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viernes, 27 de diciembre de 2019

Isabel II de Inglaterra

(Isabel Alejandra María Windsor; Londres, 1926) Actual reina del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, en el trono desde 1952. Coronada tras el fallecimiento de su padre, el rey Jorge VI, Isabel II de Inglaterra ha protagonizado el más dilatado reinado de la historia del país: en 2016 alcanzó y sobrepasó los 64 años de la «era victoriana» de su tatarabuela, la reina Victoria I de Inglaterra (1837-1901).

Isabel II de Inglaterra

Primogénita de los duques de York y tercera nieta del rey Jorge V de Inglaterra, Isabel Alejandra María Windsor se convirtió en la heredera del trono cuando su padre fue coronado en 1936 con el nombre de Jorge VI, tras la abdicación del hermano de éste, Eduardo VIII. En marzo de 1945, poco antes de que concluyera la Segunda Guerra Mundial, ingresó en el Servicio Auxiliar de Transporte.
Dos años más tarde, en 1947, Isabel contrajo matrimonio con el teniente Felipe de Mountbatten, príncipe de Grecia y Dinamarca, más conocido a raíz de este enlace como Felipe de Edimburgo; Felipe e Isabel recibieron el título de duques de Edimburgo. Fruto de esta unión serían sus cuatro hijos: Carlos, príncipe de Gales y heredero del trono, nacido en 1948; la princesa Ana, nacida en 1950; Andrés, duque de York, nacido en 1960; y Eduardo, conde de Wessex, en 1964. Isabel fue consciente de su papel desde muy joven, y asumió con responsabilidad sus obligaciones de princesa heredera.

Isabel II de Inglaterra

A principios de 1952 falleció el rey Jorge VI; Isabel recibió la noticia del óbito de su padre en Kenia, entonces colonia británica convulsionada por las acciones terroristas de los Mau Mau. El 2 de junio de 1953, Isabel II fue coronada reina del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte en la antigua abadía de Westminster, en una fastuosa ceremonia a la que asistieron jefes de Estado y representantes de las casas reales europeas y que miles de personas pudieron seguir por primera vez a través de la televisión.
A pesar del reducido papel político al que se vio reducida la monarquía británica tras la Segunda Guerra Mundial, esencialmente simbólico, y de los cambios que se produjeron en la relación con las antiguas colonias, Isabel II procuró preservar el carácter unificador de la Corona en el espacio político del antiguo imperio británico, convertido en la Commonwealth tras el proceso de descolonización iniciado en los años 60. Con este objeto viajó por todo el mundo como no lo había hecho ningún otro monarca británico, estrechando vínculos con súbditos de las más diversas razas, creencias y culturas. Incluso en Australia instauró la costumbre de los paseos más o menos espontáneos, para mezclarse y saludar sin protocolo a la gente de la calle. En otro orden de cosas, en 1960 dispuso que los miembros de la familia real que no fuesen príncipes o altezas reales llevasen el apellido Mountbatten-Windsor.

Con Felipe de Edimburgo

No obstante la popularidad y el respeto que le dispensaban sus súbditos, Isabel II no pudo evitar que los escándalos familiares denotasen la existencia de cierto anquilosamiento en las estructuras de la monarquía. El año 1992 (que la misma soberana calificó de annus horribilis) fue un punto de inflexión al divulgarse las desavenencias conyugales de sus hijos: el príncipe Andrés se separó de Sarah Ferguson, las tensiones entre Carlos de Inglaterra y la popular «Lady Di» (Diana de Gales) pasaron al dominio público, y se consumó el divorcio de la princesa Ana, separada tres años antes de Mark Phillips.
Por si fuera poco, un incendió que causó cuantiosos daños materiales en el Palacio de Windsor, residencia de la reina, originó ese mismo año una agria polémica; el gobierno anunció precipitadamente que correría con los gastos de las reparaciones, sin tomar en cuenta ni el fabuloso patrimonio ni las exenciones fiscales de que disfrutaba la monarquía. El resultado de todo ello fue un fuerte descenso de la popularidad de la institución. La crisis se recrudeció con el divorcio del príncipe Carlos (1996) y muy especialmente tras el fallecimiento en un accidente automovilístico (agosto de 1997) de su ex esposa, la princesa Diana de Gales, en quien el pueblo vio una víctima tanto del comportamiento adúltero del príncipe Carlos como de la insensibilidad de la familia real.

Con el príncipe Carlos y Diana de Gales

Las repercusiones que tales hechos tuvieron en la opinión pública indujeron a Isabel II a buscar nuevos caminos de acercamiento al pueblo, y dedicó desde entonces múltiples esfuerzos a ofrecer una imagen menos fría y protocolaria de la corona. Tal propósito se hizo explícito en la celebración de las bodas de oro de su matrimonio con el duque de Edimburgo (20 de noviembre de 1997): en un discurso pronunciado en el banquete ofrecido por el primer ministro con tal motivo, la reina prometió abrir la monarquía a los ciudadanos.
En este sentido cabe interpretar decisiones tan dispares como la de pagar impuestos sobre sus bienes e ingresos, dar un tono popular y familiar a las celebraciones de la corona o visitar a las víctimas de actos terroristas, gestos que dieron lentamente sus frutos hasta relegar al olvido los delicados años 90. Los pocos que la conocen (casi nunca ha concedido entrevistas) señalan el alto sentido del deber y el apego a la tradición como los principales rasgos de su carácter; es ordenada y práctica, gusta de los juegos de salón y de los rompecabezas, y siente pasión por los caballos y los perros.

Luis XIV de Francia

Luces y sombras de un reinado
Traspasado de glorias y catástrofes, los excesos del reinado de Luis XIV de Francia, sobre todo en lo que a la guerra se refiere, fueron terribles. Sin embargo, a pesar de las dificultades y de los errores y del éxito relativo de la política de prestigio, Francia consiguió ponerse a la cabeza de las naciones europeas. El resultado más duradero del reinado fue el desarrollo del absolutismo administrativo. El estado obtuvo un poder de intervención, de decisión y de iniciativa que sometía con progresiva eficacia a todos los súbditos a una autoridad ejercida en nombre del rey, pero que partía en realidad del Consejo y de sus ministerios y que los intendentes aplicaban en las provincias. Las instituciones provinciales y municipales perdieron gran parte de su autonomía en beneficio del centralismo monárquico.
Luis XIV de Francia
Luis XIV asimiló de los ideólogos de la monarquía absoluta, como Jacques Bossuet, la concepción divina del poder regio. El rey se consideraba el ejecutor de la voluntad de Dios en la tierra. Profundamente empapado de estas convicciones y habiendo asumido los deberes que implicaban, Luis XIV se esforzó con denuedo por extender su poder a todos los confines de su reino y de dotarse de un halo de gloria que elevase su majestad hasta el cielo. Fue un trabajador incansable, lo que le permitió imponer un control hasta entonces inusitado sobre la vida política y administrativa del reino, sobre la sociedad, la cultura y la religión. En lo exterior aprovechó sagazmente la debilidad de la Casa de Austria, en franco declive a fines del siglo XVII. Ello le permitió difundir con éxito por Europa la idea de que Francia era la nueva gran potencia mundial, guiada por una dinastía que él hacía remontar falazmente hasta Carlomagno. Su audacia al proclamarse el monarca más poderoso con una ostentación ofensiva para el resto de monarquías, y la alarma que sus ambiciones despertaban en el resto de las potencias, acabarían desbaratando los sueños de gloria del Rey Sol.
Símbolos de la monarquía absolutista de Luis XIV son el inusitado esplendor de la vida cortesana y la magnificencia de Versalles. El rey organizó un culto cortesano a su persona como método de proclamación pública de su grandeza. Para Luis XIV las fiestas y ceremoniales eran parte central de los asuntos de Estado y escribió: "al pueblo le gusta el espectáculo. Por él conservamos su espíritu y su corazón". En el ritual de la corte, a menudo el rey aparecía disfrazado de sus personajes favoritos: Marte, Apolo, el Sol... Esta ostentación era, más allá del derroche, un sistema eficaz de domesticación de la nobleza. El rey invitaba a los nobles a vivir en la corte, seduciéndolos con la posibilidad de obtener mercedes y de disfrutar de los placeres cortesanos, empujándoles a malgastar sus herencias en gastos suntuarios, lo que hacía que dependieran cada vez más de la privanza regia. Fue necesario ampliar los órganos domésticos de la corte para dar cabida a los aristócratas que buscaban mantenerse en el círculo cortesano. Los nobles fueron desposeídos del poder político a cambio de las añagazas del culto monárquico.
Bajo su férula, Francia alcanzó cotas desconocidas hasta entonces. Sustituyó a Italia en la vanguardia de la creación artística gracias al impulso dado a las artes desde la época de Luis XIII y Richelieu. Luis XIV llevó el arte francés a su cenit: CorneilleRacine y Molière en el drama, Le Brun y Mignard en la pintura, Louis Le Vau y Hardouin-Mansart en la arquitectura. A semejanza de la Academia francesa, que velaba por la pureza de la lengua, fueron creadas otras academias: la de las Inscripciones o Pequeña Academia (1663), dedicada a las medallas y a las inscripciones epigráficas; la de Pintura y Escultura (1664), la de Ciencias (1666) y la de Arquitectura (1671). La gloria personal del monarca fue fuente inagotable de inspiración para los artistas. Luis XIV se convirtió en Apolo o en Alejandro Magno en las obras de Le Brun, como encarnación de la majestad legendaria. Fue esta la época de la creación de un estilo verdaderamente francés, el clasicismo, surgido de la transformación del arte italiano penetrado de los ideales del despotismo monárquico.

