de fuerzas tan ajenas a los ciudadanos y a los gobiernos como los mercados financieros, que desde hace años mueven diariamente sumas de dinero superiores al producto interior bruto anual de países como Francia.

Concepto de democracia

Como sistema de gobierno, la democracia puede definirse como aquella forma de organización política en la que todos los ciudadanos disfrutan del derecho a participar en la dirección y gestión de los asuntos públicos. En el mundo actual raramente esta participación pude ejercerse de forma directa por razones demográficas (los ciudadanos de cada país se cuentan por millones, frente a los miles que podían constituir una polis griega) y por el elevado nivel de complejidad alcanzado tanto por las administraciones como por los asuntos a tratar. Sólo en algunas instituciones políticas próximas (como los ayuntamientos de las pequeñas poblaciones) sería posible una democracia directa.

Debate televisado entre los candidatos a las presidenciales francesas (2012)
De ahí que, en su acepción moderna, democracia equivale a democracia representativa: una forma de gobierno en que la soberanía (el poder) reside en el pueblo, pero el pueblo acepta delegar ese poder en los gobiernos surgidos de los procesos electorales. Conforme a lo establecido en la constitución de cada país (ley fundamental a la que deben someterse las restantes leyes) y al sistema electoral vigente, los ciudadanos eligen representantes cuya participación en las distintas instituciones de gobierno asegura la defensa de sus intereses respectivos. Esos representantes forman parte, por lo general, de diferentes partidos políticos, que mantienen opiniones distintas respecto a la forma que deben adoptar las soluciones de los diversos problemas planteados a la comunidad, y que en los períodos electorales solicitan de los ciudadanos su apoyo para representar sus intereses.
Los representantes elegidos en los comicios se convierten automáticamente en miembros de alguna institución de naturaleza parlamentaria. La denominación de los representantes y de las instituciones en que se integran es sumamente variada: diputados, congresistas, senadores o parlamentarios ingresan (por un periodo de por término medio cuatro años, denominado legislatura) en alguna de las cámaras legislativas (una o dos según los países). En tales cámaras sostienen las tesis de las formaciones políticas por las que se presentaron a los comicios, y elaboran, apoyan o critican los sucesivos proyectos de ley que se someten a debate.
El parlamento es, pues, el poder legislativo, pero también compete al partido o coalición de partidos políticos que ostenta la mayoría en el parlamento elegir un presidente del gobierno, que detentará el poder ejecutivo. Una vez investido, el presidente forma su gabinete situando en los distintos ministerios personas de confianza de su misma formación política, o bien de otra formación con la que se ha llegado a acuerdos.

El parlamento italano
En ocasiones se distingue entre los sistemas parlamentarios (el gobierno se forma a partir del parlamento) y los llamados sistemas presidenciales, en que el presidente es elegido directamente por la ciudadanía en un proceso electoral al margen del seguido para renovar las cámaras legislativas. En realidad, los único que permite definir un sistema presidencial es la existencia de un proceso electoral separado; en la práctica, un presidente así elegido puede tanto detentar el poder ejecutivo (como el de los Estados Unidos) como desempeñar una función simbólica (como el presidente de la República italiana), análoga a la de los reyes en las monarquías democráticas. En este segundo caso, es el gobierno (y no el monarca o el presidente de la República) quien ejerce el poder ejecutivo.

La democracia en la Antigüedad

La democracia nació en algunas ciudades-estado griegas y alcanzó su cénit en la Atenas del siglo V a.C., periodo de máximo esplendor que es llamado «el siglo de Pericles» por el alcance de la renovación política y cultural desarrollada bajo este gran estadista. En la democracia ateniense, los que eran considerados ciudadanos (en aquella época, muy pocos) ejercían el poder a través de una asamblea constituida a tal efecto por todos ellos y asesorada en sus decisiones por otra asamblea de magistrados, previamente elegidos por aquéllos. Esta forma de gobierno tan avanzada tenía sin embargo limitaciones que en la actualidad serían inaceptables, como por ejemplo la existencia de esclavos y la clara discriminación sufrida por las mujeres, que no podían formar parte de la asamblea.

