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martes, 7 de abril de 2020

El Islam


Con los nombres de Islam, islamismo o religión musulmana se conoce a la religión monoteísta fundada por Mahoma. De acuerdo con la tradición, los preceptos esenciales de la religión le fueron transmitidos por la mediación de un ángel, Gabriel, que le hizo sucesivas revelaciones. Estas revelaciones fueron recogidas en el Corán, libro sagrado de los musulmanes. Las doctrinas de Mahoma, propagadas en un principio entre los nómadas de Arabia en el siglo VII, constituyen, en la actualidad, una de las más importantes religiones del mundo y la base de la civilización musulmana. El Islam, además de una religión, es también una ley que regula la vida del musulmán, tanto en lo que respecta a su comportamiento religioso individual como en el plano social o político.
El credo islámico es estricto: Alá es el único Dios, creador del mundo, todopoderoso, al que se debe obediencia y devoción (islam significa sumisión, y musulmán, aquel que se somete a Dios). El verdadero creyente sigue los dictados de Alá; a los infieles les aguarda el juicio final y los tormentos del infierno, y a los fieles se les promete un paraíso lleno de placeres. En cuanto a la creencia en un único Dios, el islamismo es análogo al judaísmo y al cristianismo; de hecho, Mahoma se inspiró en la Biblia e integró en su credo a los profetas del Antiguo Testamento. Considera a Jesucristo un profeta más, y a Mahoma, en tanto que receptor de las revelaciones de Dios a través del arcángel Gabriel, como el mayor de entre ellos.
Las obligaciones religiosas del creyente (complemento y nunca sustitutivas de la fe) son cinco: la profesión de fe ("No hay más dios que Alá, y Mahoma es su profeta") que se recita en momentos solemnes; la plegaria ritual cinco veces al día, orientada hacia La Meca, en estado de purificación y con unos ademanes y términos prefijados; el ayuno anual en el mes del Ramadán, consistente en abstenerse de consumir alimentos y bebidas y tener relaciones sexuales desde la salida hasta la puesta del Sol; la limosna legal o zakat, como fórmula de purificación religiosa de la riqueza y contribución al sostén de la comunidad; y la peregrinación a La Meca una vez en la vida. La participación en la guerra santa, para defensa y expansión de la fe, no constituye una obligación, pero es un acto grato a Alá, que concede el paraíso a quien muera en combate, perdonando sus faltas y pecados.
Además de estas obligaciones, el Islam establece otras normas de rango menor que deben ser observadas por el buen musulmán: la prohibición de comer carne de cerdo o sangre de animales, o de beber vino u otros líquidos embriagadores; la conveniencia de practicar la caridad con los desfavorecidos; el respeto a la vida y a las propiedades ajenas; el veto al préstamo con usura; la equidad y justicia en las transacciones comerciales.
En este sentido, debe recalcarse que el Corán regula no sólo aspectos religiosos y comportamientos ético-morales, sino también la organización de la vida ordinaria, terreno en el que acepta algunas costumbres de la Arabia preislámica. Así, por ejemplo, se consolida el concepto patriarcal de la familia y el papel de la mujer queda en un plano inferior al ser considerada jurídicamente como menor de edad, aunque el Corán insiste repetidamente en el deber de tratar respetuosamente a las mujeres y concede a las esposas el derecho al divorcio en caso de malos tratos. La poligamia se admite sin más limitación que el número de esposas (no se puede sobrepasar la cifra de cuatro), pero el de concubinas es ilimitado, de forma que los medios económicos del individuo fijan el número de mujeres que puede tener. En cualquier caso, no se debe olvidar que el Islam nació en un ambiente concreto (el de Arabia a comienzos del siglo VII) y que la valoración actual del mismo debe tener en cuenta esta circunstancia, so pena de cometer un grave error.
Teología y ética
El Islam rechaza de modo rotundo el politeísmo, e incluso la posibilidad de un ser humano de participar de algún modo en la divinidad: Dios, Alá, es único y omnipotente. Como primordial acto de misericordia, Alá creó el mundo y el hombre, y dotó a cada ser de su propia naturaleza y de leyes que rigen su comportamiento. El resultado es un cosmos ordenado y armónico; ese orden y armonía es la prueba principal de la existencia y unidad de Dios. La naturaleza fue creada al servicio de la humanidad, que puede explotarla en beneficio propio. Pero la humanidad, a su vez, existe para servir a Dios: debe construir un orden social justo, guiado por principios éticos, y adorar a Dios.
La misericordia de Dios no sólo se manifiesta en la creación de una naturaleza al servicio del hombre, sino también en su comunicación con los hombres a través de los profetas. Aunque el ser humano posee el conocimiento del bien y el mal, necesita una guía espiritual. Los enseñanzas de todos los profetas proceden de una misma fuente divina, y por ello las diversas religiones son, en esencia, una sola, aunque adquieran formas, ritos o instituciones diferentes. Los profetas son meramente humanos, pero, en la medida en que sus enseñanzas proceden de Dios, no es posible rechazar a unos y aceptar a otros: siempre habrá que acatar sus enseñanzas. La particularidad de Mahoma es la de ser el último mensajero de la voluntad de Dios; por ello la revelación fijada en el Corán es la última y la más perfecta, y debe imponerse sobre las anteriores.
Dios, después de crear el cielo y la tierra, creó al hombre en la persona de Adán, le enseñó los nombres de todos los seres y le encargó que fuera su vicario en la tierra. Desde los albores de la historia de la humanidad, la religión deseada por Dios fue el Islam, pero como los hombres lo olvidaron, Dios envió a profetas para recordárselo. Estos profetas-enviados podían tener además otra misión, la de promulgar una legislación temporal que se injertara en la religión inmutable. De este modo, la historia de la humanidad se entiende como la de sucesivos envíos de profetas a los distintos pueblos. Unos fueron enviados a los pueblos de Arabia, y otros, a los hebreos. El penúltimo de los enviados fue Jesús de Nazaret, criatura simple, enviada únicamente a los hijos de Israel. Al final, cuando se cumplió el tiempo, Mahoma fue enviado a los árabes primero y luego a toda la humanidad. Después de él no será enviado ningún profeta; la legislación promulgada en el Corán será válida hasta el día de la Resurrección.