Junto a Colbert en la Academia de Ciencias

Medio siglo después de la muerte de Luis XIV, Voltaire se confesaba fascinado por la voluntad de poder y el sentido de la majestad de este soberano. Al filósofo ilustrado se debe la famosa locución "el Siglo de Luis XIV", utilizada de forma recurrente para denominar la época del absolutismo monárquico. Para la historiografía heredera de la Revolución Francesa, sin embargo, Luis XIV se convirtió en el símbolo del despotismo salvaje y militarista.
El absolutismo monárquico
La muerte de Mazarino en marzo de 1661 llevó a Luis XIV a asumir personalmente las riendas del poder. Contaba por entonces veintidós años y su voluntad de ejercer de forma directa el gobierno del Estado dejó a la corte asombrada. El rey escribió en sus Memorias para la instrucción del Delfín que su oficio era el más "noble, grande y delicioso", y se resolvió a desempeñarlo sin la mediación de los ya tradicionales validos.
La reforma de la administración central emprendida por Luis XIV obedeció a su voluntad personal de concentrar en torno a sí y a sus escasos colaboradores de confianza las funciones supremas de gobierno. El rey heredó de Mazarino a sus principales ministros: Michel Le Tellier, Jean Baptiste Colbert, Hugues de Lionne y Nicolás Fouquet, que en su mayoría se mantuvieron en sus cargos durante muchos años. En el transcurso de su largo reinado, Luis XIV nunca nombró un primer ministro.
Las decisiones del rey tenían fuerza de ley; eran la ley misma, en virtud de un absolutismo regio que se convirtió en paradigmático, elaborado a un tiempo a partir de la tradición feudal y del derecho romano. Luis XIV recortó el poder de los cargos tradicionales de la monarquía, como el de canciller o el de condestable; mantuvo alejada del poder a la nobleza de sangre y favoreció el ascenso de los funcionarios plebeyos y de la nobleza nueva salida de las filas de la burguesía, ganándose, de este modo, su fidelidad. Al final de su vida, el propio rey explicaba así esta política a su nieto y heredero: "no me interesaba tomar a hombres de posición más eminente. Ante todo, era preciso establecer mi propia reputación y dar a conocer al pueblo que, precisamente por el rango que poseían, no era mi intención compartir mi autoridad con ellos. Lo que me importaba era que no concibiesen mayores esperanzas que las que yo quisiera darles, lo que resulta difícil para personas de alta cuna". Los funcionarios fieles al rey crearon auténticas dinastías de burócratas que se perpetuaron en los puestos de las secretarías de estado.

El palacio de Versalles

Durante los primeros veinte años del reinado la corte fue itinerante, ya que el rey conservaba su temor juvenil a los tumultos de París. La mayor parte del año el monarca vivía alejado de la capital, entre los palacios de Fontainebleau, Saint-Germain o Chambord. Finalmente ordenó la construcción de un gigantesco palacio en Versalles, junto a París, que habría de convertirse en el símbolo por antonomasia de su grandeza y en el más acabado ejemplo del nuevo lenguaje estético vinculado ideológicamente al absolutismo monárquico.
En Versalles se instalaron los servicios ministeriales y la casa del rey. La corte se trasladó al nuevo palacio en 1682, aunque las obras no se dieron por concluidas hasta el final del reinado. El primer proyecto arquitectónico correspondió a Louis Le Vau y fue completado posteriormente por Hardouin-Mansart, autor de los célebres jardines. El rey supervisó personalmente la construcción del palacio, dejando su huella personal en las soluciones arquitectónicas de la obra más importante del clasicismo francés. Luis XIV estableció así un verdadero despotismo estético en el que plasmó, junto a su afición al arte italiano, las concepciones ideológicas de la monarquía de derecho divino.
Luis XIV convirtió a los consejos en verdaderos ministerios administrativos. El Conseil d'en Haut o Consejo Supremo fue el principal órgano de gobierno. De él quedaron excluidos los príncipes de sangre e incluso la propia reina madre. Creó organismos nuevos para una monarquía que cada vez más era una máquina burocrática: el Conseil de Dépêches para las relaciones con las provincias, el Conseil des Finances, el Conseil de Justice o la inspección general de hacienda. Para garantizar el orden interno y el cumplimiento de la voluntad regia, Luis XIV fortaleció un eficacísimo cuerpo de intendentes, verdadero instrumento de represión de la monarquía. Conseguir la obediencia a la autoridad monárquica en el interior y asegurar la hegemonía y reputación francesas en el exterior fueron las reglas esenciales de la política del Rey Sol.
La administración
Jean-Baptiste Colbert, antiguo intendente de Mazarino y hombre de gran inteligencia política, fue su principal consejero durante buena parte del reinado. Nombrado controlador general de finanzas, se encargó de la reorganización del Consejo de Hacienda y recibió las secretarías de estado de la Marina y de la Casa del Rey. De él dependían los intendentes de provincias, el comercio, la navegación, las aguas y bosques y las colonias ultramarinas. Para evitar la concentración de poder en manos de Colbert, Luis XIV entregó los ministerios del ejército de tierra y de política exterior a otros consejeros.

Jean-Baptiste Colbert

La reforma fiscal impulsada por Colbert en los primeros años del reinado resultó infructuosa, al negarse el rey a sacrificar su política de prestigio con el fin de sanear la hacienda. El ministro quiso emprender una modernización de las estructuras económicas de Francia aplicando novedosos principios mercantilistas: creó las manufacturas del Estado, entregó privilegios a las empresas privadas, mejoró la administración de los bosques, impulsó la construcción de navíos de guerra para la protección de la flota mercante y de las costas y fomentó la creación de compañías comerciales para las Antillas, el golfo de Guinea y el Báltico. La mayor parte de estas medidas fracasaron por aplicarse en un contexto económico internacional poco propicio y por chocar con la concepción tradicional que de las prioridades del estado profesaba el soberano francés. Francia, sin embargo, era la potencia más rica de Europa.
La política colbertista tuvo mayores éxitos en el ámbito interno. La preservación de la obediencia a la monarquía significaba la presencia continua de agentes del poder central (oficiales e intendentes) en todas las regiones del reino. Gracias al eficaz funcionamiento del sistema de intendencias, se impuso un inusitado control del orden público ejercido por el estado central, lo que conllevó un retroceso importante de la libertad privada y de las corporaciones públicas tradicionales. Ello se tradujo en un reforzamiento del carácter administrativo de la monarquía.
Política religiosa
La suntuosidad de la corte enmascaraba las graves dificultades del gobierno interior, particularmente en materia religiosa. La unidad de la fe en torno a la iglesia católica representaba un papel esencial en la política centralizadora del reino, como garantía de orden y de estabilidad social, según la concepción de Luis XIV. Aunque cercano a la Santa Sede, el rey deseaba consolidar la independencia tradicional del galicanismo monárquico.
La extensión a todos los obispados de un derecho que reservaba a la monarquía la provisión de beneficios en ciertas diócesis suscitó un grave conflicto con el papado, al tiempo que levantaba la resistencia de los obispos de tendencia jansenista. El rey exigió a la asamblea extraordinaria del clero convocada para tal fin que recogiera sistematizada y ampliada la doctrina galicana para hacer frente a las pretensiones papales. De dicha asamblea surgió la llamada Declaración de los Cuatro Artículos de 1682, condenada por Inocencio XI y sus sucesores y que Luis XIV hizo enseñar en los seminarios.
La unidad religiosa significaba además un nuevo conflicto con los protestantes. En los primeros años de su gobierno, Luis XIV mantuvo en vigor el Edicto de Nantes que regulaba desde 1598 la situación de los protestantes en el interior del reino. Pero desde 1669 se dictaron sucesivas medidas que restringían la libertad religiosa y se cumplieron a rajatabla las cláusulas del Edicto de Nantes en cuanto a la limitación de las actividades culturales de los protestantes. Al parecer, tras este repentino celo religioso del rey se encontraba su política de prestigio, que le impulsaba a convertirse en adalid del cristianismo europeo, en competencia con el emperador alemán, vencedor reciente de los turcos.
Entre 1679 y 1685 se hizo pública una serie de edictos que liquidaron las garantías legales del Edicto de Nantes y desencadenaron la represión militar contra los hugonotes. En 1685, por el Edicto de Fontainebleau, quedaron definitivamente revocadas las disposiciones de Nantes. Las consecuencias de esta decisión fueron desastrosas: la elite social de los protestantes emprendió el camino del exilio, llevando consigo sus fortunas y sus conocimientos técnicos a sus países de acogida, Brandeburgo y las Provincias Unidas, mientras que los países protestantes denunciaban violentamente la tiranía de Luis XIV.