Pericles
No era infrecuente que se produjeran situaciones en las que la normalidad democrática se interrumpía mediante mecanismos que se han repetido a lo largo de la historia. En caso de conflicto bélico, por ejemplo, había que conferir poderes absolutos a algún reputado general o estratega que tomaba a su cargo la dirección de las campañas militares. Si la guerra finalizaba con una victoria, y gracias al prestigio y al apoyo popular obtenido, tales generales a menudo se erigían en dictadores. Algo parecido ocurrió con la primitiva democracia romana; de hecho, incluso en los tiempos de la república, el poder era en la práctica ejercido por la aristocracia romana.
Aun siendo el precedente más ilustre y mejor documentado, no debe suponerse que, a lo largo de la historia, la democracia ateniense fue un fenómeno único y aislado. Por ejemplo, entre las tribus germánicas (de las que tan mala imagen nos ha llegado en comparación con el mundo griego) se practicaba una forma de democracia directa en la que los hombres celebraban asambleas para decidir sobre temas de interés común. Las mujeres estaban también excluidas y las decisiones se sometían a la aprobación de los caudillos militares. Es preciso admitir, sin embargo, que la monarquía hereditaria fue la forma de gobierno dominante en Europa durante toda la Edad Media y hasta bien entrado el siglo XVIII.

La democracia moderna

Sería preciso esperar al siglo XVII para que empezaran a gestarse las primeras formulaciones teóricas sobre la democracia moderna. Fue el filósofo británico John Locke el primero en afirmar que el poder de los gobiernos nace de un acuerdo libre y recíproco, y en propugnar la separación entre los poderes legislativo y judicial.

Charles de Montesquieu
Ya a mediados del siglo XVIII vio la luz una obra capital para la teoría política moderna: El espíritu de las leyes (1748), de Charles de Montesquieu. El filósofo y moralista francés distinguía en ese libro tres tipos diferentes de gobierno: despotismo, república y monarquía (fundamentados, respectivamente, en el temor, la virtud y el honor), y proponía como más prudente y sabia opción la monarquía constitucional. La libertad política quedaría garantizada por la separación e independencia de los tres poderes fundamentales del estado: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Montesquieu formulaba así los principios que serían comunes en todas las democracias modernas.
Entretanto, y a raíz del desarrollo del capitalismo mercantil desde finales de la Edad Media, se había consolidado una nueva clase social: la burguesía. Frente a la anquilosada aristocracia, privilegiada por el absolutismo monárquico, esta clase activa y dinámica aspiraba a un nuevo ordenamiento político que reflejase su poderío económico, y asumió en gran medida el ideario de Montesquieu y otros ilustrados (Voltaire y especialmente Rousseau) que habían minado los fundamentos teóricos de la monarquía de derecho divino. Las hambrunas de la población y las tensiones entre burguesía y aristocracia estallaron abruptamente en la Revolución Francesa (1789-1799), en cuyas sucesivas fases se ensayaron diversos esquemas democráticos, desde la monarquía constitucional hasta (tras la detención y decapitación de Luis XVI) la república con sufragio universal masculino.
Todo ello terminó con el golpe de Estado de Napoleón Bonaparte, que instauró un régimen autocrático conservando a la vez algunas conquistas de la revolución; pese a su aparente fracaso, la difusión de aquellos ideales democráticos forjados en la Francia revolucionaria marcaría la historia europea del siglo XIX, que puede caracterizarse como una sucesión de revoluciones y contrarrevoluciones que, a finales de la centuria, había llevado a la implantación de democracias liberales en parte de los países europeos, tendencia que, también con numerosos vaivenes, proseguiría a lo largo del siglo XX.

La toma de la Bastilla (14 de julio de 1789) ha quedado
como el suceso icónico de la Revolución Francesa
De ahí que la Revolución Francesa haya sido señalada como el punto de arranque de las formas de organización política y social que definen la edad contemporánea. Es justo reconocer, sin embargo, la prioridad de un destacado precedente: los Estados Unidos de América fueron el primer país que, coincidiendo con la proclamación de su independencia respecto a Inglaterra (1776), se dotó de un sistema democrático moderno. Siguiendo parcialmente su ejemplo, las colonias americanas iniciaron en torno a 1810 un proceso de emancipación en que las aspiraciones de autogobierno y los ideales democráticos corrieron paralelos; la lucha contra la dominación colonial fue a la vez una lucha contra el absolutismo monárquico de las metrópolis.