Representación del juicio final

El Corán censura como principales defectos del ser humano el orgullo e inconsciencia de su insignificancia, el egoísmo y la estrechez de miras. Los hombres viven pendientes de lo terrenal, olvidan al creador y sólo vuelven a Él cuando la naturaleza les falla. En su miopía, los hombres creen no obtener nada de la caridad o de la ayuda a sus semejantes, ignorando que Dios los premiará con la prosperidad. El Corán exhorta al individuo a trascender y superar tales defectos. Con ello se desarrollará su rectitud, su "atención" moral o taqiyya (cuya traducción más precisa es "precaución o defensa ante el peligro", aunque suele traducirse como "temor de Dios") y podrá examinar juiciosamente, sin autoengaños, el valor moral de sus acciones. El fin último de la conducta humana ha de ser el bien de la humanidad y no los placeres y ambiciones egoístas.
El mundo terminará el día del juicio final: la humanidad será reunida y los individuos serán juzgados por sus acciones. Los “elegidos” irán al Jardín (el paraíso) y los “perdedores” irán al infierno, aunque Dios es misericordioso y perdonará a los que sean merecedores de ello. El Corán reconoce además otra clase de providencia divina, que afecta a la historia de los pueblos y naciones. Al igual que las personas, pueden ser corrompidas por la riqueza o el orgullo, y si no se reforman serán castigadas con la destrucción o su sometimiento a naciones más virtuosas.
Los preceptos del Islam
Las importancia de las cinco obligaciones religiosas del creyente antes citadas se refleja en el nombre con que son conocidas: "los cinco pilares del islam". La primera es la profesión de fe (shahada): “No hay más dios que Alá, y Mahoma es su profeta”. Debe ser hecha pública por cada musulmán al menos una vez en su vida “de forma verbal y con total asentimiento de corazón”, y supone el ingreso del individuo en la comunidad.
La segunda, el salat, es la obligación de realizar cinco oraciones al día: antes de la salida del sol, al mediodía, entre las tres y las cinco de la tarde, después de la puesta del sol y antes de la medianoche. En tales momentos del día, el almuédano (de al-mu'addin, "el que llama a oración") hace una llamada pública desde un minarete de la mezquita. Antes de la oración, el devoto debe hacer las abluciones pertinentes. La plegaria, efectuada en dirección a la Kaaba, empieza de pie; luego se hace una genuflexión a la que siguen dos postraciones; finalmente, los fieles se sientan. En cada posición se recitan determinadas oraciones y fragmentos del Corán. Por ser el día santo del Islam, los viernes tienen lugar oraciones especiales de carácter comunitario, precedidas por el sermón del imán.