Jacques Bénigne Bossuet

En otro frente de acción, el rey emprendió la persecución del jansenismo. La moral austera y la práctica de rigor religioso preconizadas por Jansenio habían alcanzado gran difusión en el reino gracias a las obras de los escritores piadosos, como Pasquier Quesnel, que criticaban duramente el absolutismo regio. A su subida al trono, Luis XIV asumió la bula papal de 1653 que declaraba herética la doctrina jansenista. A fines del reinado la persecución se recrudeció y el rey pidió al Papa la promulgación de la bula Unigenitus, que condenaba las doctrinas del padre Quesnel. Las monjas de los conventos jansenistas parisienses se resistieron enconadamente a la disolución de sus comunidades, hasta que en 1709 se eliminaron violentamente los últimos rescoldos jansenistas de la capital. La ofensiva contra la moral jansenista estuvo dirigida por obispos muy próximos a la monarquía: Jacques Bossuet y François Fénelon, quien también erigió en sus escritos una doctrina de carácter místico, el quietismo, que pronto perdió el apoyo regio.
La política exterior
Ha sido materia de controversia historiográfica la cuestión de si Luis XIV siguió desde el inicio de su reinado un programa preestablecido en su política exterior. Según algunos autores, ésta estaría marcada por dos objetivos precisos: el establecimiento definitivo de las fronteras del reino y la sucesión al trono español tras la muerte de Carlos II. Ambos objetivos apuntarían a la consecución de la hegemonía europea para Francia.
En el caso de la sucesión al trono español, Luis XIV comenzó reclamando los derechos de su esposa, la infanta española María Teresa de Austria, cuya dote matrimonial nunca fue pagada. Las capitulaciones matrimoniales establecían que, a cambio de dicha dote, la infanta renunciaría a todos sus derechos sobre el imperio español. Desde la muerte de Felipe IV de España en 1665, Luis XIV buscaría compensaciones territoriales pretextando estos derechos. El enfrentamiento con España se hizo inevitable dadas las continuas violaciones territoriales cometidas contra los dominios hispánicos.

Luis XIV y Felipe V sellan el
tratado de los Pirineos (1659)

En lo que respecta a las fronteras, su configuración era muy vaga, incluso después de los acuerdos territoriales de las paces de Westfalia y los Pirineos. Luis XIV ambicionaba extender su reino hasta lo que consideraba sus "fronteras naturales", es decir, a lo largo de todo el cauce del Rin por el este y hasta las costas flamencas por el norte; se trataba de devolver a Francia los límites de la antigua Galia. Aunque el rey persiguió ambas metas durante su reinado, no cabe afirmar que su política exterior siguiera líneas de actuación precisas. Su mayor preocupación era sin duda su propia gloria, que identificaba con la de Francia, de acuerdo con la célebre sentencia que comúnmente se le atribuye: "el Estado soy yo". Aunque Luis XIV nunca dijera tal cosa, la frase resume fielmente sus ideario.
La política de prestigio exterior implicaba el fortalecimiento del ejército. La guerra fue el recurso predilecto de Luis XIV para imponer sus pretensiones de hegemonía y el ejército un instrumento imprescindible de su política. El rey encomendó su administración y reforma a uno de sus más leales colaboradores, Michel Le Tellier, al que más tarde sustituiría su hijo Louvois. Le Tellier introdujo mejoras en el armamento de infantería y caballería, en el empleo de la artillería y en el aprovisionamiento de las fortalezas. El ejército se convirtió en un arma al servicio de la monarquía y se eliminaron en parte los lastres feudales que lo entorpecían. A su cabeza, Luis XIV mantuvo a los generales del final del reinado de su padre, Turenne y Condé, hombres de probada pericia militar.

Michel Le Tellier
Hacia 1667 el ejército francés, con unos 72.000 hombres, era, tanto en número de efectivos como en capacidad ofensiva, superior al resto de los ejércitos europeos. Las sucesivas contiendas sirvieron para poner a prueba las reformas introducidas y para emprender otras nuevas. Al tiempo que se perfeccionaba el ejército de tierra, Colbert y posteriormente su hijo, Seignelay, dotaron a Francia de una poderosa marina, con la construcción sistemática de navíos de calidad en los arsenales de Brest y de Toulon. El ingeniero Vauban introdujo en las villas fronterizas y en los puertos un nuevo sistema de fortificaciones que convirtieron a Francia en un territorio casi inexpugnable. El permanente estado de guerra obligó a incrementar continuamente los efectivos militares, recurriendo a las levas forzosas, muy impopulares entre la población. Aunque subsistieron muchos de sus antiguos vicios, el ejército de Luis XIV fue el más eficaz de su tiempo.
Las contiendas europeas
La primera fase del reinado, entre 1661 y 1679, se caracterizó por los éxitos en la política exterior, desarrollada en el sentido de la tradicional rivalidad hispano-francesa. Cuando en 1661 Luis XIV se hizo cargo del gobierno, Francia contaba con la alianza exterior de Suecia, Inglaterra y las Provincias Unidas. Como soberano francés se había convertido en el garante de los tratados de Westfalia y en protector de la Liga del Rin, alianza interna de varios príncipes imperiales. Disponía por ello de una poderosa clientela en Alemania. Esta situación le permitió emprender su ofensiva contra el imperio español.
A la muerte de Felipe IV de España, Luis XIV reclamó los Países Bajos españoles como parte de la herencia de su esposa María Teresa de Austria, iniciando en 1667 una guerra en la que se invocó el "derecho de devolución", por lo que se conoce al conflicto como Guerra de Devolución. Luis XIV tomó posesión de once villas fronterizas del norte, entre ellas Lille. El rey pretendía aislar a España con la formación de una triple alianza con Suecia, las Provincias Unidas e Inglaterra, asegurándose la neutralidad del Imperio. Pero por razones religiosas, políticas y, sobre todo, económicas, la rivalidad con las Provincias Unidas era difícil de superar. La guerra concluyó con la paz de Aquisgrán de 1668. La paz fue fruto de las presiones de Inglaterra y Holanda, alarmadas por los triunfos franceses a pesar del aislamiento internacional en que Luis XIV había conseguido colocar a España. Los acuerdos entregaron a Francia parte de Flandes y devolvieron momentáneamente a España el Franco Condado, conquistado durante la guerra.
Tras cuatro años de preparación diplomática, en 1672 Luis XIV abrió finalmente una ofensiva armada contra las Provincias Unidas. En pocas semanas el avance del ejército francés obligó a los flamencos a pedir la paz. Las condiciones impuestas por Francia eran tan duras que provocaron una revuelta en La Haya, la caída del gobierno republicano de Jan de Witt y la llegada al poder del statúder Guillermo de Orange, que habría de convertirse en uno de los más acendrados enemigos de Luis XIV: además de interesarle sobremanera eliminar la hegemonía francesa, Guillermo encarnaría en su persona una monarquía parlamentaria en lo político y de ideas tolerantes en lo cultural-religioso, diametralmente antagónicas con el absolutismo e intransigencia de Luis XIV.