La democracia en el mundo actual

En su evolución a lo largo de los siglos XIX y XX, las democracias modernas experimentaron diversos avances que en conjunto deben juzgarse como positivos, al menos en lo que respecta al reconocimiento y garantía de los derechos individuales. Sirva de ejemplo el derecho a voto, limitado en un principio a los pudientes inscritos en un censo electoral (sufragio censitario) y luego extendido a todas las clases sociales (sufragio universal), aunque solamente a los hombres; el sufragio femenino no empezó a generalizarse hasta después de la Primera Guerra Mundial.
Al mismo tiempo surgieron regímenes que se autoproclamaron democráticos, como las «democracias populares» del este de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, o los de aquellos dictadores a quienes les apetecía legitimarse, ya fuera convocando comicios y falseando el escrutinio («Ustedes ganaron las elecciones, pero yo gané el recuento de votos», declaró en cierta ocasión el general nicaragüense Anastasio Somoza) o bien celebrando periódicamente farsas electorales a las que sólo podía concurrir el propio dictador o su partido. Hoy sólo pueden calificarse de democráticos los sistemas que cumplen una serie de requisitos, entre los que cabe destacar la nítida separación de poderes, el pluripartidismo, la transparencia electoral, la igualdad ante la ley y el reconocimiento de una serie de libertades y derechos fundamentales a los ciudadanos.

Representación de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano,
promulgada por la Asamblea Nacional de Francia en 1789
La separación de los poderes del estado (ejecutivo, legislativo y judicial), y su ejercicio en nombre del pueblo a través de las instituciones establecidas en una constitución refrendada por el conjunto de la nación, constituye en efecto uno de los rasgos esenciales de la democracia como sistema político. El poder legislativo es detentado por una asamblea de carácter parlamentario (a veces dos) que recibe diferentes nombres según los países (Asamblea Nacional, Congreso, Parlamento, Senado, Cortes) y cuyos miembros son elegidos por los ciudadanos. Su labor cotidiana es la presentación, debate y aprobación de las leyes que regulan los más variados aspectos de la vida comunitaria. La legitimidad de tales leyes se fundamenta en que emanan de la voluntad del pueblo, que ha elegido directamente a sus representantes parlamentarios; por esta razón se define al estado democrático como «estado de derecho».
Las principales funciones del gobierno, en quien recae el poder ejecutivo, son gestionar y administrar los recursos e instituciones públicas y velar por la aplicación y el cumplimiento de las leyes. Su poder está limitado por el parlamento; una ruptura o alteración de las alianzas entre las distintas formaciones políticas representadas en el mismo puede provocar la caída del ejecutivo. En casos extremos, y mediante mecanismos establecidos en la constitución (moción de censura, impeachment), el parlamento puede forzar la destitución del presidente y la convocatoria de nuevas elecciones.
En última instancia, son los ciudadanos los que, al menos en teoría, controlan ambos poderes al ser llamados periódicamente a elegir a sus representantes; ante una cita electoral, pueden cambiar la orientación de su voto y apartar del poder a aquellas formaciones y representantes políticos que incumplen sus promesas o revelan su ineptitud o escasa honestidad. El poder judicial, por último, también administra la justicia en nombre del pueblo, aunque son más bien escasos los ordenamientos en que los ciudadanos eligen directamente a jueces, fiscales y demás miembros de los tribunales; los magistrados encargados de velar por el cumplimiento de la constitución, por ejemplo, suelen ser propuestos por las formaciones políticas. La independencia del poder judicial se pone a prueba en los procesos contra la corrupción administrativa y en la interpretación de normas con implicaciones políticas.
En las democracias modernas, las normas constitucionales, elaboradas por los representantes de los ciudadanos en un proceso constituyente, y dotadas de los apropiados mecanismos de reforma, consagran un conjunto de libertades y derechos fundamentales que cubren diversos ámbitos. En el terreno social y político son esenciales, por ejemplo, la libertad de expresión, el derecho a constituir o a integrarse en asociaciones políticas, el derecho de reunión y manifestación y la libertad religiosa. En el ámbito laboral se reconocen del derecho al trabajo y a un salario digno, la libertad sindical y el derecho de huelga; en el cultural, el derecho a la educación. La normas legales aprobadas no sólo no pueden contravenir tales derechos, sino que han de favorecer su tutela y castigar su conculcación.
Históricamente la democracia surgió como reacción frente al absolutismo para imponer la igualdad de derechos y proteger las libertades individuales de las arbitrariedades y abusos del estado, pero de ello no ha de inferirse que las democracias representativas únicamente confieren derechos: también establecen una serie de deberes de obligado cumplimiento. Obviamente, la obligación fundamental de la ciudadanía es el acatamiento de las leyes (cuya promulgación ha delegado en sus representantes) y la obediencia a las autoridades en la medida en que se actuación se ajuste a los preceptos legales. También han de contribuir al sostén del estado a través del pago de impuestos, y, según las legislaciones de cada país, cumplir obligaciones civiles de diversa naturaleza, como por ejemplo servir en el ejército durante un periodo de su juventud o prestar servicios sociales substitutorios.