Musulmanes orando en la Gran
mezquita de Srinagar (India)

El tercer precepto fundamental es dar el zakat o limosna. El zakat fue al principio un impuesto exigido por Mahoma (y después por los estados musulmanes) a los miembros más pudientes de la comunidad, sobre todo para ayudar a los pobres, aunque también se utilizó para otras necesidades humanitarias o para financiar la yihad o guerra santa. Sólo si se ha entregado el zakat se consideran legítimas y purificadas las propiedades o riquezas del creyente. En la actualidad, aunque su pago sigue siendo una obligación, se ha convertido en una limosna voluntaria sobre la que los gobiernos no intervienen.
El cuarto pilar es el ayuno o saum que todo musulmán debe realizar durante el mes del Ramadán: deberá abstenerse de comer, beber, fumar y mantener relaciones sexuales desde el amanecer hasta la puesta del sol, y evitar todo pensamiento o acto pecaminosos. Quienes pueden permitírselo deben, además, dar de comer como mínimo a un pobre. Por último, el hach o peregrinación a la Kaaba, en La Meca, constituye también una obligación para todo musulmán adulto que disponga de bienes suficientes y no esté físicamente incapacitado. Debe efectuarse durante los primeros diez días del último mes del año lunar y exige que los fieles se encuentren en estado de absoluta pureza. Los peregrinos deben dar siete vueltas a la Kaaba y correr por siete veces a paso ligero entre los dos túmulos próximos al santuario. Con ello cumplen con la llamada “peregrinación mayor”. La “peregrinación menor” incluye la visita a los lugares próximos de Mina y Arafat y diversos ritos, como la lapidación con siete piedrecillas de tres puntos que evocan las tres veces que Abraham fue tentado por el demonio.
La sociedad y el derecho islámico
Para el Islam, todas los ámbitos de la vida (espiritual, social y político) constituyen una unidad indivisible que debe regirse por los valores islámicos. Así, el concepto de sociedad del Islam es esencialmente teocrático; la sociedad y todo lo humano deben organizarse conforme a la voluntad de Dios. Este ideal inspira también conceptos como el derecho islámico y el estado islámico, y explica el acentuado énfasis del Islam en las obligaciones sociales. Los deberes religiosos fundamentales establecidos en los cinco pilares tienen ya en sí mismos claras implicaciones para la vida de la comunidad. Pero también la sharia o ley islámica fija las pautas morales de la comunidad. En la sociedad islámica, el derecho abarca un campo más amplio que en la cultura de Occidente, ya que incluye imperativos morales además de legales. Por ello no todo el derecho islámico puede ser formulado como norma legal ni impuesto por los tribunales; depende en gran medida de la conciencia.
La ley islámica se fundamenta en cuatro fuentes. La primera de ellas es, naturalmente, el Corán, al que sigue, como segunda fuente documental, la tradición representada por la Sunna y el Hadiz. La tercera fuente es la ijtihad ("opinión individual responsable") y con ella se dirimen cuestiones problemáticas no tratadas en el Corán o en el Hadiz, aunque el jurista se apoya en tales fuentes para, mediante un razonamiento analógico (qiyás), llegar a una conclusión. Tales razonamientos fueron ya utilizados por teólogos y juristas islámicos cuando, en los países conquistados, tuvieron que hacer frente a la necesidad de armonizar las leyes y costumbres locales con el credo islámico. La cuarta fuente es el consenso de la comunidad (ijma), que descarta gradualmente ciertas opiniones y acepta otras. Puesto que el Islam carece de una autoridad dogmática oficial, es un proceso que requiere largo tiempo.
El estado islámico
El Islam dio forma a una institución política, el estado islámico, cuyas bases quedaron definidas en un documento del año 622, el primer año de la era islámica o hégira: la "constitución de Medina". En él, el Profeta regulaba las actividades de su comunidad, de esa umma al principio reducida y que se extendió en menos de un siglo desde la India hasta el Atlántico. En su medio tribal, Mahoma implantó una ley suprema y verdadera como la más conveniente para todos los hombres.