Luis XIV ante Maastricht (Pierre Mignard, 1673)
Se formó entonces una coalición entre las Provincias Unidas, España, el Emperador y el duque de Lorena. El teatro de operaciones se trasladó desde las Provincias Unidas a los Países Bajos españoles, el Franco Condado y Alsacia. La novedad fue el desarrollo de la marina francesa, con la guerra de escuadras y la de corso. Las flotas española y flamenca sufrieron graves reveses en el Mediterráneo, junto a Sicilia, ocupada por tropas francesas.
La guerra concluyó con la paz de Nimega, que garantizó a Francia grandes ventajas territoriales. Luis XIV obtuvo el Franco Condado, numerosas plazas en Hainaut, en Flandes marítimo y en Artois, lo que dio un trazo continuo a la frontera noreste de Francia. En Lorena, Nancy fue entregada a dominio francés y la región de Alsacia quedó sometida a su administración directa. Se estableció un tratado comercial con las Provincias Unidas que favorecía la competencia del mercado francés. Sin embargo, a la paz siguieron las anexiones violentas de territorios por parte de Francia, que invocaba los derechos proclamados por las cámaras de reunión creadas con este fin, y se aconsejaba la anexión de Estrasburgo y Alsacia, así como numerosas plazas españolas. Aislada de nuevo, España se lanzó a la guerra (1683-1684), que terminaría con la pérdida de parte de Luxemburgo y otras plazas fronterizas, como Casal, en la tregua de Ratisbona.
La guerra de la Liga de Augsburgo
Tras el primer período de éxitos internacionales, suele señalarse en el reinado de Luis XIV una larga época de declive que se prolongó hasta la muerte del rey en 1715. En este período se desarrollaron las dos grandes guerras de coalición que habrían de poner en cuestión la hegemonía francesa en el continente: la de la Liga de Augsburgo o de los Nueve Años (1688-1697) y la de Sucesión al trono de España (1700-1713). Dos conflictos de larga duración que coincidieron con momentos de crisis económica (las hambrunas de 1693 y 1709) y produjeron reveses militares insólitos hasta entonces.
Después de 1684, el triunfo de Francia alarmó al resto de la potencias y particularmente a los príncipes alemanes, decididos a mantener los acuerdos de Westfalia. Comenzaron a trazarse alianzas defensivas. El prestigio francés había sufrido un duro revés cuando el emperador alemán Leopoldo I de Habsburgo venció a los turcos que amenazaban Viena, convirtiéndose así en el nuevo salvador de la cristiandad occidental. El papa Inocencio XI había lanzado un llamamiento al soberano francés para que se uniera a la gran alianza de polacos, alemanes e italianos y dirigiera, como príncipe más poderoso de Europa, los ejércitos de esta nueva cruzada. Luis XIV rechazó el ofrecimiento, calculando una sonada derrota de las fuerzas aliadas que serviría para debilitar el prestigio militar del Imperio. Sin embargo, las tropas aliadas derrotaron a los turcos y la gloria de Luis XIV quedó momentáneamente empañada por este asunto.
La impaciencia de Luis XIV por transformar en acuerdos territoriales definitivos lo pactado en las treguas de Ratisbona y su temor a que el Imperio se volviera contra Francia después de concluida la guerra contra los turcos provocaron el estallido de una guerra generalizada en el continente en 1688. Al tiempo que aumentaba la hostilidad con los principados alemanes, se deterioraban las relaciones con Inglaterra. La rivalidad económica y colonial de ambas naciones hacía imposible una alianza efectiva. El progreso de la colonización francesa en América y especialmente en Canadá, la competencia del comercio en las islas y los nuevos establecimientos comerciales franceses en la India hicieron apartarse a Inglaterra de la tradicional alianza con Francia, mantenida durante el período de los Estuardo.

El ejército de Luis XIV cruzando el Rin,
de Joseph Parrocel

El 25 de septiembre de 1688, Luis XIV lanzó una manifiesto exigiendo la transformación de las treguas en un tratado definitivo en el plazo de dos meses, al tiempo que ordenaba la invasión y devastación del Palatinado. Ello provocó la unión de Europa contra Francia. El promotor de la alianza fue el statúder flamenco Guillermo de Orange, quien había suscitado contra su suegro, Jacobo II de Inglaterra, la revolución inglesa de 1688 y se había hecho reconocer rey asociado a su esposa María II. Junto a Inglaterra y las Provincias Unidas, se unieron a la coalición el emperador, España y Saboya.
La guerra fue larga, y obtuvieron los mayores triunfos los franceses (Fleurus, 1690; Steinkerque, 1692; Neerwinden, 1693), aunque no faltaron derrotas como las de Boyne en 1690 y la batalla naval de la Hogue en 1692, que arruinó la flota francesa. Bruselas fue terriblemente bombardeada en 1695. La paz de Turín (1696) con el duque de Saboya permitió a Luis XIV la ofensiva contra los dominios españoles; amenazó Bruselas y tomó Barcelona en 1697. Con anterioridad el ejército francés, dirigido por Vandôme, había conquistado Ripoll, Rosas y Palamós. En 1697 Cartagena de Indias fue conquistada por Pointis.
El agotamiento de Francia pese a sus victorias, la imposibilidad de infligir una derrota definitiva de los aliados y el problema de la sucesión española forzaron a Luis XIV a firmar una paz desventajosa en Ryswick (1697). Francia entregó las conquistas obtenidas durante la guerra, pero conservó Estrasburgo, plaza clave para la defensa de los Países Bajos españoles, y obtuvo el rico valle del Sarre. Reconoció a Guillermo de Orange como rey de Inglaterra y evacuó las fortalezas tomadas en los Países Bajos.
La guerra de Sucesión
En 1668, Luis XIV había sellado un acuerdo secreto con el emperador Leopoldo I que preveía el futuro reparto de la monarquía española en el caso probable de que Carlos II de España muriera sin descendencia. El emperador recibiría el conjunto de la monarquía; el Franco Condado, los Países Bajos, Navarra, Rosas, Nápoles, Sicilia, las plazas de Marruecos y Filipinas serían entregadas a Francia.
A la muerte sin herederos del rey español en 1700, quedó abierta la sucesión de su trono. El acceso a la corona española resolvería la cuestión de la hegemonía sobre Europa, que podía recaer tanto en Francia como en el Imperio. Pocos estados europeos eran favorables al establecimiento de una nueva hegemonía territorial, por lo que las monarquías candidatas a repartirse el botín español trazaron los acuerdos de 1698 y 1700 sobre la partición de la herencia de los Austrias españoles.
Finalmente, el Consejo de Estado español decidió que Luis XIV era el único que podía garantizar la integridad territorial de la monarquía española y entregó la sucesión a Felipe de Anjou (el futuro Felipe V, nieto del soberano francés), con la condición de que las coronas francesa y española no llegaran nunca unirse. El testamento de Carlos II fue impugnado por el emperador Leopoldo I de Habsburgo, que defendía los derechos de sucesión de su hijo, el archiduque Carlos de Austria (el futuro emperador Carlos VI). Luis XIV pidió opinión a su Consejo y a Madame de Maintenon antes de decidir si aceptaba o no el testamento del difunto Carlos. Se corría el riesgo de una guerra con el emperador, fortalecido tras la firma de un acuerdo de paz con los turcos. Por otra parte, Inglaterra podría volver a la alianza francesa si Luis XIV renunciaba a cualquier ventaja territorial en España.
Sin embargo, la herencia de la monarquía española era un suculento bocado, principalmente por las posibilidades que ofrecía al comercio en el Atlántico. La seguridad de que el imperio español quedaría sometido a la influencia francesa con la entronización de los Borbones, lo que garantizaría la hegemonía francesa en el continente, desplazó en la voluntad de Luis XIV la conveniencia de evitar una guerra que sería, sin duda, larga y costosa. El rey aceptó la sucesión de Felipe de Anjou, violando las cláusulas del testamento de Carlos II al declararle también heredero al trono de Francia, al tiempo que procedía a ocupar los Países Bajos.