El nazismo

Existe unanimidad en señalar la crisis del sistema liberal y el auge de los totalitarismos como los fenómenos que caracterizaron el panorama político de la Europa de entreguerras (1918-1939). Durante este periodo, la democracia parlamentaria se vio cuestionada tanto por el comunismo, gradualmente consolidado en la Unión Soviética tras el triunfo de la Revolución rusa (1917), como por las diversas ideologías autoritarias que, surgidas en el convulso clima de la posguerra, se han agrupado bajo la denominación genérica de «fascismos». Los dos más importantes son el fascismo italiano y el nazismo alemán, aunque fueron otros muchos los países que por aquellos años cayeron bajo regímenes dictatoriales; de hecho, sólo Gran Bretaña, Francia, los Países Bajos y los países nórdicos mantuvieron sus instituciones democráticas.
La expansión de los fascismos
La Primera Guerra Mundial (1914-1918) tuvo una importancia capital en la expansión de la ideología fascista y en su ascenso al poder. El conflicto bélico aceleró el declive de los valores cívicos y humanistas (primacía de la razón, fe en el progreso, defensa de las libertades individuales y de la igualdad de derechos), cuya crisis corrió paralela a la inoperancia de las democracias liberales, incapaces de hacer frente a las gravísimas secuelas del conflicto; tanto el funcionamiento del sistema como sus valores serían blanco de las críticas de las nuevas corrientes fascistas, que se pronunciaron contra el parlamentarismo, la democracia y el igualitarismo con la misma contundencia con la que condenaban el comunismo y el sindicalismo.

Hitler aclamado por la multitud (Bad Godesberg, 1938)
Por otra parte, lejos de resolver las tensiones económicas y nacionalistas que la habían ocasionado, la guerra exacerbó el sentimiento nacionalista, especialmente en países como Alemania e Italia, humillados por las condiciones impuestas unilateralmente por Francia, Inglaterra y Estados Unidos en el Tratado de Versalles (1919). Alemania fue declarada culpable de la guerra e Italia, pese a formar parte de la coalición vencedora, no vio compensados sus múltiples sacrificios con la recuperación de los territorios reclamados al antiguo Imperio austrohúngaro. Los movimientos fascistas asumieron aquel nacionalismo revanchista que impregnaba el tejido social como uno de sus núcleos ideológicos.
En el terreno social, las consecuencias económicas de la guerra incluyeron el empobrecimiento generalizado de las clases medias y pequeño burguesas; las privaciones y estrecheces se tradujeron en hostilidad contra el Estado liberal, que no hizo o no pudo hacer nada para reintegrarlas a la sociedad de la posguerra. Parados, burgueses arruinados y excombatientes, incapaces de readaptarse a la vida civil, encontraron en las confusas propuestas doctrinales del fascismo y en sus organizaciones una estructura de acogida que daba respuesta a sus preocupaciones y planteaba soluciones radicales a los problemas. Pero en el fortalecimiento y especialmente en el acceso al poder de los fascismos desempeñaron también un importante papel las clases dominantes: los grandes industriales y propietarios agrícolas, ante la amenaza del comunismo, toleraron o recurrieron a las organizaciones fascistas para oponerse a los sindicatos de obreros y campesinos y a los partidos de orientación comunista que los representaban.
Aun contando con estos factores, no debe olvidarse que parte del éxito del fascismo ha de atribuirse a su mismo «atractivo», o al menos a su «novedad» en un contexto de hastío político y de descrédito del sistema, pues el fascismo se oponía en muchos aspectos a la derecha autoritaria clásica. A diferencia de las dictaduras tradicionales, el fascismo se presentó como un fenómeno de masas (no era elitista) y con una doctrina aparentemente revolucionaria (que se orientaba al futuro y no a la defensa de la tradición), encarnada en un líder o caudillo indiscutido (los líderes fascistas fueron de hecho populares). Un partido único y de masas había de tomar las riendas del Estado y dirigir firmemente la nación hacia un victorioso futuro de prosperidad. De no haber sido derrotados en la Segunda Guerra Mundial, la eficacia de sus formidables aparatos propagandísticos y la violenta represión de cualquier atisbo de disidencia hubiesen probablemente permitido a los distintos regímenes fascistas perpetuarse en el poder.
El nazismo
En tanto que ejemplos paradigmáticos de las nuevas corrientes autoritarias, el fascismo italiano y el nazismo alemán presentan tal grado de afinidad que casi pueden considerarse realizaciones de una misma ideología en distintos territorios. La mutua admiración entre Mussolini y Hitler y la estrecha colaboración entre ambos regímenes antes y durante la guerra corrobora a nivel anecdótico esta impresión. Un mismo contexto de inestabilidad política, descontento generalizado y exaltación nacionalista favoreció el desarrollo del fascismo en ambos países.
En Alemania, tras la derrota en la Primera Guerra Mundial, las instituciones del antiguo Imperio alemán habían sido sustituidas por la federal y democrática República de Weimar, así llamada por haberse constituido en la ciudad de Weimar. En un país de escasa tradición democrática como era entonces Alemania, la joven República se vio pronto sometida a las presiones tanto de la izquierda (los comunistas) como de la derecha nostálgica de la grandeza imperial. La devastación ocasionada por la contienda y las condiciones impuestas por los tratados de paz no facilitaban precisamente su consolidación: durante los primeros años de la posguerra, una inflación galopante sumió en la angustia y en la miseria a las clases medias y bajas; en 1923, la ocupación francesa de la cuenca del Ruhr ante el impago de las reparaciones de guerra supuso una nueva humillación para el país.