El Corán contiene una neta ideología política, por el reconocimiento obligatorio de un principio de autoridad y de la distinción entre rectitud y error. Alá, todopoderoso y único, tiene lugartenientes de su poder en el mundo, explícitamente nombrados en el texto coránico, aunque no se llegue a precisar la forma como ha de gobernarse la comunidad islámica tras la desaparición del Profeta, aspecto que tuvo que ser complementado por una posterior elaboración jurídico-religiosa. Los hadices desarrollaron también la doctrina de la necesidad de reconocer a un soberano, califa o imán de toda la comunidad musulmana, recogiendo dichos del Profeta tales como "Quien me obedece, a Dios obedece; quien me desobedece, desobedece a Dios. Quien obedece a su jefe, a mí me obedece, y quien le desobedece, me desobedece a mí".
El orden político islámico establece como ideal la existencia de una comunidad de fieles unida con su rector, en armonía, algo que ocurrió durante poco tiempo. Mahoma era a la vez "profeta y hombre de Estado", como reza el título de un conocido libro del estudioso británico William Montgomery Watt; en Mahoma concluyó la profecía, y tras su muerte, acaecida en el año 632, sus sucesores improvisaron una monarquía electiva que recayó en cuatro de sus allegados, los "califas ortodoxos", hasta que en el 661 la dinastía omeya se hizo con el poder, que en el 750 le fue arrebatado por la dinastía abasí.
Pronto se fragmentó la unidad del estado islámico, debido a los conflictos que estallaron en torno a la cuestión de quién debía dirigirlo: los chiíes sólo aceptaban a descendientes directos de Mahoma para desempeñar esa función; los jariyíes no requerían como condición para ello un determinado linaje, sino ciertas cualidades personales del candidato, y para el Islam "ortodoxo" o sunní la soberanía sólo podían ejercerla los pertenecientes a la tribu de Quraish, la del Profeta. Varios conflictos prácticos quebraron la unidad inicial de la comunidad islámica, e incluso en el siglo X coexistieron, como si de un cisma se tratase, tres califatos a la vez: el de los abasíes de Bagdad, el de los fatimíes de Tunicia (que luego se trasladaron a El Cairo) y el de los omeyas de Córdoba.
La expansión del Islam
La rápida expansión del Islam se debió a la situación de debilidad interna en que se encontraban los imperios bizantino y sasánida, agotados por sus continuos enfrentamientos; por otra parte, ninguno de los dos concedió mucha importancia a las expediciones árabes, y cuando quisieron reaccionar fue demasiado tarde. También hay que tener en cuenta la superioridad militar de los invasores, que disfrutaban de gran movilidad merced a un armamento ligero formado por sables, arcos y lanzas, mientras sus enemigos se veían paralizados por pesados equipos. Además, su dominio de las rutas ancestrales les permitió colocar campamentos en lugares estratégicos. A sus éxitos también contribuyeron la capacidad directiva de algunos califas que contaron con jefes militares brillantes, así como el sentimiento religioso del pueblo árabe (que facilitó el triunfo sobre adversarios que se mostraron débiles y desunidos) y una relativa tolerancia para con las poblaciones conquistadas.
En tanto que apóstol de Dios, Mahoma no tenía prevista su sucesión. Estaba convencido de que él era el enlace entre Dios y los hombres, y pensaba que el portador real de su autoridad no era, de hecho, él mismo, sino la comunidad como un todo y la ley divina que la guiaba. Esta imprecisión trajo consigo los primeros problemas en el seno de la umma tras la muerte del Profeta, acaecida en el 632.
La desaparición de Mahoma estuvo a punto de destruir el edificio político y social que había empezado a construir. Las horas que siguieron a su muerte fueron las más críticas de la historia del Islam, debido a la rivalidad entre los miembros de su familia y la aristocracia quraishí a la hora de decidir quién debía reemplazarle como jefe de la umma. Fue el grupo más íntimo de sus discípulos el que resolvió la situación, eligiendo para sucederle a Abu Bakr, suegro y amigo del Profeta, que recibió el título de califa (jalifa rasul Allah), es decir, "sucesor del enviado de Dios". De esta manera, tan vaga en sus funciones y tan imprecisa en sus atribuciones y en la forma de elección o nombramiento, nació la institución del califato.