Guillermo III de Inglaterra

El resto de las potencias se alinearon para evitar la hegemonía francesa. Guillermo III de Inglaterra concluyó, antes de su muerte, la Gran Alianza de La Haya con Anthonius Heinsius, gran pensionario de Holanda, y el emperador Leopoldo I. Posteriormente se adhirieron a ella Saboya y Portugal. Al frente de la coalición, jefes militares de gran experiencia: el propio Heinsius, el príncipe Eugenio de Saboya, vencedor de los turcos, y el duque John Churchill de Marlborough, prestigioso general y hábil diplomático. Sin embargo, Francia podía contar con el apoyo de España y de los príncipes electores de Colonia y Baviera.
Luis XIV trató de tomar Viena, atacando desde Italia y el valle del Danubio, sin éxito. Las tropas francesas vencieron a los aliados en Höchstädt en 1703, pero al año siguiente y en el mismo lugar, el ejército franco-bávaro sufrió una gran derrota de manos de Marlborough y del príncipe de Saboya. Desde entonces se sucedieron los reveses para Francia: se perdieron Bélgica y muchas de las ciudades de la frontera norte, así como el Milanesado, mientras Nápoles caía en manos del archiduque Carlos, reconocido como rey de España por los aliados e instalado en Barcelona.
En primavera de 1709 Luis XIV se resignó a pedir la paz, ofreciendo la renuncia a Lille y a Estrasburgo. Pero las exigencias de los aliados resultaron demasiado deshonrosas para el Rey Sol, que decidió continuar la guerra. La batalla de Malplaquet tuvo resultados indecisos. En 1710 volvieron a entablarse negociaciones de paz de las que no salieron acuerdos definitivos. La continuación de la lucha fue ventajosa para Francia: en España Vendôme consiguió la victoria de Villaviciosa (1710) y Villars arrebató al príncipe de Saboya la ruta de París en Denain (1712).
Sin embargo, la resolución del conflicto se produjo más por la aparición de una nueva coyuntura política que por la fuerza de las armas. En 1711, la elección del arquiduque Carlos VI como emperador despertó en Inglaterra el temor a una nueva hegemonía de los Habsburgo si éstos obtenían el trono de España. La paz separada y la obtención de acuerdos comerciales pareció preferible. En Utrecht, en 1713, la monarquía española fue repartida: Felipe de Borbón se sentaría en el trono español como Felipe V y obtendría el dominio de las colonias, mientras que los ingleses conseguían idénticos privilegios comerciales a los acordados con Francia y el derecho a la ocupación de Gibraltar. Luis XIV renunciaba a Terranova, Acadia y las fortificaciones de Dunkerque. La paz se concluyó de forma definitiva en Rastadt al año siguiente. Francia recuperó Estrasburgo y obtuvo Landau. A cambio, tuvo que renunciar a la unión dinástica de Francia y España.
La guerra de sucesión debilitó enormemente a Luis XIV. Los acuerdos de paz constituyeron una renuncia a la política preconizada por Luis XIV, consistente en alcanzar las fronteras naturales de Francia (el Rin, los Pirineos y los Alpes). Sólo en parte se consiguió, ya que los Países Bajos y Renania escaparon al dominio francés. La hegemonía europea de Francia quedó así frustrada por las guerras de coalición. La nueva alianza entre Francia e Inglaterra, la dos potencias europeas, podía garantizar una paz duradera y neutralizar el poder de las dos regiones en las que por tanto tiempo se había hecho la guerra: el Imperio e Italia. A la muerte del rey en 1715, a la hegemonía francesa sucedió el equilibrio europeo iniciado ya en la paz de Westfalia.
La economía
Uno de los objetivos prioritarios de Luis XIV fue el saneamiento y enriquecimiento de la hacienda regia. Su ministro de finanzas, Jean Baptiste Colbert, tradujo este objetivo en un mercantilismo de corte imperialista que dejaba de lado el progreso agrícola e incentivaba ante todo la producción manufacturera y el tráfico mercantil. El propio rey no centraba sus intereses en la prosperidad económica del país sino en su propio engrandecimiento, por lo que muy a menudo los proyectos económicos del ministro fueron supeditados a los grandiosos sueños del monarca. La política de prestigio desarrollada por éste era enormemente gravosa para las arcas de la monarquía y, a pesar del programa colbertiano y de la aplicación de numerosas ordenanzas arancelarias y monetarias, los ingresos de la hacienda se mostraron del todo insuficientes para sufragar las ambiciones del rey. Las compañías mercantiles y las empresas manufactureras financiadas por el estado fueron desapareciendo progresivamente.
El gran esfuerzo económico que requirió el continuo estado de guerra obligó a la monarquía a buscar nuevas fuentes de ingresos. Durante la guerra de la liga de Augsburgo, la falta de liquidez impulsó a uno de los sucesores de Colbert, el conde de Pontchartrain, a efectuar diversas manipulaciones monetarias y a solicitar contribuciones cada vez más importantes del clero y los estados provinciales. En 1695 se estableció un nuevo impuesto de capitación y se intentó distribuir a los contribuyentes en clases para asegurar un reparto más equitativo y rentable del impuesto. Sin embargo, esta medida resultó arbitraria e inoperante. Las finanzas del rey a duras penas pudieron sostener la lucha por la Sucesión española, a pesar de una nueva capitación impuesta en 1701 y algunas ingeniosas innovaciones, como el papel moneda. Se multiplicó la creación de rentas y ventas de oficios, con cierto éxito al principio.
La economía sufrió las consecuencias de las crisis de subsistencia que se repitieron a lo largo del reinado, como la gran hambruna de 1693, que parece que afectó de forma importante a los ingresos de la hacienda regia. Una vez concluida la guerra, el resurgir del país fue no obstante rápido, animado por el crecimiento del comercio. Las encuestas fiscales ordenadas a los intendentes en 1697 para proveer las rentas del duque de Borgoña, hijo mayor del Delfín, permitieron al Consejo real preparar futuras reformas hacendísticas. Estas encuestas revelan una gran desigualdad económica regional. En los puertos atlánticos se acusó durante el período un gran crecimiento del comercio. Aunque el Tesoro estaba agotado por las exigencias de la política exterior del rey, puede percibirse un lento despegue de la economía desde principios del siglo XVIII, gracias a la asunción de las ideas mercantilistas por las grandes compañías comerciales marítimas.

La Primera Guerra Mundial

En 1914 estalló la guerra más mortífera habida hasta entonces en Europa. Las razones de un conflicto bélico de esta magnitud hay que buscarlas en las rivalidades económicas y coloniales entre las grandes potencias y en los conflictos y reivindicaciones nacionalistas en el seno del continente. La Primera Guerra Mundial enfrentó a dos bloques de países: los aliados que formaban la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia, a los que se unieron entre otros Bélgica, Italia, Portugal, Grecia, Serbia, Rumanía y Japón) y las potencias centrales de la Tripe Alianza (el Imperio alemán y el Imperio austrohúngaro, apoyados por Bulgaria y Turquía).

Soldados británicos en la batalla del Somme (1916)

Aunque todo el mundo creyó que sería breve, la Primera Guerra Mundial se prolongó por espacio de cuatro años (1914-1918). Tras una fase de estancamiento en que la muerte de centenares de miles de soldados en las trincheras apenas movió los frentes, en 1917 los Estados Unidos entraron en la guerra en apoyo del bando aliado, que resultaría a la postre el vencedor. Las tensiones de la guerra propiciaron en octubre de 1917 el triunfo de la Revolución Rusa, la primera de las revoluciones socialistas, que se convertiría en referencia para las organizaciones y partidos de la clase obrera en el siglo XX. Con la devastación demográfica y económica ocasionada por la Primera Guerra Mundial se inició el declive de la Europa occidental en favor de nuevas potencias emergentes: los Estados Unidos, Japón y la URSS.

La Europa de 1914

Como consecuencia de la expansión industrial de las décadas anteriores y del dominio colonial, en 1914 Europa el centro económico, político y cultural del mundo. El viejo continente, sin embargo, no era en absoluto un conjunto homogéneo. Francia, Gran Bretaña y Alemania lideraban casi todas las ramas de la industria; entre las tres naciones se estableció una feroz competencia en la que los germánicos comenzaron a destacar. Rusia, el Imperio austrohúngaro, Turquía y las pequeñas naciones de los Balcanes habían comenzado a modernizarse, pero todavía la mayor parte de la población de estos países vivía de la agricultura.
Desde el punto de vista político, Francia y Gran Bretaña gozaban de sistemas democráticos, mientras que los imperios alemán y austrohúngaro, pese a fundarse en constituciones liberales, se regían por sistemas más autoritarios. Rusia, pese a las reformas iniciadas en 1905, era un imperio en el que el Zar mantenía una autoridad casi absoluta.
La rivalidad económica y las tensiones generadas por las aspiraciones contrapuestas de los nacionalismos favorecieron a finales del siglo XIX la configuración y consolidación en Europa de dos grandes alianzas internacionales fuertemente armadas. Las relaciones políticas internacionales descansaban desde 1871 en el sistema de alianzas y equilibrio entre las grandes potencias que había diseñado el canciller Otto von Bismarck con el objetivo de aislar a su rival, Francia, y colocar a Alemania en una situación de supremacía en el continente europeo.