Hitler en una celebración nazi (Bückeberg, 1934)
Esta convulsa situación favoreció la aparición de grupúsculos y formaciones extremistas de todo signo. Uno de ellos fue el Partido Obrero Alemán (DAP), organización ultranacionalista que recogía los sentimientos revanchistas, pangermanistas y antisemitas enraizados en parte de la sociedad alemana. En su configuración ideológica se daban cita tanto el anticomunismo como el rechazo al capitalismo y a la democracia liberal. En 1920 la formación pasó a llamarse Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP), añadido del que deriva la abreviatura «nazi». Ese mismo año se incorporó a sus reducidas filas (contaba con apenas medio centenar de afiliados) un joven excombatiente, Adolf Hitler, que al año siguiente se hizo con el control absoluto del partido.
Hitler se dedicó incesantemente desde entonces a darse a conocer en los distintos ámbitos sociales y económicos y a dotar al partido de un aparato fuertemente centralizado y jerarquizado; añadió asimismo toda clase de organizaciones sectoriales al partido (jóvenes, mujeres, abogados, estudiantes), intentando así penetrar en el tejido social. A finales de la década, más de la mitad de los miembros del partido nazi pertenecían a la clase media o pequeño burguesa, pero también contaba con una importante proporción de obreros industriales y campesinos.
El partido tenía unidades organizadas militarmente, las Sturmabteilungen (SA), más conocidas popularmente por los «camisas pardas» debido al color de sus uniformes. Junto a éstas, las Schutzstaffeln (SS), unidades de élite ligadas al propio Hitler mediante juramento, tenían a su cargo la seguridad del líder. Conforme a su propia ideología, el partido había de ser regido por un único «Führer» o caudillo, y Adolf Hitler se erigió en jefe indiscutible del mismo. La esvástica o cruz gamada fue elegida como emblema y, en 1926, se introdujo el saludo al grito de "Heil Hitler" con el brazo derecho levantado.