Mahoma y los cuatro califas ortodoxos

Abu Bakr (632-634) fue reconocido como el nuevo jefe de la comunidad, con la excepción de algunas tribus beduinas que iniciaron un movimiento de secesión o de "apostasía" (ridda). Junto con Umar ibn al-Jattab (634-644), Utmán Ibn Affan (644-656) y Alí ibn Abi Talib (656-661), forma el grupo de los llamados califas ortodoxos (rasidun), compañeros de Mahoma y que habían conocido personalmente al Profeta. Bajo su gobierno se produjo la primera expansión del Islam, en especial durante el califato de Umar, quien poseía una capacidad militar y organizativa sobresaliente.
El califato ortodoxo
Tras la muerte de Mahoma, el principal objetivo era lograr la unidad en Arabia, sometiendo a las tribus rebeldes, y afirmar, con ello, la supremacía del Islam, asunto que en menos de un año resolvería Abu Bakr al vencer las resistencias locales e imponer el dominio del Islam en casi toda Arabia, lo que permitió iniciar la expansión por Siria, Palestina, Mesopotamia, Persia y Egipto.
Siguiendo la ruta utilizada en otro tiempo por los árabes en sus movimientos hacia tierras más ricas, los musulmanes llegaron a los confines de Palestina, donde su victoria sobre los bizantinos en Aynadayn (634) les permitió conquistar toda Siria en poco tiempo (en el 635 tomaron Damasco). Un nuevo triunfo en Yarmuk (636) facilitó la ocupación de Jerusalén (638), que fue considerada desde entonces como la segunda ciudad santa del Islam, después de La Meca. La debilidad del imperio bizantino y la existencia en Palestina y Siria de grupos árabes que proporcionaron ayuda a los musulmanes favorecieron estas conquistas.
Los ejércitos árabes penetraron en la alta Mesopotamia, y posteriormente llegaron hasta Armenia, permitiendo a sus príncipes locales mantener cierta autonomía a cambio del pago de tributos. Desde allí realizaron diversas incursiones hasta la actual Ankara, sin lograr, por el momento, asentarse en esa zona. A comienzos del siglo VIII, el avance árabe se detuvo en las montañas del Taurus.