Europa en 1914: la Triple Alianza y la Triple Entente

Ya en tiempos de Bismarck, y por iniciativa del estadista alemán, se había constituido la Triple Alianza (1882), que agrupaba a los llamados Imperios Centrales (El Imperio alemán y el Imperio austrohúngaro) y al reino de Italia, que no obstante se uniría al bando contrario tras iniciarse las hostilidades. El ascenso al trono de Guillermo II, que destituyó de Bismarck (1890), intensificó el expansionismo económico del Imperio alemán. La respuesta al peligro potencial que suponía la Triple Alianza fue la Triple Entente: lentamente gestada y negociada entre 1894 y 1907, consiguió reunir los intereses comunes de Francia, el Reino Unido y el Imperio ruso.

Causas de la Primera Guerra Mundial

Las causas profundas de la Primera Guerra Mundial se sitúan tanto en el orden económico como en el político, y pueden reducirse al antagonismo económico y colonial entre las principales potencias industriales (Francia e Inglaterra por un lado y Alemania por otro) y a la exacerbación de los conflictos territoriales de signo nacionalista.
La unificación de Alemania en 1871 había convertido a esta nación en una gran potencia que amenazaba directamente los intereses económicos de Francia y del Reino Unido. La fuerte competencia por la búsqueda de nuevos mercados y materias primas ya había provocado tensiones y enfrentamientos por la pretensión alemana de extender su imperio colonial, la cual chocaba con el reparto diseñado por sus rivales. Gran Bretaña y Francia tenían numerosas posesiones en todo el mundo, e incluso algunas naciones pequeñas o pobres, como Bélgica y Portugal, dominaban zonas más extensas que sus propios estados. Los Imperios Centrales, en cambio, habían llegado tarde al reparto colonial. El Imperio austrohúngaro carecía de colonias, y Alemania únicamente había conseguido, después de muchas tensiones, cuatro territorios africanos sin riquezas ni demasiadas posibilidades económicas (Togo, Camerún, el desierto de Namibia y la actual Tanzania).
Este componente económico hizo que, al estallar el conflicto, las organizaciones obreras denunciasen la situación como una guerra de intereses propia del capitalismo y rechazasen la participación en la contienda bélica. Los líderes socialistas de algunos países, como el francés Jean Jaurès, se pronunciaron inequívocamente contra un conflicto que calificaban de imperialista. Pero la división de los socialistas europeos y el asesinato de Jaurès desmoralizó la oposición pacifista, y el sentimiento nacionalista acabó por imponerse incluso entre los obreros, que ingresarían sin reticencias en los respectivos ejércitos.

Soldados franceses entonan La Marsellesa antes de partir hacia el frente (París, agosto de 1914)

En el plano político, la penetración del ideario nacionalista en buena parte del cuerpo social de los distintos pueblos y países contribuyó a crear un clima de belicosidad. La Revolución francesa había introducido como principio el derecho de los pueblos que compartían un origen y lengua comunes a constituirse en naciones soberanas. Algunos movimientos nacionalistas llegaron a colmar parcial o totalmente sus aspiraciones a lo largo del siglo XIX (independencia de los Países Bajos en 1830, unificación de Italia en 1861, unificación de Alemania en 1871); pero, a principios de siglo XX, la mayor parte de las reivindicaciones nacionalistas seguían sin satisfacerse.
Exaltando la grandeza y la gloria de la propia nación frente a las otras, el nacionalismo proclamaba la necesidad de una unión sin reservas de todos los ciudadanos contra el enemigo exterior común; tal doctrina, que allanaba desigualdades sociales y discrepancias políticas o culpaba al vecino de los problemas económicos, convenía a las clases dirigentes, y se vio fomentada en la escuela, en el servicio militar o mediante celebraciones patrióticas; incluso en la prensa, principal medio de comunicación de la época, se denigraba sin pudor al enemigo. El fuerte espíritu patriótico presente en los discursos políticos eclipsó los argumentos planteados por los líderes socialistas y obreros. Así, las reivindicaciones territoriales formuladas por ejemplo por el nacionalismo francés (devolución de Alsacia y Lorena, en poder de Alemania) y por el nacionalismo italiano (incorporación de las regiones del norte de Italia, en poder del Imperio austrohúngaro) cuajaron en los ciudadanos hasta hacer sentir esas regiones como territorios «irredentos» que debían ser liberados e incorporados a la nación.

Voluntarios en una oficina de reclutamiento británica

En la Europa central y oriental y particularmente en los Balcanes, por otro lado, diversas minorías reclamaban su derecho a formar un Estado propio, mientras países como Serbia y Bulgaria se consideraban legitimados para una ampliación de fronteras que acogiese a todos los miembros de la patria; todo ello chocaba con los intereses de los imperios colindantes, es decir, el Imperio austrohúngaro y el Imperio turco. Las reivindicaciones de los pueblos eslavos eran defendidas por Rusia, que a su vez perseguía una salida al Mediterráneo que mejorase su posición geoestratégica.
En este complejo panorama, la recuperación de territorios históricos por naciones consolidadas y el afán independentista de los pueblos sin Estado convivía con aspiraciones transnacionales. Diversas corrientes de pensamiento alimentaban el deseo de conseguir, más allá de las propias fronteras, la unificación de los pueblos de origen común; las más importantes eran el pangermanismo alemán, que pretendía agrupar en un gran imperio todos los pueblos de origen germánico, y el paneslavismo serbio, que proponía la unión bajo un mismo Estado de los pueblos eslavos.
El detonante: el atentado de Sarajevo
La Primera Guerra Mundial vino precedida por diversos conflictos locales que pusieron a prueba las alianzas internacionales y no hacían sino presagiar un enfrentamiento a gran escala que cualquier chispa podía encender. Perfectamente conscientes de ello, muchas naciones habían venido realizando fuertes inversiones en el fortalecimiento y modernización de sus ejércitos, dotándolos de una potencia formidable con finalidades teóricamente defensivas; la escalada armamentista alcanzó tal nivel que el periodo comprendido entre 1871 y 1914 es llamado «La paz armada». Las fricciones por cuestiones coloniales dieron pronto lugar a diversas crisis, entre las que destacan las causadas por el dominio de Marruecos (1905 y 1911), resueltas ambas en perjuicio de Alemania y en favor de los franceses, que contaban con el apoyo de Inglaterra.

El asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria desencadenó la Primera Guerra Mundial

Otro constante foco de tensiones era la zona de los Balcanes, encrucijada de etnias diversas y objeto de interés de distintos países. Para el Imperio austrohúngaro, que carecía de colonias y de una fácil salida al mar, los Balcanes constituían uno de los mercados más importantes; por este motivo rechazaba la aspiración de Serbia de unificar todos los pueblos eslavos meridionales en un solo país. El Imperio otomano, que durante siglos había controlado la zona, quería conservar su prestigio e influencia en la misma; el Imperio ruso, como ya se ha indicado, necesitaba conseguir una salida al Mediterráneo, y por ello se erigió en defensora de los pueblos eslavos. Todos estos agentes e intereses se enfrentaron en la Guerra de los Balcanes (1912-1913), que apenas llegó a resolver nada; en 1914, la zona seguía siendo un polvorín.
En una situación tan conflictiva como aquélla, un enfrentamiento entre dos países que, en otras circunstancias, habría quedado aislado o se habría superado por medio de negociaciones, dio pie al estallido de la guerra más sangrienta conocida hasta entonces. El 28 de junio de 1914, el asesinato en Sarajevo del heredero de la corona austrohúngara, el archiduque Francisco Fernando de Austria, fue la chispa que desencadenó el conflicto. El autor material del asesinato fue un estudiante bosnio vinculado a la sociedad secreta La Mano Negra, una organización nacionalista radical de la que formaban parte oficiales del servicio secreto serbio y que estaba en contacto con los jóvenes activistas bosnios.