Propaganda del Partido Nacionalsocialista con la leyenda ¡Viva Alemania!
El movimiento creció paulatinamente, debido en gran parte a la inteligente utilización propagandista del sueño de una patria recuperada, libre de las limitaciones impuestas por el Tratado de Versalles. Su presencia en el parlamento seguía siendo testimonial (2,6% de los votos en 1928), pero la nueva catástrofe social ocasionada por la crisis económica de 1929 (quiebra de los principales bancos, hundimiento de la producción y altísimos niveles de desempleo) y el temor a una revolución comunista entre los sectores conservadores catapultó al partido hasta convertirlo en la fuerza más votada en los procesos electorales de 1932. En enero de 1933, Hitler era nombrado canciller.
Hitler no fue el teórico del nazismo (se lo habría impedido su limitada cultura), y la ruda filosofía vitalista de la que se erigió en portador derivaba más bien de corrientes irracionales y autoritarias que ya habían aparecido en la tradición alemana y europea en el siglo XIX y principios del XX. En cambio, sí fue el despiadado y eficientísimo organizador del movimiento nazi en primer lugar, y, una vez en el poder, del Estado alemán. Alcanzada la cancillería, Hitler liquidó de inmediato las instituciones democráticas de la República de Weimar, se invistió de poderes de excepción y estableció una dictadura de partido único apoyada en la rápida penetración de miembros del partido en todos los puestos de responsabilidad del Estado, en una eficaz organización propagandística y en la persecución implacable de toda disidencia.
Apenas dieciocho meses después de su nombramiento, el Führer era dueño absoluto de Alemania. Sus convicciones y sus intereses políticos triunfaron gracias al rigor con que aplicó siempre las leyes de la violencia y a la absoluta falta de respeto a cualquier género de oposición, incluso la interna, como lo demuestra la cruenta purga desatada entre las filas del mismo partido nazi en la llamada «Noche de los cuchillos largos» (30 de junio de 1934). Las masas fueron cautivadas por los espectaculares desfiles militares perfectamente organizados, por los sugestivos ritos de las asambleas del partido y por efectivos lemas acerca de la grandeza del país, mientras todos los ciudadanos eran minuciosamente controlados por la Gestapo, la temida policía secreta.

Concentración nazi en Núremberg (octubre de 1934)
El nazismo ocultó su naturaleza despiadada tras una confusa filosofía en la que se mezclaban las evocaciones a la tradición romántica de una Alemania "bárbara" pero vital, el culto y la exaltación de la fuerza, el desprecio por los ideales igualitarios y democráticos (vistos como señal evidente de debilidad y de escasa virilidad) y la superioridad del pueblo alemán, cuya misión no era sino destruir y sustituir a las otras razas, inferiores y decadentes. El igualitarismo fue substituido por el principio de jerarquía, que condujo a la militarización de la vida social y laboral, mientras en el terreno económico la autarquía y el intervencionismo favorecían un desarrollo industrial preferentemente armamentístico que preparaba, por la vía militar, la realización del ideal pangermánico (la unificación bajo un solo Estado de los pueblos de lengua alemana) y la conquista del «espacio vital», es decir, del ámbito territorial que la nación precisaba para asegurar su prosperidad.
En temas políticos más concretos, como el rechazo frontal al Tratado de Versalles, Hitler supo ser intérprete de la frustración y de las contradicciones de una sociedad destrozada por la guerra, situación agravada por la nula voluntad conciliadora de los vencedores y la insoportable presión de las condiciones que éstos habían impuesto. El pangermanismo, la doctrina del «espacio vital» y la idea de la superioridad de la raza aria conducirían no solamente a la Segunda Guerra Mundial, sino también al holocausto: seis millones de judíos y miembros de otras razas fueron asesinados en los campos de concentración, en uno de los crímenes contra la humanidad más monstruosos de la historia universal.
Mi lucha
Aunque ninguno de sus planteamientos y propuestas era original, Hitler expresó personalmente su ideario en una autobiografía espiritual, Mi lucha (Mein Kampf, 1925), de la cual aparecería en 1961 una parte inédita de carácter más teórico-programático. La obra fue escrita en 1924, durante el cumplimiento de su condena por el putsch de 1923 en la prisión de Landsberg, y se publicó en Múnich en dos volúmenes (1925 y 1927) que alcanzaron una enorme difusión con el ascenso al poder del partido nazi (cuatro millones de ejemplares hasta 1939).
La primera parte de Mi lucha es de carácter autobiográfico y reconstruye su juventud en Austria y, en particular, el período de Viena (hasta 1912), cuando en la mente inquieta del joven Hitler germinaron los sueños de grandeza alemana y el odio antisemita. Sigue a ello su etapa en Múnich y la participación en la Primera Guerra Mundial, a la que Hitler se incorporó como voluntario en un regimiento de Baviera, y luego, una vez finalizada la contienda, su ingreso en el Partido Obrero Alemán y el activismo en el seno de esta formación ultraderechista que, con su bagaje de superioridad aria y de revanchismo, se rebautizaría como Nacionalsocialista en 1920.