Expansión del Islam bajo el califato ortodoxo

Las primeras expediciones contra el imperio sasánida las llevaron a cabo tribus árabes instaladas en la baja Mesopotamia, en ayuda de las cuales acudieron más tarde los ejércitos árabes. En el año 633 se apoderaron de Hira, la antigua capital de los lakmíes, y, tras la decisiva batalla de Qadisiya (637), ocuparon Ctesifonte, la capital sasánida. En su avance por Mesopotamia, llamada Irak a partir de entonces, los musulmanes no se limitaron a apoderarse de ciudades ya existentes, sino que también fundaron bases militares (amsar) como Basora y Kufa, al sur de la antigua Babilonia, desde donde emprendieron la conquista del oeste y el centro de Persia.
Más rápida fue la conquista de Egipto, pues la población, en su mayoría copta, era objeto de fuertes exacciones por parte de los gobernantes bizantinos dirigidos por el patriarca de Alejandría, a quien el emperador Heraclio I (610-641) confió la resistencia frente a los musulmanes. Allí, al igual que ocurrió en Siria, la llegada de éstos fue recibida con agrado. Además, el ejército bizantino no pudo acudir a frenar el avance del ejército musulmán dirigido por Amr ibn al-As, quien en poco tiempo se adueñó de las ciudades más importantes y fundó el campamento fortificado de Fustat (641), origen del viejo El Cairo. Con ello se consolidó la dominación árabe en Egipto y concluyó la primera fase de la expansión musulmana.
La organización del califato
No debió de ser tarea fácil la organización del recién creado imperio musulmán, pues no existía en el Corán ninguna reglamentación sobre el modo en que debían ser tratados los pueblos vencidos, por lo cual se recurrió al ejemplo dado por Mahoma. A los musulmanes les interesaba mantener en su puesto a la población que dominaban, ya que representaba una fuente de ingresos importante, pues sus tributos suponían valiosas contribuciones a la vida económica de la comunidad.
La distribución de las tierras conquistadas no se realizó de modo uniforme, pues se tuvo en cuenta el modo en que se había producido la rendición. En Siria y en Egipto se respetó la situación existente y se permitió a los propietarios conservar sus tierras a cambio del pago del impuesto territorial (jaray), ya que la rendición fue fruto de un acuerdo. No sucedió lo mismo en Irak, donde las tierras fueron confiscadas en su mayor parte debido a que la resistencia fue muy fuerte, y la capitulación, incondicional. De manera similar se procedió en las tierras del imperio bizantino que habían pertenecido al estado o a propietarios que habían huido, las cuales fueron confiscadas y pasaron a formar parte de los bienes del estado musulmán.
Correspondió al califa Umar proceder a la organización de las tierras conquistadas y a la reforma efectiva de la administración del imperio. En un primer momento, el botín de guerra se repartió de acuerdo con lo establecido en el Corán, de tal forma que una quinta parte se destinaba a Alá, a su Profeta o a los sucesores del mismo, y el resto se distribuía entre los combatientes. Pero pronto se vio la necesidad de regular un sistema administrativo general que acumulase todos los ingresos en el tesoro público y, de acuerdo con ello, elaborase la lista de los combatientes y estableciese los correspondientes pagos y sueldos fijos.
Los califas velaron por mantener el orden en los territorios recién conquistados, y para ello consideraron de interés fomentar la emigración de musulmanes fuera de Arabia, otorgándoles tierras para tal fin, con lo cual se creó un grupo de nuevos propietarios que, lógicamente, les serían fieles. Al mismo tiempo se crearon bases militares en los límites del desierto, que servían, a su vez, de centros comerciales. De esta manera se fue procediendo en la distribución y ocupación de las tierras conquistadas. La extensión del imperio musulmán hizo necesario crear cargos específicos que se ocupasen directamente del gobierno de las distintas provincias; no obstante, en algunos lugares, como en Egipto, se respetó la administración bizantina y los funcionarios siguieron en sus puestos.
Así, mediante los principios establecidos por Mahoma y las instituciones y tradiciones locales de los pueblos dominados, se fue organizando el estado musulmán, especialmente durante el gobierno de Umar. Dotado de una excepcional sabiduría política, de una voluntad tenaz y de una energía vigorosa, preocupado, sobre todo, por servir a los intereses del Islam, este califa fue el auténtico organizador del estado musulmán: impulsó la conquista, creó ciudades nuevas, hizo donaciones territoriales, puso en marcha la administración, organizó el ejército, afianzó la autoridad central y promovió otras muchas iniciativas mediante las cuales el Islam empezó a transformarse en una sociedad regida por el orden y la jerarquía.
Sin embargo, a su muerte comenzaron a aparecer los primeros síntomas de división en el seno de la comunidad musulmana. Su sucesor, Utmán, perteneciente al clan de los omeyas (miembros de la tribu de Quraish, y de la aristocracia de La Meca), se preocupó más de favorecer a los miembros de su familia que de atender al bien de los musulmanes, lo que provocó numerosas revueltas. A ello se sumó el descontento de parte de la población por haberse frenado las conquistas y no poder obtener los ricos botines del pasado, malestar acrecentado porque, cuando Utmán accedió al poder, Arabia atravesaba una grave crisis financiera y tenía importantes dificultades económicas.
No obstante, hay que destacar que durante su gobierno prosiguió el avance en el norte de África, se conquistó el Jurasán y se realizaron importantes expediciones marítimas, que permitieron la conquista de Chipre (649) y de otras islas del Mediterráneo oriental, lo que puso fin a la hegemonía bizantina en esa zona. Su asesinato, en el 656, creó un enorme malestar entre los omeyas, que trataron de vengar su muerte, iniciándose un período de discordias que acabaron por dividir a la comunidad musulmana.
El fin del califato ortodoxo
En la fase de desconcierto que siguió a la muerte de Utmán, la población de Medina nombró califa a Alí, primo y yerno del Profeta (se había casado con su hija Fátima), de dudosas cualidades como hombre de Estado. No hubo acuerdo en la elección, y los mequíes mostraron su disconformidad por esta designación, pues deseaban que fuese elegido un miembro de la familia omeya.