Desarrollo y fases de la Primera Guerra Mundial

El atentado provocó la indignada protesta del gobierno austrohúngaro, que por medio de un duro ultimátum amenazó a Serbia con la guerra si no atendía sus exigencias de tomar medidas inmediatas contra los nacionalistas radicales serbios. La negativa serbia condujo a una declaración de guerra y puso en marcha el sistema de alianzas: sucesivamente se implicaron Rusia, Alemania, Francia e Inglaterra. Recibida con cierto entusiasmo entre la población de los países contendientes, comenzaba la «Gran Guerra», así llamada por aquel entonces; tras la nueva conflagración que asoló Europa entre 1939 y 1945, ambos conflictos serían bautizados con ordinales: «Primera Guerra Mundial» (1914-1918) y «Segunda Guerra Mundial» (1939-1945).

Los contendientes de la Primera Guerra Mundial

Las fuerzas de los dos bloques enfrentados eran bastante equilibradas. La superioridad naval y numérica de la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia) era compensada, en los Imperios Centrales, por la capacidad de movilización y un potencial bélico mayor. El Imperio alemán y el austrohúngaro carecían de grandes dominios coloniales, pero formaban un bloque territorial compacto y coordinado.
Con la idea de derrotar a Francia antes de que pudiese recibir la ayuda de Inglaterra y de que una ofensiva de Rusia los obligase a combatir en dos frentes, los alemanes aplicaron de inmediato el plan Schlieffen, concebido años atrás por el anterior jefe del Estado Mayor alemán, el mariscal Alfred von Schlieffen. Este plan de ataque preveía un vasto movimiento de las fuerzas alemanas que, en seis semanas, habían de penetrar en Francia pasando por Bélgica, eludiendo así las tropas y fortificaciones fronterizas francesas.

El espejismo de una guerra rápida (1914)

Bajo la dirección del general Helmuth von Moltke, el ejército alemán venció la resistencia belga, atravesó el país y en pocos días se adentró en territorio francés, pero el embate germánico fue frenado alrededor del eje constituido por el río Marne. Las fuerzas francesas, dirigidas por el general Ferdinand Foch, resistieron el avance alemán, pero carecieron a su vez del poderío militar suficiente para forzar su retirada; con todo, al disipar la posibilidad de una rápida ofensiva que llevase a los alemanes a las puertas de París, la batalla del Marne (6-9 de septiembre de 1914) resultó decisiva; representó asimismo un triunfo moral para los franceses y marcó el curso ulterior de la guerra.
Nuevas batallas y combates entablados desde el río Marne hasta el Atlántico tuvieron un desenlace similar; el frente occidental se estabilizó y, a principios de 1915, ambos bandos se encontraban atrincherados en una línea de ochocientos kilómetros que se extendía desde Suiza hasta la ciudad belga de Ostende, en la costa del Mar del Norte. Prácticamente no cambiaría hasta la primavera de 1918.

Desarrollo de la Primera Guerra Mundial

En el frente oriental, Alemania hubo de responder a la ofensiva lanzada por Rusia. Mal entrenadas y poco coordinadas, las tropas rusas fueron vencidas por las alemanas, comandadas por los generales Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff, en la batalla de Tannenberg (26-30 de agosto de 1914). Los rusos sufrieron numerosísimas bajas, pero su acción posibilitó el éxito de Francia en el frente occidental, ya que obligaron al general alemán Helmuth von Moltke a trasladar diversas divisiones del frente occidental al oriental para frenar la ofensiva rusa. La ausencia de estas divisiones fue decisiva para inclinar la batalla del Marne en favor de los franceses.
Pese a la derrota frente a los alemanes, el Imperio ruso obtuvo algunas victorias sobre los austriacos; pero, aunque no tan firmemente como el occidental, el frente oriental quedó también estabilizado en una línea que se extendía desde el mar Báltico a los Montes Cárpatos. A finales de 1914, estaba claro que la guerra sería larga. Ante los exiguos resultados conseguidos por la llamada «guerra de movimientos» de 1914 (rápidas movilizaciones de grandes contingentes para aplastar al enemigo), los estados mayores se prepararon para la «guerra de posiciones», es decir, para una agotadora guerra de desgaste que se prolongaría casi hasta el final de la contienda.

La guerra de trincheras (1915-1916)

A principios de 1915, ambos bandos construyeron complejas líneas de trincheras que serpentearon por los cientos de kilómetros del frente. La fortificación alcanzaría tal grado de virtuosismo que ninguno de los contendientes lograría una penetración decisiva. Al quedar protegidos los soldados del alcance de las ametralladores enemigas, la capacidad armamentística (morteros, lanzagranadas, lanzallamas) y muy especialmente la artillería pesada se transformó en dueña y señora del campo de batalla. La industria siderometalúrgica se puso al servicio de las necesidades militares y produjo masivamente cañones, morteros y obuses. El consumo de municiones en los primeros meses de la guerra rebasó largamente las previsiones, y la cuestión del aprovisionamiento acabó trasformándose en un asunto esencial, que obligó a modernizar y planificar la producción y a utilizar mano de obra femenina.

Mujeres trabajando en una fábrica de obuses

Ciertamente, la única arma eficaz contra las trincheras era la artillería, pero ni siquiera los bombardeos de saturación podían garantizar una ruptura del frente, ya que eran contrarrestados por la mayor eficacia de las medidas de protección personal y la complejidad de la red defensiva, que incluía el escalonamiento en profundidad de las fuerzas de reserva. Sin embargo, mientras los frentes se mantenían incólumes, las trincheras registraban espantosas carnicerías. Después de cada batida de la artillería, el terreno quedaba arrasado, cubierto de hombres destrozados o mutilados. Las trincheras se convirtieron en un infierno porque, además, las condiciones higiénicas eran deplorables; el abastecimiento, insuficiente; y la tensión, insoportable. El uso intensivo de armas como los gases letales obligó además a los soldados a luchar con unas máscaras que reducían la visibilidad e intensificaban su angustia.
Ante esa situación de estancamiento, durante el año 1916 alemanes y franceses intentaron romper el frente concentrando los esfuerzos bélicos en un solo punto. Tal era el objetivo de la gran ofensiva alemana sobre la ciudad de Verdún, planeada por el jefe del Estado Mayor, Erich von Falkenhayn. Iniciado el 21 de febrero de 1916, el ataque topó con la tenaz resistencia de los franceses, que, bajo las órdenes del general Henri Philippe Pétain, frenaron el avance sobre la ciudad y recuperaron, ya en noviembre del mismo año, las escasas plazas que había llegado a ocupar el enemigo. La ofensiva aliada sobre la región del río Somme, planeada por el mariscal francés Joseph Joffre y el general británico sir Douglas Haig, tuvo el mismo carácter masivo; iniciada el 1 de julio de 1916, concluyó sin éxito a mediados de noviembre del mismo año. Ambas campañas costaron centenares de miles de vidas y sólo movieron los frentes unos pocos centenares de metros.

Soldados aliados con máscaras antigás (Ypres, Bélgica, 1917)

La guerra en el mar tuvo su episodio central en la batalla de Jutlandia (31 de mayo de 1916), en la que se enfrentaron la armada británica y la alemana, comandadas respectivamente por los almirantes John Jellicoe y Reinhard Scheer. Aunque la «Gran Flota» de Jellicoe sufrió pérdidas superiores, el resultado favoreció a los ingleses: la escuadra alemana no pudo romper el cerco establecido por los aliados, de modo que su campo de acción quedaría reducido al Mar del Norte durante toda la guerra. La excepción fueron, obviamente, los submarinos, que antes y después de Jutlandia obstaculizaron el aprovisionamiento por vía marítima de Gran Bretaña hundiendo los barcos británicos o aliados que se acercaban a la isla. En mayo de 1915, el hundimiento del trasatlántico de pasajeros Lusitania, que había zarpado de Nueva York, provocó una airada reacción estadounidense, y el alto mando alemán hubo de aceptar restricciones a la guerra submarina. Pero en febrero de 1917, los alemanes anunciaron la extensión del bloqueo a todas las embarcaciones sin importar su pabellón, decisión que pondría fin a la neutralidad de los Estados Unidos.