Cartel invitando a enrolarse en la marina
De aquí en adelante, los datos autobiográficos y la predicación propagandista, los escorzos de una absurda filosofía de la historia y la mística de la raza se suceden en mezcolanza en una obra que ha sido definida como el manual del nazismo, especialmente en lo que respecta a sus conceptos sobre la raza alemana. "El que habla de una misión del pueblo alemán en la tierra, debe saber que ésta sólo puede consistir en la formación de un estado que considere, como supremo objetivo suyo, la conservación y desarrollo de los elementos más nobles y más íntegros de nuestra raza ante toda la humanidad."
Es decir, Hitler ve en el hombre únicamente un medio para alcanzar un fin: la conservación de su sustancia racial. No solamente afirmaba que era preciso "transformar a todo alemán y hacer de él un tipo nuevo de hombre", o "fustigar a las masas para lanzarlas adelante aunque fuese con histérica violencia", sino que aseguraba que "sólo quien está sano puede procrear, pues es escandaloso engendrar hijos malsanos o defectuosos". Por esta razón, el antisemitismo ocupa un lugar central en toda esta doctrina: hay que destruir al "insecto", prohibir el matrimonio mixto que engendra "monstruos mitad hombres y mitad monos" y acabar con la semilla hebrea en la tierra alemana. La raza aria ha de ser purificada; pero además, en tanto que raza superior (pues no todas las razas son iguales), está legitimada para ejercer su dominio sobre las inferiores, lo que justificaría tanto el expansionismo militar como el genocidio judío.
Por otra parte, frente a cualquier tipo de concepción igualitaria, sea de origen liberal y burgués o de procedencia marxista o comunista, Hitler defiende a ultranza el principio de jerarquía en la organización política y social, principio que reserva el mando a los mejores y que desemboca en la exaltación de una personalidad "única", la del «Führer» o líder: "No hay decisiones de la mayoría, sino sólo personas responsables. Cada hombre tiene a su lado consejeros, pero la decisión es asunto de un hombre solo. Sólo él tendrá la autoridad y el derecho de mandar: el parlamento se limitará a dar consejos, pero ninguna cámara podrá decidir por votación. Este principio, que asocia la autoridad absoluta con la absoluta responsabilidad, creará progresivamente una élite de jefes".
Y del mismo modo en que ha de afianzarse la jerarquía interna de los más puros y fuertes, así también el pueblo alemán ha de ejercer, como ario puro, su dominio sobre todos los demás, después de haber destruido al enemigo interno, el judío. Tal dominio ha de llevar primeramente a la plena unificación del mundo de lengua alemana, pero también a la expansión ulterior del predominio germánico, de acuerdo con la teoría del «espacio vital». La misma presunción de una misión divina está en esta superioridad del alemán y en la persecución de los judíos ("Luchando contra el judío, defendiendo la obra del Señor").
El desarrollo de Mi lucha contiene también un programa político más inmediato. Desde la previsión apocalíptica, Hitler desciende hasta la exigencia de una revisión radical del tratado de Versalles y a la revancha contra Francia. Sin embargo, ya desde entonces Hitler preveía que la expansión de Alemania no podía contar con la sumisión de Occidente y tendría lugar hacia las llanuras del Este. Escrito en condiciones de total excitación propagandista, el libro desafía todo sentido crítico, es decir, no se razona ningún principio o afirmación. Cada propuesta vale por su ruda violencia; cada idea no tiene más antecedentes culturales que los del pensamiento nacionalista y racista más reciente, desde Oswald SpenglerH. S. Chamberlain y Arthur Moeller hasta los teóricos estrechamente vinculados al partido, como Gottfried Feder y Alfred Rosenberg, a los que únicamente puede sumarse una gran admiración por figuras tan mal interpretadas por el nazismo como Nietzsche y Wagner.
Por lo demás, el texto carece de toda finura ni originalidad, como no sea la del odio sin medida y la de la mística racial más inmediata. Tal vez fueran precisamente la cruda violencia, el dogmatismo de la repetición incansable y el simplismo primitivo los elementos que dotaron a la obra de un poder de penetración y resultaron en la inhumana propagación de sus fórmulas. Todo lo que el dictador puso en práctica diez años más tarde se encontraba perfectamente expuesto en este libro, pero a pesar de ello nadie se sintió tan amenazado como para intentar detener, antes de que fuera demasiado tarde, al peligroso fanático que se anunciaba en sus páginas.