Alí debió afrontar la oposición tanto de los seguidores del difunto califa, agrupados en torno al omeya Muawiya, gobernador de Siria y primo de Utmán, como de los seguidores de Aisha, viuda de Mahoma, que no podía aceptar que Alí (a quien ya se había enfrentado en otras ocasiones) se hubiese beneficiado de un crimen. El primer choque armado se produjo en las proximidades de Kufa, en el 656, y es conocido como la "batalla del camello", animal que Aisha montaba y en torno al cual se combatió; este encuentro marca el inicio de los enfrentamientos entre miembros de la comunidad musulmana. El triunfo de Alí afianzó su poder, pero sólo en Irak, ya que ni Amr ibn al-As en Egipto ni Muawiya en Siria reconocían su autoridad.
En el 657 se produjo un nuevo enfrentamiento entre musulmanes en la llanura de Siffin, a orillas del Eúfrates, donde tuvo lugar uno de los acontecimientos más célebres de la historia del Islam: cuando Muawiya estaba a punto de ser derrotado, Amr, su aliado, tuvo la idea de colocar hojas del Corán en la punta de las lanzas, como símbolo de apelación al juicio de Alá; con ello evitó la derrota, pues todos depusieron las armas. Algunos seguidores de Alí mostraron su desacuerdo por esta actitud y quisieron volver a la lucha, pero ante la negativa del califa a reemprender el combate le abandonaron y se retiraron. La historia musulmana dio a este grupo el nombre de jariyíes, "los que se salen"; Alí les combatió, y murió asesinado por uno de ellos en el 661.
El califato de Alí fue un completo fracaso, pues se perdió la unidad del mundo musulmán, que, a su muerte, quedó escindido en tres grupos: los jariyíes, los chiíes y los sunníes, que disentían en cuanto a la fuente de la legitimidad del poder. Los jariyíes mantenían que cualquier musulmán piadoso podía acceder al califato. Los chiíes (miembros del "partido de Alí", xi'at Alí) consideraban ilegítimos tanto a Muawiya como a los califas anteriores, por cuanto sostenían que la sucesión en el califato sólo era legítima por línea consanguínea; se agruparon en torno a la esposa de Alí, Fátima, y a sus hijos Hasan y Husayn. Los sunníes aceptaban la autoridad de Muawiya, y consideraban que el califato no se transmitía por línea sanguínea directa, sino que debían ejercerlo miembros de la tribu del Profeta.
Con la muerte de Alí concluyó el régimen teocrático que tenía por base el Corán y, como modelo, el comportamiento del Profeta. Desde entonces fue necesario recurrir a sabios exégetas o a piadosos tradicionalistas para aclarar o rellenar lagunas de las prescripciones del Corán o de la Sunna (el conjunto de dichos y hechos atribuidos a Mahoma). La propia expansión del imperio, la evolución de la sociedad o el desarrollo de la economía obligarían a los sucesivos califas a adaptar las estructuras del estado a los problemas del momento.
El califato omeya
A pesar de que Hasan, hijo de Alí, fue reconocido como sucesor de su padre, renunció a sus derechos en favor de Muawiya (661-680). Ello significaba la instauración de la dinastía omeya al frente de la comunidad musulmana, cuyos destinos iba a dirigir por un período de casi un siglo, y el triunfo de la aristocracia quraishí sobre los compañeros de Mahoma. El primer objetivo de Muawiya fue sentar las bases de una dinastía arraigada en Siria, donde él mismo se había establecido desde los primeros momentos de la conquista, e intentar consolidar y fortalecer la autoridad califal en una época en que estaba latente la guerra civil y empezaban a manifestarse movimientos separatistas.
Muawiya imprimió una orientación nueva al califato, dando prioridad absoluta a la centralización gubernamental, con el objetivo de que todo el poder recayese en el califa. Promovió hábitos preislámicos al rodearse de un organismo consultivo o sura de nobles, en el que también participaban delegaciones de tribus árabes que daban su aprobación a las decisiones del califa. Implantó, así mismo, el principio de superioridad autocrática del califa, frente al estado teocrático legado por Mahoma y mantenido por los dos primeros califas, y aseguró el procedimiento dinástico, imponiendo la transmisión hereditaria, al designar sucesor en vida a su hijo, como habían hecho los bizantinos, decisión ratificada por la sura. A través de esta consulta, la comunidad musulmana reconocía la autoridad de la persona elegida y se comprometía a obedecerla.
En la organización del gobierno central y de la administración de las provincias se inspiró en los modelos de la antigua administración bizantina, que conocía bien por el tiempo que fue gobernador de Siria, y trasladó la capital de la nueva dinastía a Damasco, abandonando Medina y La Meca como centros políticos, hecho que causó un profundo malestar entre algunos grupos de musulmanes.
Gracias a su habilidad y a su prestigio personal, Muawiya pudo superar las dificultades y problemas internos y mantener la paz en el extenso imperio que gobernaba. Durante su mandato y el de sus sucesores Abd al-Malik (685-705) y al-Walid (705-715) prosiguió el avance musulmán en tres direcciones: Constantinopla y Asia Menor, norte de África y península Ibérica, y Asia Central.
En Asia Menor continuaron las guerras de conquista frente a los bizantinos, pero en esta zona los ejércitos árabes encontraron un obstáculo insalvable: las montañas del Taurus, por lo que los territorios situados en torno a las mismas fueron objeto de permanente disputa entre musulmanes y bizantinos. Por otra parte, los árabes asediaron Constantinopla varias veces, tanto por tierra como por mar (668-669, 674-680, 716-718), pero la capital bizantina resistió denodadamente sus ataques.
Tras la conquista de Egipto, los árabes continuaron su ofensiva en el norte de África. Entre sus logros cabe destacar la fundación, en el 670, de un campamento en al-Qayrawan (Kairuán), que protegía la ruta hacia Egipto y servía de base para enfrentarse a las tribus beréberes del oeste de Ifriqiya (Tunicia); la toma de Cartago (698); el sometimiento de las tribus del centro y oeste del Magreb, y la conquista de la península Ibérica (711-715).