La intervención estadounidense y el final de la guerra (1917-1918)

Durante el año 1917, la población civil de muchas naciones en conflicto llegó a una situación límite: a las dificultades para la mera subsistencia había que sumar los trastornos familiares por la pérdida o ausencia de los miembros más jóvenes y el agotamiento psicológico. Hubo intentos de amotinamiento en las guarniciones, que fueron severamente reprimidos, y también huelgas de protesta por la escasez de productos de primera necesidad.
La aceptación más o menos entusiasta que gran parte de la población de los países contendientes había manifestado al inicio de la guerra se había convertido en un rechazo frontal a su continuación, sobre todo en las grandes ciudades industriales de Alemania. También era especialmente crítica la situación en el Imperio austrohúngaro, donde el desabastecimiento y la falta de productos básicos se agudizaban día a día. Por otra parte, después de la división y dispersión iniciales, y a la vista del inmenso matadero en que se habían convertido los frentes, el movimiento obrero internacional se pronunció abiertamente contra la guerra, y los socialistas de cada Estado comenzaron a adoptar posiciones críticas radicales.

El presidente Wilson solicita la declaración de guerra
al Congreso estadounidense (2 de abril de 1917)

En octubre de 1917 triunfó en Rusia la revolución dirigida por Lenin y los bolcheviques, que se hicieron con el poder; el agotamiento de la población y la promesa de poner fin a la guerra favorecieron el éxito revolucionario. Para Lenin, que siempre había tachado el conflicto de «conflagración burguesa, imperialista y dinástica» y de traidores a los socialdemócratas europeos que la habían apoyado, la paz era prioritaria e imprescindible para poder organizar el nuevo Estado surgido de la revolución; de ahí que se apresurase a firmar un armisticio y a acordar la paz con los Imperios Centrales (tratado de Brest-Litovsk, 3 de marzo de 1918), aun a cambio de importantes concesiones territoriales.
Pero el acontecimiento clave de aquel año fue la entrada de los Estados Unidos en la guerra (6 de abril de 1917). El motivo oficial fue la decisión alemana de suprimir las restricciones a la guerra submarina; en adelante atacarían a todos los buques (militares o civiles, aliados o neutrales) para sostener el bloqueo marítimo contra Inglaterra. También se dio difusión a un mensaje enviado por el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Arthur Zimmermann, a su embajador en México: el llamado «Telegrama Zimmermann», interceptado por los servicios secretos británicos, reveló el propósito del Imperio alemán de incitar a México a declarar la guerra a los Estados Unidos, brindando al país vecino ayuda militar y financiera para recuperar los territorios perdidos en la Guerra Mexicano-Estadounidense de 1846. El motivo de fondo, sin embargo, era el temor a no recuperar los créditos concedidos a Gran Bretaña y Francia en caso de que ganasen los Imperios Centrales.
El apoyo de Estados Unidos a Francia e Inglaterra decidió el desenlace de la guerra. En pocos meses desembarcaron en Francia más de un millón de soldados y un gran número de tanques, aviones, camiones y piezas de artillería; con el respaldo de la llamada Fuerza Expedicionaria Estadounidense, comandada por el general John Pershing, la superioridad bélica de los aliados se hizo abrumadora.

Campesinos franceses saludan a soldados americanos (Brieulles-sur-Bar, 1918)

En otoño de 1918, tal superioridad comenzó a dar resultados concretos; a principios de noviembre, tras la destrucción de las líneas austriacas en la batalla de Vittorio Veneto, el Imperio austrohúngaro aceptó el armisticio. En el frente occidental, un último intento alemán de avanzar sobre el Marne fue desbaratado en la batalla de Château-Thierry (4 de junio de 1918); en septiembre, la contraofensiva aliada había obligado a los alemanes a retroceder hasta la Línea Hindenburg, que sería aniquilada a primeros de noviembre. En Alemania, una insurrección socialista se propagó de Baviera a Berlín, donde un gobierno provisional proclamó la República y obligó al emperador Guillermo II a abdicar y a exiliarse en los Países Bajos. El 11 de noviembre de 1918, Alemania firmaba el armisticio.

Consecuencias de la Primera Guerra Mundial

Las consecuencias más evidentes de la Primera Guerra Mundial fueron las que derivaron de los diversos tratados de paz, que modificaron profundamente el mapa de Europa. Contra lo que pueda sugerir su nombre, la Conferencia de Paz de París fue una mera negociación entre los dirigentes de los países vencedores: el presidente norteamericano Woodrow Wilson, el primer ministro británico David Lloyd George, su homólogo francés Georges Clemenceau y el jefe del gobierno italiano, Vittorio Emanuele Orlando. Ningún representante de Alemania participó en la conferencia, de modo que la razón asistía a quienes calificaron de «diktat» (imposición) el tratado de Versalles, firmado el 29 de junio de 1919, tras casi seis meses de conversaciones.
Aunque se partió de los bienintencionados catorce puntos propuestos por el presidente norteamericano Woodrow Wilson, las condiciones impuestas a los vencidos fueron muy duras, y, especialmente por parte de Francia, no hubo ninguna voluntad conciliatoria. El tratado de Versalles declaraba a Alemania única culpable de la guerra y supuso para el antiguo Imperio alemán la pérdida de todas sus colonias y también de numerosos territorios, que pasaron a manos de los viejos y nuevos países limítrofes (Francia, Bélgica, Dinamarca, Checoslovaquia, Polonia). El tratado establecía asimismo la desmilitarización general del país (prohibiendo a Alemania fabricar armamento, barcos y aviones de guerra y tener más de cien mil soldados) y la obligación de pagar reparaciones de guerra, tasadas en 132.000 millones de marcos oro, a las potencias vencedoras.

David Lloyd, Vittorio Orlando, Georges Clemenceau y
Woodrow Wilson en la Conferencia de Paz de París (1919)

A excepción de las fronterizas, muchas de estas disposiciones no llegaron a cumplirse; para Alemania, sin embargo, supusieron una humillación que penetró profundamente en su tejido social y alimentó un sentimiento revanchista que había de constituir una de las causas de la Segunda Guerra Mundial. Los tratados de Saint-Germain-en-Laye (10 de septiembre de 1919) y de Trianon (4 de junio de 1920), por su parte, supusieron el desmantelamiento del Imperio austrohúngaro, del que surgieron Austria, Hungría, Checoslovaquia y la futura Yugoslavia. Austria y Hungría quedaron reducidas a la tercera parte de la superficie que tenían antes de la guerra, y sin salida al mar; además, se prohibió explícitamente a Austria cualquier unión con Alemania.
Las consecuencias alcanzaron también, por supuesto, a los países europeos vencedores, que vieron igualmente diezmada su población y destruidos sus campos, fábricas y ciudades, y quedaron, en suma, tan arruinados como los vencidos. Financiar la guerra había ultrapasado en mucho los ingresos de los países contendientes, que hubieron de recurrir a préstamos y a emisiones masivas de billetes, lo cual incrementó la deuda interna y externa y disparó la inflación; el proceso inflacionario afectó especialmente a las clases medias y bajas, pues los sueldos no subieron al mismo ritmo que los precios, causando el empobrecimiento general de la población. La incorporación de la mujer al mundo laboral, forzada por las necesidades bélicas, fue uno de los escasos aspectos positivos; se reconoció su papel en la sociedad y, en muchos países, se aprobó el sufragio femenino.

La ciudad belga de Ypres, reducida a escombros tras la batalla

En el plano geopolítico, los Estados Unidos, sobre todo, y también el Japón, fueron los principales beneficiados del desarrollo y desenlace de la Primera Guerra Mundial. Mientras duraron las hostilidades exportaron alimentos y material bélico a Europa, y una vez finalizada la contienda prestaron los capitales necesarios para la reconstrucción. Al no haber padecido en su propio territorio la devastación de la guerra, ambos países quedaron en óptima posición para erigirse en nuevas potencias mundiales; a ellos se sumaría muy pronto, tras la acelerada industrialización que impuso Stalin, la Unión Soviética.
En el terreno político, la Primera Guerra Mundial culminó el proceso de liquidación del absolutismo monárquico iniciado en la Revolución Francesa. Los antiguos imperios (el alemán, el austrohúngaro, el otomano) fueron sustituidos por repúblicas democráticas; pero este avance quedaría desvirtuado por la crisis que iba a experimentar el sistema liberal y por la evidencia de que, lejos de resolver los conflictos de fondo, la guerra únicamente había acentuado las ambiciones y el revanchismo de vencedores y vencidos, dejando en la inoperancia iniciativas como la flamante Sociedad de Naciones (1919), auspiciada por los Estados Unidos. La vieja Europa, con sus imperios coloniales, salió adelante, pero sólo para enzarzarse, tras el «crack» de 1929 y el auge de los nuevos totalitarismos (fascismo y comunismo), en una nueva conflagración, la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), en la que perdería definitivamente la hegemonía mundial que había ostentado en los últimos cincos siglos.