El califato omeya

En Oriente, los ejércitos musulmanes tomaron Afganistán (698-700) y la Transoxiana (desde 650), poniendo mucho interés en islamizar los territorios conquistados. Tal fue el caso de Bujara y Samarcanda (conquistadas en el 709 y el 712, respectivamente), que se convirtieron en dos grandes centros musulmanes de Asia Central. Poco después invadieron el Turquestán chino y penetraron en la India, en el 711.
Durante los noventa años de gobierno de la dinastía omeya, el imperio musulmán alcanzó los límites extremos de su expansión: se extendía desde la India a la península Ibérica. Pero, a pesar de sus esfuerzos, las numerosas revueltas que se produjeron en su interior debilitaron a los omeyas de tal manera que no fueron capaces de detener el empuje abasí. El año 750 marcó el fin de la dinastía omeya en Oriente, pues sólo uno de sus miembros, el príncipe Abd al-Rahman I, escapó de la matanza de los abasíes; fue él quien, en el 756, instauró la dinastía omeya en al-Ándalus.
El califato abasí
Con la llegada de los abasíes (descendientes de al-Abbas, tío del Profeta) el Islam sufrió una nueva transformación. En primer lugar, la guerra civil entre ambas dinastías perjudicó durante un corto espacio de tiempo la unidad del imperio. En segundo lugar, el enfrentamiento puso de manifiesto la decadencia de un tipo de gobierno que se había mostrado impotente para frenar los movimientos adversos (jariyíes, chiíes). En tercer lugar, era necesario adoptar medidas que calmaran el descontento social y económico que reinaba entre los muwallad, la población no árabe convertida al Islam.
Esta nueva dinastía árabe dirigió los destinos del imperio musulmán desde el 750 hasta 1258, año en que los mongoles tomaron la ciudad de Bagdad; pero, de manera efectiva, el imperio de los abasíes sólo duró hasta finales del siglo IX, cuando comenzaron a fragmentarse sus dominios. Uno de los primeros cambios que llevaron a cabo fue el traslado de la sede del gobierno a Irak, donde en el 762 el califa al-Mansur (754-775) fundó Bagdad, la nueva capital. Con ello se perseguía asentar su poder en un territorio turbulento y satisfacer a iraquíes e iranios, olvidados por los omeyas. Sin embargo, el alejamiento de la capital respecto del occidente musulmán favorecería los movimientos independentistas en esta última zona.
Los califas abasíes mostraron una actitud muy diferente a la de los omeyas. Éstos eran jefes de la tribu y de la comunidad, y reyes árabes cuya fuerza descansaba en el ejército. Los historiadores de época abasí reprocharon a los omeyas el haber quebrantado la organización propuesta por los califas rasidun para establecer en su lugar un reino profano. Por su parte, los abasíes dieron preferencia a su prestigio religioso: el califa era el imán, el jefe espiritual y temporal, un soberano absoluto cuyo poder estaba regulado en la ley islámica; aún más, era el "representante de Dios" en la Tierra, y no sólo el sucesor del Profeta. Esta idea les engrandeció y les llevó a alejarse de sus súbditos, con los que rara vez tenían contacto, pues normalmente vivían recluidos en lujosos palacios. Su poder se refleja también en el ámbito temporal, donde ostentaban toda autoridad. Muy pocos fueron los califas que gobernaron personalmente, pues, a semejanza de la administración persa, solían delegar los asuntos de Estado en un visir, cuyo poder era grande. Este cargo se hizo hereditario, por lo que surgieron verdaderas dinastías de visires, como la familia iraní de los Barmakíes.

El califato abasí

Los principios administrativos no se modificaron de manera especial. Las oficinas de la administración (diwan), muy perfeccionadas, constituían verdaderos ministerios. Se transformó, sin embargo, la forma de gobierno, pues en ella se dejó sentir la influencia del personal reclutado entre los muwallad iraníes, ya que los árabes, aunque no fueron excluidos del poder, no ocuparon los puestos más relevantes de la administración. Por otra parte, el ejército había perdido su función conquistadora, y en esa época debía velar por mantener y aplicar la ley dentro del imperio; sus miembros fueron reclutados primero entre los jurasaníes, y, desde el siglo IX, entre los turcos.
La desmembración del califato abasí
De entre los califas abasíes merecen una mención especial Harun al-Rashid (786-809) y al-Mamun (813-833). Con al-Rashid el califato vivió uno de sus momentos de mayor esplendor; este personaje fue conocido en Occidente por las relaciones que mantuvo con la emperatriz Irene de Bizancio y con Carlomagno. Sin embargo, fue él quien dio comienzo a la desmembración del califato, al conceder a Ibrahim ibn Aglab, gobernador de Ifriqiya, una autonomía muy próxima a la independencia.
Entretanto, en al-Ándalus se había constituido un emirato omeya independiente, y en Marruecos habían surgido varios poderes locales: la dinastía de los rustemíes del Tahert (776-911, fundada por el jariyí Ibn Rustum) y la de los idrisíes (788-974, fundada por el chií Idris I de Marruecos). No obstante, a comienzos del siglo IX, el imperio abasí era la mayor potencia política y económica del momento. Durante el gobierno de al-Mamun, la civilización abasí alcanzó su apogeo: Bagdad se convirtió en un gran centro cultural, de donde surgían las normas sociales y culturales seguidas en los demás países musulmanes.
Durante la segunda mitad del siglo IX comenzó el declive del imperio abasí, motivado, en buena parte, por la crisis económica y por la proliferación de movimientos secesionistas. En su expansión, el Islam había aglutinado un conjunto de pueblos y razas muy diversos entre sí; tales diferencias deshicieron en pocos siglos los lazos que les unían al único gobierno, hasta el momento admitido, de la comunidad musulmana. Fueron varios los motivos que impulsaron los movimientos secesionistas: la lejanía de la metrópoli, el aislamiento de ciertas zonas, la idea de raza y, de manera especial, el deseo de enriquecimiento a través de las armas. De este modo, a mediados del siglo X había ya tres califas en el mundo musulmán: el abasí en Bagdad, el omeya en Córdoba y el fatimí en El Cairo.

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